29 de diciembre de 2015

Echando la vista atrás


Llega de nuevo un momento del año en que, como de costumbre y como reza el título de esta entrada, todos solemos echar la vista atrás para ver qué ha acontecido a lo largo del año. Quizá otro título válido podría ser A nuestras espaldas, pero dicho encabezamiento albergaría un sentido un tanto distinto. Echar la vista atrás implica el recuerdo, el tener en mente todo lo que ha sucedido, ya sea para bien o para mal, pero de algún modo teniéndolo presente. Sin embargo, cuando algo queda a nuestras espaldas, es porque seguimos adelante pase lo que pase, que no está nada mal, pero sin contemplar tanto el pasado, sin pensar tanto en él; sin aprender tanto de lo ocurrido. Es por ello que he optado por el primer título, porque soy de esas personas que siguen teniendo presente todo lo que han hecho –como contraposición se da la espalda en la fotografía, así que cada uno que escoja su propio título para su propia experiencia–, para tratar de sacar una lección en claro de todo, de lo bueno y especialmente de lo malo, porque es ahí, donde fallamos, donde radican las mejores y mayores lecciones de vida.

El tiempo ha volado otra vez, como suele hacer, y se nos ha escapado de las manos. Nos ha dejado algunas cicatrices y nos ha aportado un poquito más de experiencia, esa tan valiosa y tan cara. Por ello, por todo lo obtenido, quiero dar gracias a todas y cada una de las personas que han estado conmigo este año. Las que han estado y me han sacado sonrisas, las que me han hecho llorar al encadenar una carcajada tras otra y hacer que olvidara todos mis miedos, al menos durante unos minutos, pues esa sensación es de las que más aprecio en esta vida. Algo que he aprendido es a mantener a raya el odio, a mantenerlo tan oculto que casi parece haberse desvanecido del todo, y es por ello que doy sobretodo las gracias a aquellos que estuvieron y ya se fueron, quizá durante una temporada o quizá para siempre; a aquellos que me hirieron, mil gracias, porque son al final los que más me han enseñado; porque a todos nos pasa lo mismo, no tropezamos dos veces con la misma piedra, y en el caso de que lo hagamos, sabemos que será la última, porque no habrá una tercera.

Si tuviera que describir estos meses que han quedado atrás, posiblemente los definiría como un frenético viaje en una montaña rusa, con los ojos vendados, recién levantado y no siendo completamente dueño de mis facultades físicas y mentales ­–esto último que cada uno lo tome como quiera–, y por todo eso, ha sido un año grande e increíble, tanto en lo bueno como en lo malo, en toda la gama de posibilidades que ofrece tal adjetivo. Creo que ha sido el período en que más he crecido y más he aprendido y conocido, y como ya escribí una vez, al ocurrirte algo semejante, descubres que cuanto más aprendes, más desconoces –tal vez sea la gran paradoja de la vida–, y por ello me ha quedado un regusto de mayor aprendizaje, unas ansias aún mayores de derribar barreras e ir más allá para seguir explorando y conociendo, a todos los niveles, por lo que sí –y con esto me refiero, aparte de a mí mismo, a mucha más gente a la que conozco y aprecio enormemente–, volveremos un año más para seguir golpeando fuerte y subiendo.

No me haré ningún propósito de año nuevo, es más, creo que nunca lo he hecho, y no porque no sea una persona de las que no se engaña a sí misma, de hecho lo hago constantemente, pero sé que si me prometo algo no lo haré, así que únicamente me dedicaré a seguir tranquilamente por mi camino, aquel que sigo descubriendo y en parte buscando día a día, y si he de prometer algo será en el mismo momento de hacerlo, y ante quien tales palabras cobren un significado relevante.

