29 de diciembre de 2015

Echando la vista atrás


Llega de nuevo un momento del año en que, como de costumbre y como reza el título de esta entrada, todos solemos echar la vista atrás para ver qué ha acontecido a lo largo del año. Quizá otro título válido podría ser A nuestras espaldas, pero dicho encabezamiento albergaría un sentido un tanto distinto. Echar la vista atrás implica el recuerdo, el tener en mente todo lo que ha sucedido, ya sea para bien o para mal, pero de algún modo teniéndolo presente. Sin embargo, cuando algo queda a nuestras espaldas, es porque seguimos adelante pase lo que pase, que no está nada mal, pero sin contemplar tanto el pasado, sin pensar tanto en él; sin aprender tanto de lo ocurrido. Es por ello que he optado por el primer título, porque soy de esas personas que siguen teniendo presente todo lo que han hecho –como contraposición se da la espalda en la fotografía, así que cada uno que escoja su propio título para su propia experiencia–, para tratar de sacar una lección en claro de todo, de lo bueno y especialmente de lo malo, porque es ahí, donde fallamos, donde radican las mejores y mayores lecciones de vida.

El tiempo ha volado otra vez, como suele hacer, y se nos ha escapado de las manos. Nos ha dejado algunas cicatrices y nos ha aportado un poquito más de experiencia, esa tan valiosa y tan cara. Por ello, por todo lo obtenido, quiero dar gracias a todas y cada una de las personas que han estado conmigo este año. Las que han estado y me han sacado sonrisas, las que me han hecho llorar al encadenar una carcajada tras otra y hacer que olvidara todos mis miedos, al menos durante unos minutos, pues esa sensación es de las que más aprecio en esta vida. Algo que he aprendido es a mantener a raya el odio, a mantenerlo tan oculto que casi parece haberse desvanecido del todo, y es por ello que doy sobretodo las gracias a aquellos que estuvieron y ya se fueron, quizá durante una temporada o quizá para siempre; a aquellos que me hirieron, mil gracias, porque son al final los que más me han enseñado; porque a todos nos pasa lo mismo, no tropezamos dos veces con la misma piedra, y en el caso de que lo hagamos, sabemos que será la última, porque no habrá una tercera.

Si tuviera que describir estos meses que han quedado atrás, posiblemente los definiría como un frenético viaje en una montaña rusa, con los ojos vendados, recién levantado y no siendo completamente dueño de mis facultades físicas y mentales ­–esto último que cada uno lo tome como quiera–, y por todo eso, ha sido un año grande e increíble, tanto en lo bueno como en lo malo, en toda la gama de posibilidades que ofrece tal adjetivo. Creo que ha sido el período en que más he crecido y más he aprendido y conocido, y como ya escribí una vez, al ocurrirte algo semejante, descubres que cuanto más aprendes, más desconoces –tal vez sea la gran paradoja de la vida–, y por ello me ha quedado un regusto de mayor aprendizaje, unas ansias aún mayores de derribar barreras e ir más allá para seguir explorando y conociendo, a todos los niveles, por lo que sí –y con esto me refiero, aparte de a mí mismo, a mucha más gente a la que conozco y aprecio enormemente–, volveremos un año más para seguir golpeando fuerte y subiendo.

No me haré ningún propósito de año nuevo, es más, creo que nunca lo he hecho, y no porque no sea una persona de las que no se engaña a sí misma, de hecho lo hago constantemente, pero sé que si me prometo algo no lo haré, así que únicamente me dedicaré a seguir tranquilamente por mi camino, aquel que sigo descubriendo y en parte buscando día a día, y si he de prometer algo será en el mismo momento de hacerlo, y ante quien tales palabras cobren un significado relevante.

También creo que en esta vida todo tiende, al final, a volver a un equilibrio originario; no siempre, claro está, pero sí suele suceder así por lo que la experiencia me ha demostrado. Y sobretodo sé que, tal y como dicen, lo que fácil viene fácil se va. Por ello sé que este año gané muchísimo, de forma extremadamente rápida, tanto como para dejarme en shock y no poder controlar más de una situación, y por ende, he perdido también mucho, puede que demasiado, pero cada ganancia que se me ha ido ha dejado una bonita cicatriz en forma de aprendizaje, y esas marcas valen su peso en oro. Por ello puedo decir que al final sí he ganado, ya sea en experiencia o experiencias, que no es lo mismo. Así que seguiremos ganando, como hemos venido haciendo desde hace mucho tiempo, porque jamás nos concibieron ni educaron para la rendición.

24 de diciembre de 2015

A la carretera


Es algo que pasea a nuestro alrededor, que se mete dentro de muchos a los que conozco, por cada poro de la piel, quizá también en mí mismo; casi lo respiramos.

Es un sentimiento, un ansia, que fácilmente puede verse también como una forma de vida, un estilo y una manera de vivirla, cada uno a su modo, pero todos al unísono, escuchándonos en la distancia que nos separa. Y muchos han hecho referencia a ello, lo han dicho y predicado, carretera y manta, y adiós muy buenas. Tal vez se diga porque se quiere huir, de alguien, de algo; de un pasado quebrado, de un posible futuro vacío, de un presente asfixiante. Veo diariamente esas ansias de liberación, de perderse, en los ojos de decenas de personas. Se sienten atrapados, viviendo sus cíclicas rutinas carentes de sentido o realización personal, sin vías de escape ni puntos de fuga; todo plano y sin relieve ni textura alguna.

Escucho demasiado cómo esas gentes aborrecen la presión que el mundo ejerce sobre ello, las obligaciones que permiten la manutención y la supervivencia, que los atrapan, una sociedad que oprime sus corazones y que de ningún modo les da lo que reclaman, lo que por derecho les pertenece. Solo quieren salir pitando, hacer una maleta con lo primero que encuentren en el armario y fugarse, ser capaces de olvidar todo aquello que les ata a ese odioso presente para comenzar a pintar un nuevo y difuso futuro, uno completamente incierto. Pero es atractivo, eso de irse, eso de caminar hacia lugares desconocidos en busca de recónditas aventuras, llamarlas, hacerlas salir de cualquier parte, de allá donde hayan estado escondidas toda su vida. Viajar, perderse por un sinfín de ciudades y países, cambiar de aires, hacer cosas nuevas cada día, salir a la calle cuando una lluvia torrencial moje el pavimento nocturno de alguna hermosa urbe, ver cómo actúan las otras gentes del mundo, camuflarse entre ellas, salir difuminado en la fotografía en blanco y negro de algún fotógrafo que busque captar la espontaneidad, y que los inmortalice allí, en aquel lugar, mientras realizaba su sueño.

Creo que al final todos encontramos el camino, nazca donde nazca y termine donde termine, la cuestión es atreverse a dar el primer paso, poseer la fuerza y determinación necesarias para dar los siguientes cien, y luego dejarse llevar durante miles y miles de pasos más sin saber dónde terminará uno, pero teniendo el corazón tranquilo al saber que fue en busca de la liberación y lo consiguió, y de que arriesgo para luchar contra unas cadenas que, cuando eche la vista atrás, verá oxidadas desde hace mucho.

Quizá sean las ansias de aventuras, el inconformismo presente en muchos miembros de la sociedad actual, la rebelión, la necesidad de novedades y la negación ante los nubarrones grises que hacen retorcerse los días sobre uno mismo, si se descuida. Puede que sea lo que uno de ellos, todavía aprisionado, bautizó sobre confusas páginas como Hiperdecadencia en las generaciones actuales, algo muy presente, demasiado, y que quizá podría ser el término que los acuñara a todos ellos antes de que una voz surja y l(n)os libere.

