24 de febrero de 2016

Reseña de 'Tokio Blues (Norwegian Wood)' de Haruki Murakami


Esta ha sido una obra muy comentada, y aun así parece que no le pesa el tiempo. La novela, publicada en 1987, catapultó a su autor, el reconocido Haruki Murakami, a una fama que a día de hoy no ha abandonado, sino que ha ido creciendo y manteniendo su status. Es quizá su obra más conocida, más famosa, y si no la mejor, una de las mejores sin duda.

Muchos sabrán ya cuál es el personal estilo que caracteriza a Murakami, pues tal y como ya comentamos en la reseña de su título más reciente, ‘Hombres sin Mujeres’, su prosa goza de una belleza y sensibilidad, a la par que simpleza y profundidad, por dispares que parezcan ambos términos, que le ha valido un reconocimiento muy notable entre la crítica literaria y entre un público muy amplio, lo que le convierte a la vez en un autor comercial y auténtico, algo nada fácil de alcanzar. Es el ejemplo de que grandes ventas y buena literatura pueden ir unidas de la mano. Constantemente se alaba su estilo, su prosa, así como sus historias y su gracia para narrarlas, y ha sido considerado para el Premio Nobel de Literatura en 2010, 2011, 2012, 2013, 2014 y 2015, y aunque por el momento no haya logrado alzarse con el premio, son datos impresionantes.

Tokio Blues es una historia de crecimiento, de aprendizaje, de nostálgica pérdida, de amor, y del descubrimiento de la sexualidad y de las implicaciones que tiene en la vida. Y éstos últimos términos se verán fuertemente marcados a lo largo de toda la historia, un gran flashback que el protagonista, Toru Watanabe, recuerda años después al escuchar en un aeropuerto la canción de los Beatles “Norwegian Wood (This Bird Has Flown)”, que sirve de subtítulo a la novela. Hay una frase que da un gran sentido a la trama, y es la imposibilidad de separar vida y muerte, o al menos de tenerlos como conceptos opuestos, totalmente separados, pues tal y como se dice en las líneas de Tokio Blues, ambas van unidas, no existe una sin la otra, y sin la muerte, la vida carece de sentido. Es algo inesquivable, imposible de considerar por separado, y es por ello que los protagonistas, por duro que suene, viven sus vidas constantemente rodeados por el sentimiento de la muerte, teniéndola bien presente. En el caso de esta historia, se materializará a través del suicido que cometerán personajes muy cercanos a los protagonistas, y cuyas consecuencias arraigarán profundamente en las emociones de los mismos y los marcarán de por vida.

La narración es sencilla, poética, y sin ser prosa poética, logra hacernos ver la poesía sutil y hermosa que esconde Murakami detrás de cada línea, de cada frase y de cada palabra. Encadena las letras de forma potente y lapidaria, de forma que penetran en el lector y echan raíces en su alma sin que llegue a darse cuenta; hasta que es demasiado tarde, y uno ya siente la historia como los propios protagonistas.

El sexo, descrito de forma realista y hermosa, pero sin entrar en detalles demasiado explícitos, huyendo siempre de la visceralidad, de lo crudo y lo soez, será la metáfora que emplearán los protagonistas para experimentar su crecimiento personal y vital, será el acto físico que les ayudará a consolarse mutuamente, a barrer la tristeza que los posee, o a hacer más llevadera una existencia gris marcada por la muerte, empleando el amor y su representación física como un propulsor, como un catalizador para elevarse y para trascender las barreras de la mortalidad.

Es todo melancolía y nostalgia, pero no por ello no tienen cabeza la sutileza y la belleza de la inocencia. El protagonista experimentará este crecimiento cimentándolo principalmente en dos personajes, las dos mujeres sobre las que girarán su vida y sus dudas existenciales; Naoko y Midori, opuestas y complementarias. Una le aportara la delicadeza y la nostalgia ya nombradas, la profundidad, la compañía frente al abatimiento producido por la pérdida –una que ambos comparten durante años–, y la otra le mostrará la fuerza de la energía, la alegría y las ansias de vivir, el alocamiento propio de la adolescencia y la diversión pura que solo se entiende desde la simpleza, desde la inocencia, una que carece todavía del dolor que aportan las experiencias de la vida venidas con la edad.