También creo que en esta vida todo tiende, al final, a volver a un equilibrio originario; no siempre, claro está, pero sí suele suceder así por lo que la experiencia me ha demostrado. Y sobretodo sé que, tal y como dicen, lo que fácil viene fácil se va. Por ello sé que este año gané muchísimo, de forma extremadamente rápida, tanto como para dejarme en shock y no poder controlar más de una situación, y por ende, he perdido también mucho, puede que demasiado, pero cada ganancia que se me ha ido ha dejado una bonita cicatriz en forma de aprendizaje, y esas marcas valen su peso en oro. Por ello puedo decir que al final sí he ganado, ya sea en experiencia o experiencias, que no es lo mismo. Así que seguiremos ganando, como hemos venido haciendo desde hace mucho tiempo, porque jamás nos concibieron ni educaron para la rendición.

24 de diciembre de 2015

A la carretera


Es algo que pasea a nuestro alrededor, que se mete dentro de muchos a los que conozco, por cada poro de la piel, quizá también en mí mismo; casi lo respiramos.

Es un sentimiento, un ansia, que fácilmente puede verse también como una forma de vida, un estilo y una manera de vivirla, cada uno a su modo, pero todos al unísono, escuchándonos en la distancia que nos separa. Y muchos han hecho referencia a ello, lo han dicho y predicado, carretera y manta, y adiós muy buenas. Tal vez se diga porque se quiere huir, de alguien, de algo; de un pasado quebrado, de un posible futuro vacío, de un presente asfixiante. Veo diariamente esas ansias de liberación, de perderse, en los ojos de decenas de personas. Se sienten atrapados, viviendo sus cíclicas rutinas carentes de sentido o realización personal, sin vías de escape ni puntos de fuga; todo plano y sin relieve ni textura alguna.

Escucho demasiado cómo esas gentes aborrecen la presión que el mundo ejerce sobre ello, las obligaciones que permiten la manutención y la supervivencia, que los atrapan, una sociedad que oprime sus corazones y que de ningún modo les da lo que reclaman, lo que por derecho les pertenece. Solo quieren salir pitando, hacer una maleta con lo primero que encuentren en el armario y fugarse, ser capaces de olvidar todo aquello que les ata a ese odioso presente para comenzar a pintar un nuevo y difuso futuro, uno completamente incierto. Pero es atractivo, eso de irse, eso de caminar hacia lugares desconocidos en busca de recónditas aventuras, llamarlas, hacerlas salir de cualquier parte, de allá donde hayan estado escondidas toda su vida. Viajar, perderse por un sinfín de ciudades y países, cambiar de aires, hacer cosas nuevas cada día, salir a la calle cuando una lluvia torrencial moje el pavimento nocturno de alguna hermosa urbe, ver cómo actúan las otras gentes del mundo, camuflarse entre ellas, salir difuminado en la fotografía en blanco y negro de algún fotógrafo que busque captar la espontaneidad, y que los inmortalice allí, en aquel lugar, mientras realizaba su sueño.

Creo que al final todos encontramos el camino, nazca donde nazca y termine donde termine, la cuestión es atreverse a dar el primer paso, poseer la fuerza y determinación necesarias para dar los siguientes cien, y luego dejarse llevar durante miles y miles de pasos más sin saber dónde terminará uno, pero teniendo el corazón tranquilo al saber que fue en busca de la liberación y lo consiguió, y de que arriesgo para luchar contra unas cadenas que, cuando eche la vista atrás, verá oxidadas desde hace mucho.

Quizá sean las ansias de aventuras, el inconformismo presente en muchos miembros de la sociedad actual, la rebelión, la necesidad de novedades y la negación ante los nubarrones grises que hacen retorcerse los días sobre uno mismo, si se descuida. Puede que sea lo que uno de ellos, todavía aprisionado, bautizó sobre confusas páginas como Hiperdecadencia en las generaciones actuales, algo muy presente, demasiado, y que quizá podría ser el término que los acuñara a todos ellos antes de que una voz surja y l(n)os libere.

Un viaje cualquiera, unos días para tomar aire, un respiro para sentir el frío en los pulmones, y para espabilar a los cuerpos cansados. Cada uno se lanzará a la carretera de un modo u otro, pero a todos nos llama, y todos nos iremos. Queda la cuestión de qué es más interesante, si el irse o el volver; regresar para ver cómo ha cambiado todo, estando ya sanados espiritualmente, con las ansias saciadas, y para decidir si nos volveremos a ir de nuevo, pero lo que es seguro es que nos encontraremos, por ahí, en cualquier esquina o cafetería, en cualquier camino polvoriento que atraviese las montañas; nos encontraremos por ahí, pululando por nuestro pequeño mundo.