Un viaje cualquiera, unos días para tomar aire, un respiro para sentir el frío en los pulmones, y para espabilar a los cuerpos cansados. Cada uno se lanzará a la carretera de un modo u otro, pero a todos nos llama, y todos nos iremos. Queda la cuestión de qué es más interesante, si el irse o el volver; regresar para ver cómo ha cambiado todo, estando ya sanados espiritualmente, con las ansias saciadas, y para decidir si nos volveremos a ir de nuevo, pero lo que es seguro es que nos encontraremos, por ahí, en cualquier esquina o cafetería, en cualquier camino polvoriento que atraviese las montañas; nos encontraremos por ahí, pululando por nuestro pequeño mundo.

Es una lucha que nos acontece a estas generaciones, una por la liberación interior y personal, harto ardua y complicada, pero cuando lo que nos sobran son los sueños y cuando estamos rodeados de hombros en los que apoyarnos y manos que se nos tienden para ayudarnos a subir el próximo peldaño, en verdad solo lo insignificante nos separa de las alturas. 

9 de diciembre de 2015

La habitación cerrada


La habitación estaba desierta, nada respiraba en su interior, ni lo había hecho en mucho tiempo, tal vez demasiado; pero el tiempo ya no era lo que fue en días pasados, y ahora era difícil de medir, pues parecía estirarse, colapsarse, y después alargarse de nuevo de forma inconmensurable.

Aquel cubículo, ¿por cuánto tiempo habría estado cerrado? Y lógicamente, todo seguía igual, nada había mutado a algo mejor. Ya no era capaz de recordar cuál había sido la última vez que alguien había entrado y perturbado su calma; era como un vasto océano congelado y encerrado entre las diminutas cavidades de una lágrima que cayó hacía mucho; pero aún no había impactado en el fondo y las mareas seguían inmóviles. No recordaba, al fin y al cabo, cuándo la había abandonado.

Y ahora abría la puerta y una ola de silencio golpeaba fuertemente. No había reflejo en el espejo, a saber qué realidad y qué tiempo devolvía desde el otro lado. Pero en apariencia, todo permanecía en su sitio, todo igual que antes. Había pequeñas partículas de ceniza esparcidas por el escritorio, quizá de los cigarrillos, quizá de las almas. Faltaba en el ambiente la oxidada luz extinta de un flexo cuya bombilla estalló en otro tiempo. Había algunas hojas con extraños garabatos; tal vez simbolizaban el final de muchas historias, y los inicios fallidos de tantas otras. Algunos dibujos, los mejor trazados, pertenecerían al esbozo de los sueños inalcanzables, casi olvidados, que seguían anclados a la mesa. Un par de ellos estaban incluso coloreados con tizas diversas, y un solo soplido, un suspiro, un leve estornudo en las cercanías, bastaría para barrer sus pesadas y volátiles moléculas y volverlos de blanco y negro, como lo fueron un día, arrebatándoles el color.

Había también un pequeño reloj detenido, no podía ser de otro modo, redondo como el mundo y de recorrido cíclico como la vida, cuyas tres agujas apuntaban, claro está, a una noche, un lugar y a un sueño, todos ellos olvidados.

En la estantería montones de libros, cerrados y terminados en su totalidad, y botellas, algunas vacías, otras llenas y bloqueadas, repletas de un brillante líquido verde, palpitante; el más peligroso de todos. No había polvo en las superficies, ni en la de las maderas que tapiaban la única ventana, ojo del mundo; era asombroso, un colapso.

Todo tendría que volver a moverse. La puerta se cerró y ya había alguien dentro, de nuevo. El reloj debería volver a funcionar y a permitir la existencia de nuevos momentos, para que se terminaran los garabatos de las hojas petrificadas. El cristal debía volver a vibrar, a crujir si fuese necesario, y el polvo caería de los cielos que fueron abrasados. Debía volver la luz a aquel oscuro cubículo, debía pasar a través de la ventana cuyas tablas serían arrancadas por el martillo, y solo así volverían las olas al estallar la lágrima que las aprisionaba, cuando el ciclo fluyera otra vez.

Ahora solo se podía andar a tientas, con ojos vendados por la inexistencia de luz y calor, y solo podía verse mediante los recuerdos del abandono, del exilio. Tocó a ciegas la mesa, la silla, y donde debía haber un vacío palpó algo vivo, que palpitaba. La botella verde se iba vaciando, y al arrancar las tablas la ventana se abrió de golpe y el viento ordenó los elementos en el tiempo y el espacio. La habitación cerrada se abría, a las posibilidades, al futuro. La habitación cerrada volvía a la vida. 

25 de noviembre de 2015

Home Sweet Home (FF)


Todos buscamos la llama, el fuego ardiente, cuando el frío cala hasta los huesos. Cuando el viento gélido del invierno llega para sacudirnos como a las hojas de los árboles congelados, todos comienzan a buscar, a rastrear, a husmear tras cualquier esquina, cualquier rincón, tratando de hallar una pizca de calor, una pizca de cariño. Es lo que nos hace humanos, al fin y al cabo, esa necesidad de encontrar a los iguales, de finalmente dar con el grupo, clan o familia adecuados; un hogar, más bien un segundo hogar, casi tan auténtico como el originario.

Dicen las lenguas populares que, entre broma y broma, la verdad asoma. Pues quizá entre cafés calientes y humeantes, que dan vida a esas gélidas mañanas de invierno, entre pitillos en compañía, en la oscuridad, escondidos entre la luz de las farolas, entre ardientes tragos que empujen las tardes hacia remotos futuros, tal vez, entre todo eso, la vida asome, se deje ver, se dé realmente.

Nadie duda que la vida es un viaje, desde el nacimiento hasta la muerte, tanto físicamente como en el plano temporal; nadie puede ponerlo en tela de juicio. Mil veces subiremos y caeremos; la puta gravedad, las leyes físicas, nuestras mareas y nuestras olas. Sí, habrá mil olas, mil caídas estruendosas, como rayos en el desierto que levanten el polvo estancado con su impacto, y mil momentos en los que nos quedemos parados, petrificados cual estatuas, mil momentos en que se nos seque la garganta y nos quedemos sin aliento; los ojos húmedos, el corazón palpitando, rugiendo, nuestro interior sacudido y emocionado hasta los cimientos; quizá estos sean los mejores momentos, pero sin duda serán los más escasos, y los anhelaremos, a cada instante, como el aire que respiramos para sobrevivir. La vida es una jodida aventura, pero mejor vivámosla acompañados.

Cada uno debería capitanear su propio navío hasta el final, pero es inevitable reconocer que es un gozo supremo encontrar a la tripulación adecuada, nada fácil, pero posible. Te das cuenta de que has estado vagando a la deriva a través de las tinieblas cuando logras llegar al verdadero hogar, que no es un lugar, sino la gente que lo forma.

Esas personas con las que te sientes seguro, a salvo, con las que sin duda puedes y debes ser tú mismo, porque no te juzgarán sino que te elevarán, te cobijarán, y conformarán esa esfera densa e inmortal que te protegerá allá a donde vayas. Personas a las que acudir cuando el cielo se vea negro y te darán todo, con las que reír, beber, fumar y trascender una existencia que por sí misma carece de un color cálido que la haga vibrar y estremecerse. Gente con la que llorar cuando se presencie la caída de uno de los mil mundos que con arduo esfuerzo tratamos de edificar a diario. Sí, esas personas, esas almas, son difíciles de encontrar, pero cuando se logra se reconoce el calor de la auténtica bienvenida, del nacimiento de una sombra protectora que nunca te abandona, por lejos que te vayas, por oscuro que sea el túnel en el que te aventures.


Así que cuando nos sintamos aprisionados, asfixiados por mil fantasmas acechantes tras cada fachada, tras cada máscara, tan solo nos quedará mirar fijamente, y no hacia los lados, sino hacia nuestro interior, para encontrar esas fuerzas ocultas provenientes de nuestros hermanos y hermanas, para poder sortear cualquier obstáculo y seguir hacia adelante, siempre adelante… Saquemos la botella, brindemos y hagamos descender un Jack por nuestra garganta, por todos ellos, por todas ellas, por la amistad y la unión. Brindemos por el calor y la familia, que al final es lo único que permanece cuando todo lo demás camina hacia el olvido. 