La novela no deja a nadie indiferente, pues se hace llevadera, logra una gran inmersión por parte del lector y golpea fuerte y con suavidad, algo que solo se entiende al leerla, y cada lector podrá ver reflejadas en las líneas partes de sí mismo, pues aun sin haber similitudes con los trágicos sucesos que nos son narrados, todos hallarán las claves de la vida que, en menor o mayor medida, a todos nos son mostradas con el tiempo; posee unos retazos de realidad que serán ineludibles, y es por ello que la obra no pasa de moda; es más, cada día encuentro a más gente que la ha leído recientemente, que habla de ella, o que actualmente la tiene sobre la mesita de noche, esperando a retomar la lectura. 

17 de febrero de 2016

Hablemos de lo que quieras, pero hablemos


Encontré una carta arrugada, muy maltratada, y leerla fue como asomarme a un mar tormentoso desde un acantilado en una noche sin luna, sin saber dónde había amarrado la barca que me llevó a ese lugar perdido.

No podía recordar si la había escrito yo o era una ventana a la vida de otro, y en caso de haber salido de mi pluma, no recordaba ni el dónde ni el cuándo, o si era una vieja materialización de un sueño olvidado, pero al leer esas líneas todo se me volvía difuso y confuso, el mundo se ponía del revés y nada tenía sentido. Tal vez fuera por reconocer en cada palabra una minúscula parte de un yo que había sido aniquilado hacía mucho, tanto por el tiempo como por las propias acciones.

“Desearía abrazarte, besarte, estrujarte contra mi cuerpo para que me dieras calor, para que hiciéramos arder el frío que nos rodea, pero sé que es difícil, quizá imposible. Creo que ahora pertenecemos ya a mundos distintos, por mi culpa, mis prisas y mi pronta bravura. Nos hemos evadido, nos hemos perdido del mundo, enajenados, valientes, bellos en nuestros actos inocentes. Nos dejamos llevar hace tiempo, y acabamos escondidos el uno del otro, destinos distintos, alejados por el viento aun queriendo vestirnos cada uno con la piel del otro, para abrigarnos, para animarnos a ser más de lo que fuimos. Podríamos controlar el tiempo, para cambiarlo todo, a nosotros mismos, que somos los que erramos, no nuestros corazones, que siempre fueron sinceros, que siempre fueron el final veredicto.”

Tales líneas me taladraban la cabeza como bombas nucleares desatando su energía en mi mente. Suerte que el resto del texto era casi ilegible, y no traté de hacerlo, porque no quería perecer en el intento de comprender algo que quizá todavía no –nunca– había ocurrido.

Las emociones surgidas de la lectura me remitieron automáticamente a unas líneas de Hesse “¿Son todo lo que me queda este sueño y esta nostalgia, son el eco del antiguo amor o el presentimiento de otro amor cercano, aún posible?”. Ya ni siquiera sabía si había posibles, si tal palabra tenía todavía cierto significado cuando se imprimía en mi escabroso camino.

Constantemente me hablan todos de futuros, de caminos, de errores y pasiones, de oportunidades y de un pasado que hiere como el primer día. Escucho y aconsejo desde mi infinita estupidez, pero mil preguntas asaltan mi mente, mil y una que son formuladas a estas personas para crear una reciprocidad que pueda conducirnos, a cada uno de nosotros, a un lugar mejor del que provenimos. Y todas esas preguntas que lanzo al aire no tratan de una sola persona, de un solo futuro, sino de todos ellos y ellas a la vez, simultáneamente, y se esparcen y son llevadas por el viento, solo esperando que alguna de ellas regrese con algo certero a lo que aferrarme.