Es una lucha que nos acontece a estas generaciones, una por la liberación interior y personal, harto ardua y complicada, pero cuando lo que nos sobran son los sueños y cuando estamos rodeados de hombros en los que apoyarnos y manos que se nos tienden para ayudarnos a subir el próximo peldaño, en verdad solo lo insignificante nos separa de las alturas. 

9 de diciembre de 2015

La habitación cerrada


La habitación estaba desierta, nada respiraba en su interior, ni lo había hecho en mucho tiempo, tal vez demasiado; pero el tiempo ya no era lo que fue en días pasados, y ahora era difícil de medir, pues parecía estirarse, colapsarse, y después alargarse de nuevo de forma inconmensurable.

Aquel cubículo, ¿por cuánto tiempo habría estado cerrado? Y lógicamente, todo seguía igual, nada había mutado a algo mejor. Ya no era capaz de recordar cuál había sido la última vez que alguien había entrado y perturbado su calma; era como un vasto océano congelado y encerrado entre las diminutas cavidades de una lágrima que cayó hacía mucho; pero aún no había impactado en el fondo y las mareas seguían inmóviles. No recordaba, al fin y al cabo, cuándo la había abandonado.

Y ahora abría la puerta y una ola de silencio golpeaba fuertemente. No había reflejo en el espejo, a saber qué realidad y qué tiempo devolvía desde el otro lado. Pero en apariencia, todo permanecía en su sitio, todo igual que antes. Había pequeñas partículas de ceniza esparcidas por el escritorio, quizá de los cigarrillos, quizá de las almas. Faltaba en el ambiente la oxidada luz extinta de un flexo cuya bombilla estalló en otro tiempo. Había algunas hojas con extraños garabatos; tal vez simbolizaban el final de muchas historias, y los inicios fallidos de tantas otras. Algunos dibujos, los mejor trazados, pertenecerían al esbozo de los sueños inalcanzables, casi olvidados, que seguían anclados a la mesa. Un par de ellos estaban incluso coloreados con tizas diversas, y un solo soplido, un suspiro, un leve estornudo en las cercanías, bastaría para barrer sus pesadas y volátiles moléculas y volverlos de blanco y negro, como lo fueron un día, arrebatándoles el color.

Había también un pequeño reloj detenido, no podía ser de otro modo, redondo como el mundo y de recorrido cíclico como la vida, cuyas tres agujas apuntaban, claro está, a una noche, un lugar y a un sueño, todos ellos olvidados.

En la estantería montones de libros, cerrados y terminados en su totalidad, y botellas, algunas vacías, otras llenas y bloqueadas, repletas de un brillante líquido verde, palpitante; el más peligroso de todos. No había polvo en las superficies, ni en la de las maderas que tapiaban la única ventana, ojo del mundo; era asombroso, un colapso.

Todo tendría que volver a moverse. La puerta se cerró y ya había alguien dentro, de nuevo. El reloj debería volver a funcionar y a permitir la existencia de nuevos momentos, para que se terminaran los garabatos de las hojas petrificadas. El cristal debía volver a vibrar, a crujir si fuese necesario, y el polvo caería de los cielos que fueron abrasados. Debía volver la luz a aquel oscuro cubículo, debía pasar a través de la ventana cuyas tablas serían arrancadas por el martillo, y solo así volverían las olas al estallar la lágrima que las aprisionaba, cuando el ciclo fluyera otra vez.

Ahora solo se podía andar a tientas, con ojos vendados por la inexistencia de luz y calor, y solo podía verse mediante los recuerdos del abandono, del exilio. Tocó a ciegas la mesa, la silla, y donde debía haber un vacío palpó algo vivo, que palpitaba. La botella verde se iba vaciando, y al arrancar las tablas la ventana se abrió de golpe y el viento ordenó los elementos en el tiempo y el espacio. La habitación cerrada se abría, a las posibilidades, al futuro. La habitación cerrada volvía a la vida.