3 de noviembre de 2015

En la Encrucijada


Hoy venía a hablar de un tema muy importante; uno que algunos tienen muy en cuenta, y otros no tanto. Mucho se ha hablado ya de esto, pero hay personas que siguen sin entender ciertos matices, sin comprender su importancia, o puede que algunos simplemente no reflexionen lo suficiente acerca de los puntos que nombraré a continuación. Puede que parezcan inconexos, pero se asemejan. Las decisiones, los puntos de inflexión, las encrucijadas… Todo está relacionado.

Cada decisión, cada maldita elección, por pequeña e insignificante que pueda parecer, puede cambiar de forma radical el futuro de uno, e incluso el de los que están a su alrededor. Puede llamarse efecto mariposa, puede llamarse influencia, eso da igual. El caso es que cada acción crea unas consecuencias, y esto ha de tenerse enormemente en cuenta, pues de lo contrario uno puede verse sorprendido ante una situación que nunca habría esperado, una venida por sus propios actos; las consecuencias es lo que tienen. Hay muchos que pecarán de ser cortos de miras, de poco espabilados; algunos que no sabrán ver que sus acciones acarrearán unas consecuencias que quizá los lleven por el peor camino imaginable, que quizá les cierren las puertas de cuyos mundos consideran vitales, que tal vez arruinen su futuro, o les impidan obtener aquello que más ansiaban, que más amaban en la vida… Sí, es lo jodido y a la vez mágico de los puntos de inflexión, aquellos que acompañan a las decisiones importantes. Porque claro, habrá decisiones cotidianas y banales en la vida –la mayoría serán de esta tipología–, pero habrán otras que tal vez, peligrosamente, se camuflen en las cotidianas cuando en verdad son las más vitales, y puede que ni siquiera nos demos cuenta de ello; ahí radica el riesgo. Por ello, se debe obrar con cautela. Que vida solo hay una, que la vida está para vivirla, que sí, que todos conocemos ese cuento, pero lo cierto es que si no andamos con ojo podemos acabar sin nada, bien hundidos. Porque hay límites, hay fronteras y barreras, por mucho que nos creamos unos vividores amantes de la libertad, por mucho que pensemos que nada ni nadie nos podrá frenar; y una mierda. Cautela. Las cosas se marchitan, se debilitan, se oxidan, se cansan, se mueren; y cuando digo cosas, quiero decir mucho más, creo que se sobreentiende. Aun así son mágicos, los puntos de inflexión, porque son los únicos en esta linealidad de dimensión temporal en que vivimos, que logran cambiar radicalmente las cosas, a nosotros mismos; darnos una vuelta de 180 grados, a nosotros y a nuestra cotidianidad; son esos puntos los que realmente importan, pues pueden cambiarlo todo para siempre; y ahí está el matiz más importante, para siempre. Porque de estos puntos uno no puede regresar, esa es su magia, lo realmente excitante. Es un cambio perpetuo, imborrable; algo a lo que no se le puede dar la vuelta, como al tiempo mismo, que no puede ser variado en su trayectoria.

Y creo, solo creo, que muchos de los miedos de los hombres y mujeres vienen de ese matiz. El no poder volver atrás, el no poder arreglar algo, el no poder corregir un error, el no poder hallar redención ni perdón para un pecado. Por ello, cuando se presenta una encrucijada, una verdadera, el miedo y la duda nos corroen por dentro, nos roen las entrañas, nos queman el cerebro. Porque cuando estás en el centro, entre dos caminos, entre dos mundos, entre lo que sea, debes elegir, por cojones debes elegir, y si te equivocas, si la cagas, no habrá vuelta atrás, no cabrá una posible rectificación. Y claro, el miedo es atronador, pues todos queremos evitar que el arrepentimiento nos acompañe durante el resto de nuestros días.

Pero tampoco quisiera pintar esto tan negro como está pareciendo, no. Lo hermoso de hallarse en una encrucijada es que hay algo entre lo que elegir, y eso, de un modo u otro, siempre es bueno, porque el hecho de que no tuviéramos que hacer una elección, implicaría que no tenemos nada, y ya podemos sentirnos afortunados por tener algo, sea cual sea su índole. Y por si todo lo expuesto sabe a poco, ahí va otra gran verdad: que habrá muchas veces en que, por error de nuestro cerebro, o impulsados por la infinita estupidez humana, lleguemos a pensar que tenemos donde elegir, que hay dos caminos completamente disponibles, abiertos para nosotros –ahora o cualquier día de estos–, y realmente no sea así; realmente solo haya un único camino, y al elegir, en lugar de caminar por una asfaltada y cómoda calzada, nos adentremos en un camino pedregoso, pantanoso, inexistente, que lógicamente solo nos conducirá a la perdición, al Abismo, a perder todo por creer que teníamos más de lo que creíamos. Este es otro punto que también debería rumiar más de uno. Más vale pájaro en mano que ciento volando, pues por ahí van los tiros. Aquí hemos venido a jugar; otra piedra que nos da en la cara y siembra la duda en nuestra mente. Porque se han dicho demasiadas frases, se han dado demasiados consejos; se han tratado de aprender demasiadas lecciones, pero hasta que uno no asume el riesgo en sus carnes, hasta que no se la juega completamente, hasta que no se expone, no tiene ni idea de si lo que tiene delante es un camino, dos, o un camino y un pozo donde solo cabe una terrible caída.

Pues eso, a jugar, o a quedarse en casa embobado, cada uno que elija, cada uno que juegue su mano; cada uno que se exponga a sus propios peligros. Cada uno que entrene su ojo para saber, llegado el momento, si hay encrucijada o no, y en caso de haberla, qué camino es más viable, hermoso y atractivo (o real). 

28 de octubre de 2015

Limerencia


La aurora venía acompañada por un frío que cortaba el alma, arrastrando consigo una multitud de colores iridiscentes que hacían retroceder al tiempo; después el techo se volvía amarillo, enfermo. Rasgaba un sobrecito de azúcar y vertía el contenido en la taza, y mientras removía, leía lo que llevaba impreso, esas frases de todos, de nadie; mi dosis diaria de sabiduría callejera. Escuchaba el canto de los pájaros escondidos en las débiles y raquíticas ramas de los árboles, cansados de sostenerse, de aguantarse y soportarse a sí mismos.

Había llovido y había multitud de hojas caídas, arrancadas, esparcidas por todas partes; por la acera, sobre el asfalto y las mesas metálicas de las terrazas, y eran también amarillas, pero no por estar enfermas. Veía vidas enteras pasando ante mis narices, y solo quería alargar la mano y tocar una de ellas, pero enseguida volaban fugaces, huían y se desvanecían, protegiéndose; para evitar quedar ciegas.

Lluvias ácidas, ombligos centrifugando, botellas que contenían la fragancia olvidada de la paz y la calma; cualquier cosa se buscaba y se encontraba, y se atesoraba. ¿Cómo almacenar una caricia para volverla inmarcesible? ¿Cómo recuperar de un futuro quebrado y dividido un beso que irradia autenticidad? Los imposibles, las manchas resecas de la luz lunar en una chaqueta que ha respirado demasiadas noches, el barro en unas botas raídas que han desandado demasiados caminos, tras un par de giros y volteretas; equivocaciones, cientos de baches. ¿Cómo exterminar a un árbol cuando sus raíces llegan hasta lo más profundo de la Tierra, al núcleo y a la esencia, habiendo sorteado lo desconocido, y han arraigado en océanos de veneno incurable? Simplemente, no se puede. Camina abrazando esa emoción, ese sentimiento, hasta que mueras, o hasta que muera en ti, si eres capaz de aguantar el tirón.