No sé si alguien comprenderá una maldita palabra de estas líneas, o si divagarán acerca del contenido, imaginando otros significados, o si directamente darán en el clavo. ¿Cuál es el significado de la vida? Esta es una de mis cuestiones favoritas, porque por mucho que la pregunte –y me la pregunten– no logro/logramos hallar una respuesta certera, y quizá ahí radique la mayor de las gracias divinas y naturales.

La indecisión nos corroe a muchos de nosotros, aunque por suerte no siempre, y no sé si lo correcto será arriesgar siempre, pero me pregunto, ¿Cuántas espinas más pueden ser clavadas en nuestros jóvenes y ya cansados cuerpos? Dudo que haya un espacio infinito para tantas, por lo que ya tenemos una respuesta, que no tiene porque traer siempre la mejor de las consecuencias.

Podemos hablar de amor, de lujuria, de sexo, de escritura, de líneas borradas por el tiempo, de las encrucijadas de Hesse y de los caminos que se nos abren y se nos cierran, podemos hablar de lo que quieras, mientras la música acompañe y el ambiente sea cálido y amable, pero cuando llegue el frío, el verdadero frío, no nos quedará otra que salir a la calle y buscarnos la vida, aquí o en cualquier lugar. Creo que al final lo más importante es no perderse –involuntariamente– y en el caso de hacerlo, saber regresar a tiempo. Y también que no se nos escape ese corredor tan veloz que nos empuja a todos hacia el final, porque es amargo no darse cuenta de las cosas cuando están sucediendo, potentes y emocionantes a cada momento, y saber que cada vez que exhalas un suspiro puede que haya otra persona dispuesta y preparada para acogerlo y convertirlo en un grito, en un llanto de alegría, en una promesa irrompible.

Aunque haga un frío de cojones y próximamente llegue un calor abrasante junto a vientos primaverales que pretendan hacernos volar y estremecer, veremos erigirse enormes y luminosas tormentas que podrán poner todo patas arriba, y quizá sea lo mejor, tal vez sea lo que desearían muchos a los que conozco, pero es complicado prever la zona exacta del impacto de un rayo, por mucho que deseemos iluminar cierto camino obstruido por obstáculos, por muros de espinas tan duras como el acero, en apariencia irrompibles.

Llegará un día en que yo, y todos nosotros, nos cansaremos de esperar imposibles y de perseguirlos, porque los trenes de alta velocidad pasan tan rápido que solo disponemos de un único y vertiginoso salto para dar el acierto de nuestras vidas. Sí, llegará un día en que nos detendremos a explorar cada minúsculo detalle de las oportunidades diarias, y quizá y por suerte ya lo estemos haciendo, pero aun así, por el momento, seguimos esperando una vibración sobre la mesita de noche en pleno sueño, una alerta que nos saque de un timbrazo de un camino y nos arroje a otro. Seguimos esperando esa señal, esa voz, esa frase que lo cambie todo, esa conversación, ese paseo y ese primer polvo sideral.

Hace poco hablábamos de modas jodidas; el ser estúpido también es una de ellas, así que aprovecha y si sientes curiosidad da el timbrazo de una vez, avisa, despierta, llama y sacude, atrévete. Esa frase de “házmelo saber y acudiré” puede albergar muchos significados; que cada uno busque el suyo, que se lo tatué y que lo lleve al cielo. Házmelo saber mientras todavía respire, mientras todavía existan el tiempo y las posibilidades. Y hablemos y hagamos el amor, con el cuerpo o las palabras, pero hablemos. 

3 de febrero de 2016

Una moda jodida


Es extraño esto de las modas, da igual lo que duren, a qué vertiente hagan referencia, o sobre qué se posen, pero el caso es muchas veces, esperándolas o no, nos sorprenden. Hace nada leo en un artículo que a una película que, quizá no sea una obra maestra, pero que se acerca a la obra de arte, se la mete en la categoría de cine viagra, un simple insulto vacío y carente de significado y pruebas que sostengan el argumento –pruebas reales claro, inventadas puede haber hasta la saciedad. Pero bueno, de esto ya me he quejado en otro lado –que se hará público la próxima semana–; a veces es difícil contenerse.