El café me acelera y la taquicardia me invade, me oxigena. Libero mis células, las dejo ir, permitiéndoles que se lleven consigo los latidos de unas bombas que no estallarán en mí, sino a mi alrededor, en el espacio. Así prefiero esquivar las palabras, que son cuchillos, las preguntas que eran para el genio, derrochando los tres deseos vitales, esas que indagan en la mentira, que queman la energía, que saturan el depósito y acaban con los caminos, que abrasan el futuro.

Recorro las calles, me cobijo en los portales, me observan; me miran desde el suelo, calándome hasta los huesos. Combato el frío y el viento, que me lleva hasta donde no quiero ir, para no ser arrastrado. No queda un solo ojo de justicia, la balanza está oxidada, destrozada por el peso  de las nimiedades, y lo auténtico se esconde ahora de los buscadores. Se engañan, todos ellos, y no queda un solo par de oídos inocentes, no queda una sola boca que aun pueda besar con veracidad y tocarnos con el canto que nos susurraba hace tanto, de forma dulce y cálida; aquel que nos narraba los cuentos y los hacía verdaderos.

No hay desenlaces, no esta vez, ni nunca más; la lumbre ha sido vaciada, las cenizas de la resurrección han caído en las oscuras profundidades oceánicas. Pero queda aquello que nos mueve, que nos impulsa, que nos hace cosquillas y nos saca de las pesadillas. Hay decenas de páginas desparramadas por la mesa, por la cama, por todas partes. Blancas todas ellas, vírgenes; las sucias fueron juntadas y ocultadas, pero aun así vive todo aquello todavía; la furia, el miedo, el amor, los pecados, toda la amalgama de esencias que eclosionaron y se fusionaron en una sola, la nueva estrella que brilla oculta, tras la cegadora luz de la lámpara, la que no deja ver más allá del enfermo amarillo.

Pero un día descubres que no estás enfermo, que es la esperanza descolorida, que ha perdido su tinte, pero que todavía vive. Permanece la perla, la única, la primera, que sobrevivió a la tempestad; solo esa y ninguna más. El resto es caos, el resto es nada… ¡Que brille, que viva! Pues alberga el mensaje oculto, cifrado y enterrado en el bosque, donde arde la última hoguera, y tal vez algún día el mismo fuego nos caliente, nos dé calor y nos pinte de rojo. Desde luego vagaremos para encontrarnos, y si no lo hacemos, seguro que hallaremos las cenizas hundidas en otros mundos. Sin duda hallaremos el futuro en nuestra búsqueda, pues es el que siempre vendrá a nuestro encuentro, y aguardaremos al tenue halo que rodee al alma perdida, porque todo lo que hicimos, todas las sonrisas que producimos, volverán con la perla y nos harán emerger; solo están perdidas, esas sonrisas, escondidas tras la primera pared, cercanas, al torcer la esquina, y tarde o temprano, aquí o en otro lugar, nos miraremos por primera vez. 

21 de octubre de 2015

Enredados bajo las sábanas


Los momentos que pasamos juntos, que son horas convertidas en minutos eternos, son los que hacen crujir las barreras de cristal, que nos encierran, que dan sentido a todo y albergan el tiempo. Las miradas que me diriges, esas cargadas de dulzura y cariño, de fuego, son las que dan cuerda a mi corazón. Pienso en nuestros abrazos cuando nos damos calor y aislamiento, esos que nos separan del resto y hacen que la lluvia sea cálida de pronto. Y también pienso en cuando nos besamos, en cuando lo hicimos por primera vez y dejé de tener miedo a la muerte y olvidé quién era y dónde estaba; nuestros besos, y todo cuanto ha acontecido entre ellos.

Suena la última canción, una con notas de valentía, una oda al amor repentino y más puro y sincero, escrita en una libreta de hojas cuadriculadas, con los recuerdos al fondo y las fotografías de la noche reflejadas en el espejo, y tu perfume en todas partes, impregnado en cada uno de los libros; tu fragancia cargando de tinta la pluma con la que escribo estas líneas.

Los ecos del verano que se ha ido resuenan aún en nuestras pieles ardientes, cuando se rozan y nace la chispa; y las hojas caídas del otoño pintan el sonido de las nuevas mareas, frías, verdosas, y cargadas de fuerza renovada, de pasión sanadora, cuando esbozan las costuras de un nuevo mundo cuya huella ha sido dejada en la arena.

Pienso mucho en la cama, en las camas que nos han albergado, en cómo nos perdemos en cada una de ellas; pienso en las veces que nos hemos encontrado verdaderamente enredados bajo las sábanas. Porque con cada polvo que echábamos nacía una nueva estrella. Cada arañazo que me dejabas en la espalda era una nueva arteria que transportaba sangre nueva a mi alma sedienta. Cuando te miraba pintabas mi mundo, y creía que el cielo y el mar eran verdes y no azules, y cada vez que te ibas, que te perdías, desdibujabas mi realidad, y las escaleras de mi edificio no conducían ya a mi piso sino al abismo.

Cuando luchábamos bajo las sábanas despertábamos en otro lugar en que la cama había ardido y la tristeza solo era un sueño olvidado, una remota pesadilla. Cada noche brillaba un sol que solo a nosotros nos iluminaba, y se apagaba cada vez que soplabas las velas y te ibas de mi lado; suerte que siempre volvías con tu fuego y tu escondida pasión y las derretías de nuevo. Era algo que necesitaba, que necesito; porque tus curvas son la arquitectura que estudio para edificar los pilares que sostienen mi mundo, uno que se derrumbaría con tu ausencia.

Porque si sigues queriéndome bajo las sábanas, a tu lado, durante incontables noches más, el mundo de arriba seguirá intacto, siguiendo su habitual curso, pero el de abajo, el de nuestro interior, girará más deprisa que nunca, tanto que perderemos de vista la razón y la lógica; tanto que podremos seguir obviando los problemas y continuar deshaciendo la cama. 

12 de octubre de 2015

True Detective: Crítica / Comparativa


Es bien conocida la gran polémica que ha levantado en todo el mundo la esperada segunda temporada de True Detective, así que, hablemos de ello. Quise hacer esta comparativa hace mucho, y quizá no lo he hecho hasta ahora porque todavía estaba digiriendo esos novedosos ocho capítulos. Muchos han dicho que, al ser dos temporadas completamente distintas, no puede haber comparativa. Cierto, no comparten ni trama, ni personajes, ni localizaciones ni nada –ni tampoco director ni director de fotografía–, solo el creativo y máximo responsable, Nic Pizzolato, sobre quien recaía toda la presión a la hora de abordar esta segunda temporada, y a la hora de tratar de superar una obra que él mismo –junto a todos los integrantes del equipo artístico–técnico, claro está– logró llevar a lo más alto. Pues bueno, para aquellos que se empeñan en que ambos productos, porque al fin y al cabo son esto, no se pueden comparar, les digo que se equivocan. En cuestión de calidad se pueden comparar, por ejemplo, series como Entourage y Breaking Bad, que absolutamente nada tienen que ver, porque es así, hablamos de la calidad de un producto, de cuál es mejor que el otro a nivel global, dejando a un lado las pequeñeces y las especificaciones de cualquier tipo. Pues eso, que en contra de la voluntad de muchos, allá vamos.

Como venía diciendo al principio, la oleada de rechazos que ha levantado esta temporada, sobretodo en Estados Unidos, es algo que yo al menos no había visto nunca; o nunca había seguido tan de cerca. Multitud de carteles pegados a las farolas en los que, en resumidas cuentas, se planteaba la siguiente pregunta: ¿Qué coño está pasando con esta temporada?, porque así era, nadie entendía nada. Personalmente debo admitir que tenía ciertas expectativas, craso error, aunque me fue inevitable exterminarlas, pero bueno, sabía que me enfrentaba a algo completamente nuevo, y tenía la mente abierta y preparada para ello. Y aun así mi primera reacción al ver por primera vez el opening fue, “¿Qué coño es esto?”, pues la canción escogida para la pieza, a la que se le acaba cogiendo cierto gustillo, me pareció una buena cagada. Una voz grave con cuatro ruidos de fondo y poco más. Que sí, que la letra está muy bien y puede encajar y todo eso, pero no. Visualmente me volvió a parecer espléndido, como el de la primera temporada, aunque ese tema de The Handsome Family, junto a las imágenes, creó algo único.