A todo esto se suma ahora una extraña moda; la de estar jodido. Sí, estar jodido, ya sea por el trabajo, o por no encontrarlo, por perseguir a la tía/tío equivocado/a, o por encontrar de repente un hueco interior que no es otra cosa que un vacío existencial; esto en personas que nunca han tenido uno, ya fuera por madurez, por edad, o por no pararse a pensar nunca en algo que distara más allá de su campo de visión (o a dos palmos de sus narices). Es curioso y gracioso. Bienvenidos al mundo, bienvenidos a la vida.

Puede que todos nosotros seamos otra generación perdida, ahora posmoderna y en un mundo superpoblado, de gente, competitividad, oferta y demanda. Y no es cuestión de refunfuñar, de buscar respuestas en el fondo de la botella (ahí no hay nada, salvo el culo de la botella, el culo del mundo), ni de realizar montajes hollywoodienses en una mente que ve todo a través de un prima paranoico, uno que le hace ver que todo ser viviente está en su contra y por ende que respira por él/ella. Aquí cada uno respira por y para sí mismo, que no es poco.

Quien se dé de bruces por primera vez con esa negrura interior solo encuentra algo que otros muchos ya hemos paladeado y superado, y cuando vienen más se vuelven a superar, son los baches de la existencia, simple y llanamente. A quienes no, a esos afortunados, enhorabuena, solo espero que esas reflexiones no lleguen al final y acaben como los protagonistas de La Juventud.

La paciencia, e incluso el pasotismo, el tomarse la vida con más calma y relajación, pueden ser armas muy poderosas. Hay quien revienta a la mínima, hay quien lo hace cuando una mísera gota colma un vaso enorme de mierda y salpica a todo dios. Yo creo que cuanto menos lata el corazón por gilipolleces, más viviremos, porque las hayamos padecido o no (espero que no, nadie), solo con pensar en desgracias ajenas, problemas de verdad, uno se da cuenta de que los mayores problemas de las vidas cotidianas de la gran mayoría son simplemente eso, estupideces.

Porque al final pesa mucho más una sonrisa que una lágrima (a no ser que sea de felicidad; entonces su valor y peso son infinitos), y es mucho más hermosa y trascendente, y simple y perfecta. Dediquémonos a sonreír más y a poner menos caras de mala hostia, y sobre todo, aquellos días en que no logramos encontrarle el sentido a la vida, tan solo compartamos tal sentimiento con la persona que esté a nuestro lado, porque si tampoco lo hace ya seremos dos, y así el veneno se diluye más fácilmente, pero más que por eso, porque quizá pueda darnos esa palmadita en la espalda, pueda dedicarnos esa sonrisa que nos empujará en la dirección correcta, en la de la respuesta, y tal vez mañana sea uno mismo quien ayude a un igual a hacer lo mismo.

En fin, que menos modas negras, absurdas e insultantes, y más fijarse en la belleza que existe en la cotidianidad –sí, hay más en lo espontaneo, lo extraordinario e incluso en lo caótico, pero también en el día a día–, que aunque esté algo escondida, si uno sabe mirar, la ve con claridad. 

1 de febrero de 2016

En un mundo que se muere (Reseña La Carretera, de Cormac McCarthy)


Que la prosa de Cormac McCarthy es magistral no es ninguna novedad. Un autor envuelto en leyenda, alabado tanto por la crítica como por un sinfín de escritores. El nivel de detalle, la poesía que desprende, el riquísimo léxico que emplea para dar forma a sus hermosas y terribles historias, sus mejores bazas. Considerado uno de los escritores norteamericanos contemporáneos más importantes e influyentes.