Entrando ya en los capítulos… El primero de ellos me dejó una sensación un tanto extraña, pero en líneas generales me gustó, y bastante. El segundo mantuvo mi expectación, y cuando visioné el tercero me derrumbé, al igual que lo hizo la propia serie. Todos conocen esas interminables series anime en las que suele haber rachas de episodios de relleno, pero oye, no pasa nada, tendremos otros 500 capítulos por delante, y si metemos 20 para amenizar una espera, pues tampoco es tan grave. Pero al ver ese tercer capítulo y parecerme completamente de relleno, me fue inevitable pensar que, contando con tan solo ocho episodios para contar una historia, no puedes permitirte ni siquiera 20 minutos de relleno, pues se te va el tiempo, y lentamente te vas atando la soga al cuello; cada minuto es oro. El cuarto no estuvo mal; la serie logró levantarse brevemente –mención especial a la última escena, la del tiroteo, que me pareció soberbia–. El realismo de las interpretaciones y las reacciones de los personajes al verse inmersos en tal barbarie fueron magnificas. A partir de ese punto, y en mi opinión, la serie logró mantener el nivel –un nivel bajísimo en comparación con la anterior temporada, le pese a quien le pese–, y comenzó a crecer en mi cabeza una idea que empezó a gestarse ya en el tercer capítulo, y que en nada se alejó de la realidad: la temporada era mala, bastante mala podríamos decir, pero pasaría algo grande al final, algo que tal vez trataría de salvar el fiasco general que representaba; y llegado el sexto capítulo me di cuenta de que muy probablemente era entonces cuando ocurría el tardío milagro. Y ahí vinieron los dos últimos capítulos, magistrales –recuerdo que viendo el último, de hora y media de duración, pensé que se me iba a salir el corazón del pecho, y trataba de remediarlo agarrándome con fuerza y sudor de los reposabrazos de mi silla de escritorio–. Una despedida impresionante, un último capítulo que, de haber sido una película de unas dos horas, añadiéndole un resumen de la trama dispersa e insulsa de la que hizo gala la temporada, hubiera dado como resultado un thriller de un altísimo nivel. Pero bueno, este milagro no logró, ni por asomo, salvar la serie, pues era ya demasiado tarde, muy tarde, y ni aunque el mismísimo Cohle hubiera aparecido chupando con fuerza de un pitillo, con una Lone Star en la mano, y soltando soliloquios acerca de la psicoesfera y del eterno retorno, podría haber salvado semejante patinazo. Y ojo, no digo que la serie sea una mierda, porque perfectamente se le podría encasquetar una calificación de 7/10, que no está nada mal; solo digo que es un palmazo respecto a su predecesora, que en caso de darle un 7 a esta segunda debería llevarse un rotundo 10, y porque no existe calificación más elevada.

En fin, creo que nadie sabe qué diablos se le pasó a Nic por la cabeza, porque dejó bien claro que sabe llevar una serie de semejante calibre, y ha demostrado sobradamente su talento como escritor, pero se ve que en esta ocasión, a pesar de querer mantenerse tan centrado como él mismo aseguró, se le fue la pinza. Y en cuanto a lo de escribir, quien quiera más pruebas solo tiene que hacerse con un ejemplar de Galveston, la novela negra que parió y dejó a la crítica sorprendida, y que hace gala de una narración, una atmósfera y una historia –sin ser nada innovador– increíbles, con una trama sencilla y apenas un par de personajes. Un noir a la altura de los grandes, y quizá lo logró por esa sencillez que se pierde en la segunda temporada, que se complica porque sí y hace que la cabeza te dé vueltas y vueltas hasta quedar atontado y sin saber muy bien qué estás viendo.

A parte de esto, es bien sabido que el hecho de que Nic tuviera roces por temas de ego con Fukunaga y éste no volviera a dirigir los episodios, fue también algo que hizo menguar la calidad de la serie, pero supongo que solo es uno de tantos factores. En cuanto a fotografía, pese a no contar con el mismo director, el estilo es bastante similar y mantiene un alto nivel; chapó a esa ambientación tan bien lograda en muchas escenas, y lo trabajada que está en la atmósfera que se respira en el bar de mala muerte en que Ray y Frank mantenían sus conversaciones. Y ya que salen a la luz los personajes, debo decir que no entiendo a muchos que echaban por tierra la interpretación de Farrel y ensalzaban la de McAdams, cuando a mí me pareció que debería ser al revés, si bien es cierto que Rachel, a medida que avanza la serie, crece y crece hasta lograr un resultado muy bueno, aunque para mi gusto empezó desaliñada e interpretando un papel que no me creía en absoluto. De Vince Vaughn creo que todos opinan de modo similar, así que nos lo podemos ahorrar, y Kitsch interpreta a un personaje tan abstraído y jodido psicológicamente que apenas tiene ocasión de lucirse, lo cual se dijo también en su día de Ryan Gosling en Drive, pero vamos, éste último se marcó el papel de su carrera en una película impresionante, y el otro… También hubo mucha gente que despotricó sobre lo inverosímil del personaje de Rust Cohle y los parrafazos que soltaba, por ser incoherentes e irreales. Sinceramente, si el personaje está tan perturbado como nos lo muestran, y lo único que hace es darle a la cerveza mala, leer libros de crímenes, quedarse encerrado y obsesionarse con los casos, veo muy lógico que hable de ese modo y que haga gala de ese pensamiento y esa filosofía. Y estos que se quejaban de esto, alababan los diálogos “profundos” de la segunda temporada, cuando sí veo totalmente inverosímil que un personaje muchísimo más plano y corriente como Velcoro suelte una “filosofada” porque sí, lo cual chirría y te saca de la historia; aunque personalmente me gustaba esa faceta de Ray, y soy uno de los que la apoyan –al igual que la de Cohle.

Valientes aquellos que han salido a defender esta segunda temporada, y aunque no cuenten con mi apoyo, sí con mi total respeto. A los que la sitúan por encima de su predecesora, ni siquiera cuentan con mi entendimiento, porque no es una mala serie –tomándola por separado–, pero no hay color a ningún nivel, y para ello basta, además de leer a la crítica, que ha dejado bien clara su postura, dirigirse por ejemplo a sitios como FilmAffinity, en que ha obtenido, esta segunda, una nota por el momento de 6’8 (nota de una serie mediocre) y en que la primera queda con un 8’5 (nota de una serie que ha hecho historia). Interpretaciones, personajes, guión, narración, trama, historia… hagamos las divisiones que queramos, pero ninguna de las partes de la segunda supera a las de la primera; ninguna. La sucesora tiene partes muy buenas, sí, pero no al mismo nivel. Creo que, en vez de querer optar por algo diferente, deberían haber seguido una misma línea, ofreciendo un producto distinto como lo es, pero más similar, y no jugársela de ese modo. Dejaron la trama de un asesino en serie, las decenas de influencias y referencias literarias, la asfixiante sensación de que algo más que los hombres actuaba en contra de los protagonistas, de que los detectives se enfrentaban a algo que los superaba, algo que hasta parecía paranormal, y optaron por una trama más policíaca con tintes políticos, algo que muchos tildaron como una combinación fallida entre The Wire y House of Cards. Porque ni es como una novela noir excelente, como la han llamado, ni nada, porque esto no es literatura, es cinematografía.


En definitiva, no tengo ni idea de cuál ha sido la audiencia de esta segunda temporada en su tierra natal, ni me importa, pero sí es seguro que a Nic le apretarán las tuercas en HBO para la próxima arremetida, que espero que la haya, y debo decir que sigo creyendo en su talento y en que volverá a hacer grandes cosas, porque True Detective sigue siendo algo diferente y especial. 

9 de octubre de 2015

La Diosa del Fuego



Bajábamos corriendo la ladera, casi rodando, tan solo temiendo llegar abajo después del otro, nada más. Ningún otro pensamiento, como una posible caída, ocupaba nuestras mentes; no en aquel día. Llegaba hasta nosotros el embriagador perfume de los sueños que el viento nos regalaba en cada fresco soplo. El sol se reflejaba en cada partícula de hierba; quizá fuera algo paradisíaco aquello. Pero es que nada más importaba en días y lugares como aquel, alejados del bullicio y de cualquier perturbación que pudiese arrastrar.

Había estado muy enfermo días atrás, pero ahora me sentía fresco como una flor pura y salvaje. Había pasado de sentir las frías manos de la muerte agarrando inexorables mi fino cuello, a notar el cálido tacto de un dios bondadoso meciéndome a través del aire. Estaba feliz por ello, y ella lo notaba y se empapaba de mi sensación. Puede que en realidad fuera un sueño, o hubiera muerto de una terrible y sudorosa fiebre, pero me daba completamente igual. Cuando se alcanzaba un nivel etéreo como aquel, todo lo demás era irrelevante, y solo importaban las pequeñas cosas que me rodeaban; además no estaba solo. ¿Cómo te sientes?, le pregunté. Liviana, fue lo único que respondió, y fue suficiente, porque lo comprendía; lo sentía, podía olerlo en los colores de aquella ladera que descendía y descendía hasta el cielo. Tenía que ser verano.

Pájaros cantaban en las alturas las alabanzas de miles de siglos de historia del universo. Vi a lo lejos, abajo del todo, en lo profundo de la ladera, una voz dulce que cantaba nuestros nombres tan estridentemente que mis oídos se quejaban por exceso de placer ante su canto. Pensé que era una estrella que nos llamaba desde lo profundo de la tierra. Tenía solo quince años, y mis mundos con facilidad se materializaban ante mis ojos. Si ella me besara tal vez despertaría de esa feliz y perturbadora irrealidad que me embriagaba, porque no podía ser otra cosa que un frustrado sueño que se me aparecía en coloridas y utópicas imágenes, distorsiones de un mundo que jamás alcanzaríamos en vida. Cuando llegamos abajo resbalé y rodé por la hierba mojada, que acariciaba mi cuerpo entumecido por el trance. Ella cayó sobre mí y sonrió de tal manera que abrasó mis pestañas cuando la miré, e hizo que mi corazón palpitara muy fuertemente, emitiendo un estruendo propio de los enfurecidos cielos de tormenta. Música venía de todas partes; de las piedras y los árboles y las nubes rojas. Nos levantamos y caminamos hasta un brillante riachuelo que emitía gases casi corpóreos que parecía que nos hablaban. Nos sentamos a contemplar su curso, agazapados entre dos rocas planas en cuyas superficies parecían estar grabadas las claves para comprender los cimientos de la civilización, los secretos de los hombres que allí se posaron en otros mundos, pero estaban en la arcaica lengua de los seres incorpóreos que nos precedieron. Quise encender un fuego para cuando llegara la oscura noche, así que la dejé allí pensando en el curso de la vida y me aventuré en un bosque cercano para buscar leña. Regresé a la hora con un buen montón de troncos en mis enclenques brazos, y eran oro, pues había combatido con osos, pumas y fantasmas para hacerme con ellos, pero alumbrarían la chispa del sol que nacería a la mañana siguiente tras las montañas, y eso era algo valioso y hermoso.

Volví al río y era plateado, y ella no estaba ya, y pensé que quizá se hubiera zambullido y fundido con él y por eso las aguas eran ahora tan bellas y puras, pero aquello no dejaba de ser incoherente para mí por mucho que lo rumiara, por lo que pensé que se habría perdido al tratar de localizarme. Tenía que encender un fuego, a poder ser de decenas de metros de altura, uno que rozara los cielos, para que ella pudiera atisbarlo desde la lejanía y lograra regresar a la calidez del hogar.

Creo que lo hice con tanta rapidez que el fuego prendió con tal fuerza que llegó a asustarme. Quizá fuera el ansia de mi corazón lo que empujara las llamas con tan sorprendente bravura. Esperé paciente, viendo el crepitar de aquellas llamas gigantescas que sería visibles a cientos de kilómetros de distancia y que, sumadas a mi desesperación, tan solo querían ascender y hacer arder las alturas. Pero no podía simplemente quedarme allí, no con la noche ya presente, densa y oscura, que me rodeaba implacable. Podía estar en cualquier parte, perdida y asustada, enfrentándose a algún mal antiguo enterrado en la memoria de los hombres, o siendo acechada por los fantasmas que se esconden de la luz del sol. Tenía que ir a buscarla, sacarla de allí, de aquel lugar exterior. Era mi realidad, era mi sueño; era mi todo, y no podía perderla.

Renuncié a todo; a la seguridad de la luz, al calor de las llamas, a la protección del hogar, y corrí tanto como me permitieron las piernas. La ladera había quedado atrás, no resplandecía ya en aquella noche eterna, y supe que solo ella podía hacer que la hierba fuera tan verde de nuevo y que los ríos fluyeran en la dirección correcta; porque solo ella tenía las claves, solo ella comprendía los antiguos grabados, y solo ella reinaba en mi mundo. Sin ella, todo carecería de sentido para siempre, y tal vez al perderse haría que yo me perdiera y solo diera tumbos en un imposible intento por regresar a la luz. Había multitud de peligros en aquella negrura, podía olerlos y percibirlos. Las ramas de los árboles torcidos me arañaban con cada paso que daba, mientras me internaba en un bosque pútrido y malvado. No había sombras allí ni luna que las proyectara, solo oscuro vacío, y tenía que ver con las manos, pues los ojos se negaban a observar lo que moraba más allá; era algo que, simplemente, no se atrevían a registrar en las retinas.

Entonces escuché un sonido, una suave voz que no supe si era un grito o un canto, pero logró que todo mi cuerpo se electrificara; una chispa recorrió mi espina dorsal e hizo que me girara, y vi que allá a lo lejos las llamas ardían más intensamente que nunca, quemando las tinieblas de su alrededor, que se transformaron en un denso flujo que adoptaba formas macabras, retrocediendo ante la bravura del fuego, alimentado por algún tipo de combustible superior. Regresé sobre mis pasos a toda velocidad, sin importar cuantos arañazos recibiera mi piel enferma o que pudiera tropezar y caer, pues sabía que ya no me perdería, y de algún modo inexplicable, sabía que era ella. Volví hasta el claro, junto al río plateado, donde ardía la hoguera que era ahora una torre que ascendía en espiral hacia la luna, una que solo brillaba allí, dando vida a aquella bendecida parcela.

Y allí lo vi todo, tan inexplicable como real. No había ya un río plateado, sino un vacío que dejaba al descubierto los tesoros que habían permanecido hundidos durante milenios. El agua había sido absorbida, y se habían abierto los caminos que conducían a las maravillas ocultas. Y ella estaba allí, esperándome, en el centro de las llamas, en el interior del fuego, rodeada, y era parte de aquella hoguera ahora, porque ella era el hogar. No era ya una chiquilla, sino una hermosísima mujer. El tiempo le había dado toda la belleza que algún día habría tenido que robarle, dotando a su rostro del aspecto propio de la inmortalidad, del colapso de los relojes, y había purificado cada centímetro de su piel. Sus ojos color avellana brillaban y ardían como toda ella, y su sonrisa aumentaba la bravura de las llamas que la contenían. Era algo superior, la reina de la luz y la diosa del fuego, y este era uno bueno que creaba, que no destruía, y al acercarme sentí la calidez de la protección eterna. Me introduje en la hoguera junto a ella, sin quemarme, y sintiendo cómo todo mi cuerpo se iba llenando de su bondad, por cada poro de mi ser, y supe que nunca más volvería a padecer enfermedad ni mal alguno, que nunca más me invadiría la tristeza, y que podríamos rodar ladera abajo cada día de nuestras vidas. Me faltaba la sabiduría de los años para poder identificar si aquello era un sueño, si era la felicidad o el amor que tantos han buscado, perdiéndose en el camino, pero fuera lo que fuera, yo lo había encontrado y nunca lo dejaría escapar, y teníamos toda la eternidad para averiguar qué era lo que nos elevaba y nos empujaba hacia arriba.