Con La Carretera se ganó el Pulitzer en 2006, año de su publicación, y no es para menos. Una historia corta, condensada, pero no exenta de la calidad literaria que desprende McCarthy en toda su obra. Dentro del dramatismo habitual con que dota a sus narraciones, ésta sea quizá la que más despunte. En un mundo acabado, que se muere día a día, donde el sol ya apenas acompaña a los escasos supervivientes de una catástrofe acontecida años atrás, el amor de un padre por su hijo que viajan hacia el sur es lo único que tiene sentido y que trasciende a las continuas penurias, a un frío implacable, a una hambruna atroz y a la primacía de los peores y más animales instintos de los hombres.

Tal vez en su destrucción sería posible ver cómo estaba hecho el mundo. Océanos, montañas. El fatigoso contraespectáculo de las cosas dejando de existir. La extensa tierra baldía, hidrópica y fríamente secular. El silencio.

Si hay dos cosas destacables en esta obra serían, a mi entender, la ya habitual magnifica descripción de escenarios, de acciones, el estilo personal del escritor, la manera que tiene de calarte hasta el alma, como dominándote poco a poco, página a página, con susurros líricos que te hielan la sangre y que te dejan una profunda huella. Y por otro lado, la mayor baza del libro es la relación entre los dos personajes protagonistas, las conversaciones que mantienen, donde se palpa la ambivalencia de ambos, unidos y contrarios, la sabiduría contra la inocencia, la dura experiencia adquirida y las cicatrices en el espíritu de uno, la implacable justicia y la visión objetiva de un planeta que rechaza la vida de sus escasos habitantes, contra la bondad y la inocencia en estado puro, contra la mente de un niño que pesadilla tras pesadilla aprende que los cuentos felices no tienen ya cabida en su mundo, que todos los recuerdos del padre, todo aquello cotidiano que caracterizaba la vida de millones de personas, son como fotografías carcomidas relegadas al pasado, y que nunca habrá un futuro que pueda albergar esos vívidos colores para enseñárselos a nuevas generaciones de infantes.

¿Puedo preguntarte algo?
Naturalmente.
¿Qué harías si yo muriera?
Si tú murieras yo también querría morirme.
¿Para poder estar conmigo?
Sí, para poder estar contigo.

Cada uno es el mundo del otro, tan simple como eso, y no hay vida imaginable sin ese amor paterno filial que caracteriza la novela.

Miró en derredor pero no había nada que ver. Hablaba en una negrura sin profundidad ni dimensiones.

La narración nos regala continuamente una prosa desgarradora y poética en exceso, una que deja retazos en nuestra mente, como cuchillos que se han clavado allí para obligarnos a no apartar la vista de ese mundo creado a la vez con una sencillez y una potencia que resultan abrumadoras. Muy destacable también una de las conversaciones con el viejo que encuentran en la carretera, con el que comparten comida; uno de los buenos, que como ellos y como el padre le dice al hijo continuamente, lleva el fuego.

Cuando vi al chico creí que me había muerto.
¿Pensó que era un ángel?
No sabía qué era. Pensaba que nunca volvería a ver a un niño. No sabía qué iba a pasar.
¿Y si le dijera que es un dios?
Donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor. Es preferible estar solo. O sea que espero que no sea verdad eso que ha dicho porque coincidir en la carretera con el último dios sería terrible y por eso confío en que no sea verdad.

Ningún lector, conocedor del autor o no, debería perderse esta breve maravilla. Habrá muchísimas historias, escritas o filmadas, basadas en mundos post–apocalípticos, pero no cabe duda de que esta es una pieza única, por su enfoque, por su historia y, repito, por su magnífica y elaborada sencillez, por contrarios que puedan parecer ambos términos.

El director John Hillcoat dirigió una adaptación muy fiel que queda a la altura del libro La Carretera (The Road) 2009, que plasma a la perfección las descripciones de McCarthy y la relación del hijo y el padre, interpretados por Kodi Smit-McPhee y Viggo Mortensen respectivamente. En definitiva, nadie debería perderse ninguna de las dos obras, pues es una especie de deleite que rara vez se da.