5 de octubre de 2015

Arde el Cielo


Habíamos ido a morir a aquel lugar, y allí mismo lo harían nuestros problemas y nuestras almas para poder renacer solo al día siguiente, cuando todo pecado cometido bajo la luna no fuera más que un recuerdo pesado y presente en nuestros cuerpos y nuestras mentes, y únicamente formara ya parte del inexistente pasado. Hasta entonces, durante unas horas, el futuro era aún incierto y éramos libres, capaces de volar bien alto y hacer grandes cosas. Estábamos embutidos en un espacio ajeno al mundo real en que la vida se había detenido por completo, hasta que arrancara de golpe con un nuevo despertar.

Y así era como funcionaban las cosas, en aquel lugar y aquel momento, donde todo terminaba, o quizá comenzara, sin grandes fuegos en las alturas, sin que las manecillas del reloj se detuvieran, sin ningún predicador que lo anunciara al viento. No habría ningún elemento atronador, pero sin embargo sí habría un efecto devastador; que tal vez no fuera inmediato, que quizá no brillara demasiado, pero de un modo u otro significaría un cambio tan grande que tardaría en ser asimilado. Caminos, caídas y arte, porque a eso se remontaba todo, y en aquel lugar y aquel momento nada más importaba salvo lo que se había encontrado en las miles de caídas, durante el recorrido, expresado a través del arte, a través de él y sobre él y en el caos que albergaba la búsqueda de la belleza. Ya éramos libres, y me recordé a mí mismo momentos antes de la salida, en mi habitación, cuando lo único que escuchaba era el repiqueteo de la lluvia golpeando la persiana bajada, una gota aquí y otra allá, dispersas y lejanas entre sí, cogiendo fuerza poco a poco y convirtiéndose en algo más grande, sonoro y presente en la tranquila noche. Lloraban los cielos anaranjados, envenenados por la contaminación lumínica, volviéndose opacos y resguardándonos del mortal espacio exterior, aquel que nos asfixiaría y abrasaría sin piedad si no existiera esa fina capa protectora a la que incluso asociábamos cualidades paradisíacas; esa fina capa que nos ocultaba las perlas a las que aspirábamos y que nunca alcanzaríamos.

Porque entonces, permaneciendo resguardado en esa habitación cerrada, imaginaba lo que llegaría después, el momento en que atravesaríamos la membrana y entraríamos en ese espacio nulo, de estática permanencia, en ese limbo en el que estaríamos durante horas, o durante años, o en el que viviríamos infinidad de cíclicas vidas hasta que lográramos hacer algo único, algo que solo se diera en un tiempo y un lugar, y que como un puñal atravesara todos los universos, rasgándolos, creando un camino en una dimensión inexistente que nos permitiera cruzarlos, y solo así podríamos salir por fin del círculo, hacia arriba, siempre hacía arriba –pues ya sabíamos qué moraba abajo– de forma ininterrumpida, hasta que llegáramos al cielo, y entonces nos quemáramos, o lo abrasáramos, o ardiéramos junto a él. Y en aquel lugar en que ya seríamos libres, donde habíamos ido a morir, naceríamos, y el viaje terminaría al fin.


22 de septiembre de 2015

El microcosmos de la burbuja


A veces me daba por pensar en un posible futuro, uno no demasiado complejo, que se erigía en mi mente como en el interior de una burbuja, pomposa, atractiva e inmutable. En ella hay una casa, no precisamente grande, pero sí espaciosa y abierta, con grandes ventanales a través de los cuales corre la brisa marina. Altas palmeras y arena en el exterior, una hamaca, la luna reflejada en las aguas y el océano bombeando sus latidos desde las profundidades; la brisa arrastra ese sonido, ese pulso que es música, notas celestiales llegando hasta el hogar. Todo queda atrás, todo queda lejos, nada penetra ni destruye; reina la paz absoluta. El aliento que exhalan las estrellas se esparce por la parcela cercada. Hay un hermoso escritorio en el interior de la casa que sostiene la máquina de escribir, tan pesada y poderosa, pero la mayoría de veces prefiero salir a escribir al porche, o al jardín, o en una pequeña mesa sobre la arena misma, da igual cómo se perfile el paraíso, pues paraíso es. Qué corta es la vida, pasémosla borrachos, ebrios de líquidos y ensoñaciones. Teclearía fuerte, sacándome toda la mierda del interior, purificando mi alma con cada letra impresa en el papel latiente. Ella se baña desnuda bajo la luz de la luna, y está preciosa. No es necesario nada más. 

Sí sería posible un futuro así, aunque lo afirmo encerrando la pregunta que evidentemente me formulo, porque no puedo saberlo. Lejos queda la ciudad, lejana la jungla. Me llaman los gritos de los dementes, los rugidos de las bestias, de los animales salvajes como yo; sé que allí está mi lugar, mi verdadero hogar, pero he preferido escapar antes de que mi corazón explotara. No sé qué loco se sentiría atraído y posteriormente atrapado por semejante cúmulo de toxinas y flujos de vicio y esquizofrénica locura; quizá solo uno cuyo organismo se componga de esas mismas sustancias. Todo radica en hallarse a uno mismo, y dicho fantasma tanto puede encontrarse en una gota del remoto océano que aparece en las febriles ensoñaciones, como en la barra del bar más profundo y oscuro que la ciudad subterránea esconde ante la mirada juzgadora de los ángeles caídos. 

Pero mientras pueda seguir tecleando, mientras una sola estrella brille en la noche, mientras una tímida ola consiga llegar a la orilla, mientras no se extinga la tinta con que escribimos los nuevos días, mientras se siga escuchando un solo latido en la distancia, débil como un recién nacido que llena sus pulmones de un nuevo mundo, quedará esperanza, quedará tiempo para albergar la espera. Quedará la esperanza de que alguna noche salga de las aguas y me abrace, juntando nuestras pieles cansadas, ardientes y empapadas. Esperaré que me acerque a su pecho y me arrope. Siempre ronda, siempre permanece, pero a veces despierto y abro los ojos y veo que no está junto a mí sino que sigue en las aguas, aunque mantengo la esperanza de que algún día se dé la vuelta y mire hacia la orilla, se crucen nuestras miradas y pueda escuchar mis palabras; entonces le diría: solo te pido que vengas pronto, que no te demores demasiado. Solo te pido que llegues antes de que apure el último cigarrillo, antes de que el último chupito rasgue mi garganta, antes de que escriba el punto y final de nuestra saga. Hasta entonces seguiré respirando, no pereceré, lo prometo. Seguiré vagando por este extraño y laberíntico lugar que llamamos mundo. Sé que podrás encontrarme cuando sea necesario. Solo te pido que llegues y me lleves contigo, antes de que sea demasiado tarde, antes de que me pierda para siempre, antes de que me queme con el último cigarrillo y me ahogue con el último trago; antes de que el abismo me absorba para llevarme al infierno. 

Después estalla la burbuja y escucho de nuevo el tráfico, las alcantarillas, la música de los pubs, los tacones de las prostitutas en los polígonos industriales, con las humeantes chimeneas de fondo, la industria de nuestro mundo. Vuelvo a escuchar los rugidos, palpitan las heridas, sangran las almas. Estoy en casa, pero no pierdo de vista el microcosmos que encierra la burbuja sobre mi cabeza, pues algún día encontraré una escalera y la alcanzaré, y podré dedicarme a esperar y a seguir viviendo mientras tanto.




16 de septiembre de 2015

Eres olvido


Son un mismo peso, esa multitud de fantasmas que te persiguen. Únelos, fúndelos, háblales de tú a tú, como uno solo, porque al final es lo que son: una sola sombra, débil y decrépita, que tú mismo arrastras al olvido. Háblale de tú a tú, es un conocido, un antiguo amigo; un antiguo amante. Háblale tal que así:

“Eres el crepitar de nuestra última carta ardiendo en la hoguera.
Eres las cenizas que quedaron bajo la chimenea.
Eres la lágrima que cae sobre el parqué, 
y que ruge como un relámpago en el vacío.
Eres la última calada que di, 
antes de aplastar el cáncer contra el suelo baldío.
Eres el último y ardiente trago de whisky que bebí,
 antes de arrojar la botella sin mensaje a un mar impío.
Eres la máscara quebrada que revela a la princesa,
una enferma, que es musa y medusa.
Eres la sirena que mentía, 
que engañaba desde el paraíso perdido entre sus piernas.
Eres el último baile, 
la pícara sonrisa, 
la mirada hechizante, 
el tacto de los dedos entrelazados,
 y el fugaz y ansiado beso de despedida.
Eres la ambrosía de las almas errantes y hambrientas; 
de la mía, cuando de comerte vivía.
Eres el monstruo al final del camino en mis sueños,
 y las alas que me llevaron lejos de él; a tus brazos.
Eres el fuego en mi más fría noche, 
la lumbre del hogar que me rechazó.
Eres la suciedad que quedó en mí,
el polvo en la cama cuando marchó tu recuerdo.
Eres el libro que leí mil veces, 
hasta perderme entre sus líneas;
 hasta que perdió el significado.
Eres la nota de recordatorio, 
la que se escurrió,
 y desapareció en la alcantarilla.
Eres la reminiscencia de una llama ya extinta.
Eres otra esencia más, pero ya no como la mía, sino distinta".

Pero ya no eres más; ya fuiste. Fuiste todo lo último, y a pesar de la importancia de los finales, son los principios los que me enganchan, los besos de bienvenida, la magia que flota en el aire tras los primeros revolcones, tras las primeras miradas y las primeras palabras, cargadas de miedo y veracidad, de riesgo y aventura, de electricidad humana. Y todo ha pasado ya, porque ahora eres olvido, y tantas cosas golpean mi mente, diariamente, a cada segundo, que barren los recuerdos rotos a la nada, y allí flotan y vagan sin poder atarme de nuevo.”

Llama a ese fantasma olvido, anulando su esencia, y ya nunca más volverá. 

10 de septiembre de 2015

La estrella del marinero

Las olas rompían en la orilla, una a una y a miles, cientos de miles. Destellaban los rayos de un sol que moría lentamente en el horizonte, allá en lo eterno, y esas aguas absorbían cada última partícula de su ser inmortal. Todo se tornaba más sombrío por momentos; cada segundo que transcurría intensificaba la oscuridad que se iba adueñando de todo, amasando los fieros pensamientos que eran dueños de mi razón, hasta que con el próximo amanecer regresaran al igual que nacería un nuevo día; emergerían como los pétalos de una tóxica flor germinan para producir un veneno capaz de entumecer al más bravo corazón. Siempre volvían, se reintegraban en mi cerebro, imperecederas, imbatibles fuera cual fuera el intento por abatirlas. Pero sí, había comprobado que la oscura calma de una playa vacía e interminable conseguía llevarlas a lo profundo durante unas horas en que todo mi ser podía descansar, en que volvía a capitanear mi propia vida; después, cuando de nuevo llamaban a la puerta, me perdía en la inmensidad de las posibilidades, y me sentía como un marinero a merced de un mortal oleaje en alta mar, dejando mi destino en manos del azar o de algún dios cruel. 

Ya apenas dormía, para poder gozar del blanco y negro de la luna y de la noche, para no pensar que alguien me odiaba y se reía de mí en las alturas con amarga impunidad.

Caminaba con los pies desnudos sobre la fría y húmeda arena en dirección a ninguna parte, tratando de hallar una salida, una respuesta a la desesperación. Temía a las primeras luces del alba, sabiendo que sus colores podrían abrasarme y que pintarían el cielo y las aguas de ese intenso azul que me era dolorosamente insoportable al recordarme a sus ojos y a su hipnotizante mirada. Pensé en escribirle, pero al pronto llegué a la conclusión de que si redactara una carta veraz derramando sobre ella todas las lágrimas que contenían toda mi angustia, mi impaciencia y mis imperantes necesidades de volver a verla, de acariciar su lisa piel, de volver a besar sus suaves labios… si la escribiera, la insertara en una botella y la arrojara al mar con toda la furia de mi espíritu, antes daría la vuelta al mundo y regresaría a mí para destrozarme con el hallazgo de la amarga verdad, que llegaría a sus manos para hacerla sabedora de mis más recónditos y abismales pesares.

Tarde o temprano volvería el amanecer para arrastrarme como hacía siempre, hasta el día en que ese sentimiento se extinguiera en mí, con la posibilidad de llevarse mi vitalidad por delante. Era todo su ser y toda su energía, pero esa mirada… conseguía que me ardieran las entrañas tan solo con mirarla a los ojos y percibir en ellos a aquella frágil y hermosa criatura. Esos ojos de un azul intenso, con tintes verdes en el centro, eran los más bonitos que había visto jamás, simplemente espectaculares e hipnóticos; pero no solo era el radiante color, sino la mirada en conjunto la que poseía la auténtica magia; la forma de sus ojos, sus pestañas, la forma que tenía de mirar… era un todo coronado por esos soles del color del mar y el océano cuando se funden, rematado por el verde brillo de un místico paraíso perdido en el horizonte. Esa mirada me capturaba al instante, me ataba a ella, y yo sentía que podría pasar horas observándola, sumergido en ella, y que podría perderme en su infinidad y jamás emerger con tan asombrosa facilidad que me asustaba. Era terroríficamente hermosa y embaucadora, todo pura inocencia y ternura, cariño en ella, bondad desmedida. Si algunos dejaban entrever su alma, todo un mundo en sus ojos, entonces ella encerraba allí el universo entero, y podía paralizarte el simple hecho de asomarte. Enormes ventanas a un ignoto cosmos, invitaciones que me decían “ven y asómate a mi alma y aventúrate a desentrañar los dulces misterios que encierra”. Brillaba como oro fundido; y me quemaba con su ausencia. Tal sentimiento, o la carencia de él, el poder recordar con dolorosa claridad la sensación de que esas estrellas se posen sobre mí con todo el peso y sentido que representan, es lo que muy fácilmente puede acabar con la vida de un hombre.

Es la pérdida lo que más duele, con la sensación de que cientos de caminos posibles han sido arrancados de cuajo de la tierra que débilmente y con cariño los sostenía y los mantenía con vida. Y era duro pensar que los días se reiniciaban y habría miles de amaneceres más hasta el apagón final, pero guardaba la esperanza de que algún día algo surgiera de las aguas, algo que podría cambiarlo todo, y esa débil llama era suficiente para hacerme seguir adelante, en pos del sol y las estrellas, hasta averiguar a dónde me llevarían mis pasos, los que dejarían un rastro en la arena mostrando todo lo andado y vivido; un pasado que habría dejado huella mientras buscaba un futuro que me era incierto. Quizá algún día el amanecer sería de otro color; quizá solo el mar tuviera la respuesta. O quizá, solo quizá, estuviera dentro de mí, en mi cabeza, impresa en mis entrañas. Me convertiría en un marinero errante, en busca de respuesta, en busca de tierra firme; uno sin embarcación que esperaba la caída de una estrella fugaz que trajera consigo la respuesta. Pero algún día volvería, algún día la vería brillar en el firmamento; estaba seguro.