31 de agosto de 2016

Un final, que no un adiós


Es inevitable, las cosas tienen su finitud y siempre llega el final de algo, pero por suerte nunca es un último adiós, esos tan odiosos e indeseados. Pero sí, aquí hay algunos pequeños finales condensados en uno solo. El final de un verano que casi nos ha absorbido, el final de una temporada, de una etapa; cada cual que lo nombre como desee. 

Este mismo blog tiene poco más de un año; el final de su primer año ha llegado y ya ha comenzado el segundo. En este sentido, por suerte o por desgracia, nada cambiará, porque seguiré escribiendo y publicando aquí reseñas, pensamientos, reflexiones, vivencias y alguna que otra hostia de la vida, que de eso entendemos todos muy bien, estoy seguro. Y como siempre, dado que estoy libre de toda presión, seguiré publicando cuando me venga en gana, quizá nada en dos semanas, tal vez tres entradas en una sola; esto funciona así –yo funciono así–.

Hay quienes ya se han marchado y por ello se han celebrado diversas despedidas, unas más alegres y otras más melancólicas, porque al fin y al cabo es inevitable no entristecerse un poco, por mucho que nos ilusione el futuro y lo que nos tenga preparado. Esa excitación, esa emoción de lo nuevo, de la aventura, tintada con el ligero miedo que acompaña a los grandes cambios, es la que mantiene la luz de nuestra esperanza siempre encendida, una que crece día a día y quema las entrañas, ansiando llegarnos del todo. Pero como venía diciendo, algunos ya han desaparecido; unos temporalmente, otros para siempre, y ahora soy yo el que pronto marchará; aunque no del todo, claro, nunca del todo; es solo un final, no El final. 

Atrás quedan ya infinidad de vivencias hermosas y terribles que me han hecho crecer como persona, que me han llevado hasta lo más oscuro y que me han elevado de nuevo como por arte de magia, devolviéndome la ilusión por las pequeñas cosas, los pequeños momentos; por la vida misma. Atrás quedan tardes quemadas al sol de risas y recuerdos, de nostálgicas alegrías que el viento trató de hacer desaparecer pero que el corazón consiguió retener. Noches de calma bajo las estrellas, llenas de conversaciones estimulantes, de miradas que contaban más que las palabras. Noches de caos y ruido, de música y celebraciones, de magia envolviéndonos y haciéndonos brillar y echar chispas. Al final todo se condensa en la memoria; los sucesos, las personas y todo lo que nos transmitían, que por suerte ha sido mucho, tal vez demasiado en ocasiones, pero muy preferible a cascarones vacíos. 

Es ahora cuando todo eso regresa a mí, cuando el café se está enfriando, cuando el humo del cigarrillo consumido en el cenicero comienza a disiparse, cuando me sirven tarde aquella copa bien fría que pedí durante una noche perdida en el tiempo, cuando el rastro del último beso empieza a difuminarse en mis labios, aunque en el recuerdo siga más vivo que nunca. Ahora es cuando las nubes en el horizonte comienzan a disiparse mostrando la próxima parada, la siguiente aventura, el siguiente martillazo del destino que me volverá del revés, que es como muchas veces me gusta estar. ¿Qué hacer? Muy sencillo: estar cada día más preparado, más expectante, más ansioso. Muchas veces he hecho alusión a las puertas, y sí, al fin se han cerrado, todas y cada una de ellas; no quedan ya caminos que andar, no aquí, porque los que ya recorrí sé que seguirán abiertos de por vida, aquellos a los que asocio a la familia. 

Sé que seguirán ahí, y yo con ellos, indiscutiblemente. Esa sensación del hogar sigue palpitando como el primer día, esperando para cuando desee asomarme a echar un vistazo, algunas risas y unas cuantas cervezas más, para en lugar de seguir recordando, continuar creando momentos únicos, como ya hicimos muchas veces. 

Una etapa ha terminado, y toca decir Gracias a todos aquellos y aquellas que la conformaron. Mil veces gracias. A los que me hicieron mejor persona, a los que me ayudaron a descubrir la auténtica realidad del día a día que merecía la pena vivir, y a aquellas personas que me dieron la vida, día y noche, cuando los momentos eran felices y más todavía cuando eran demasiado amargos como para saborearlos en solitario. Muchas gracias. Y también, claro, a todos aquellos que intentaron destruirme, entristecerme o joderme de alguna manera,  -aunque sé que no leerán esto, y es por ello que les dedico un breve espacio, porque esas gentes no merecerían leerlo- solo decir: gracias también, pues sigo aquí, así que jodeos. 

En breves habrá nuevo material por aquí, porque la vida no se detendrá y el mundo seguirá girando, como siempre hace, tras cada golpe, levantamiento, pérdida o amor. Siempre, siempre sigue girando, y es lo que lo hace tan especial: que por mucho que a veces deseemos detenernos, nos obliga a continuar adelante, ya sea para ir en busca de descubrimientos o para regresar al hogar. 

28 de agosto de 2016

Fragmentos de mis realidades con ella


Desperté al amanecer y simplemente la observé, tumbada boca arriba en la cama a mi lado. La luz del alba la iluminaba con sutileza, como si temiera dañarla. Observé cómo su pecho se hinchaba levemente con cada respiración pausada y tranquila. Toda ella era una calma total, su rostro en completa paz con el mundo, una ligera sonrisa esbozada en sus labios. Estaba preciosa. 

No pretendía agradar a nadie, ni destacar. Ni pizca de maquillaje, algún leve rastro de cansancio. Y por eso estaba tan hermosa, porque no pretendía estarlo para nadie salvo para sí misma. Yo sabía que había fuego bajo sus párpados, en su profunda mirada, pero se veía eclipsada por un mar en calma. 

Solo era ella, al natural, dormida, y estaba a mi lado. Así, cada mañana, estaba más guapa que nunca. 

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Emergió de pronto de la más densa oscuridad para alzarse como la última luz que iluminaría mi camino, como la última esperanza de un verano creído perdido, enterrado; como la ilusión que necesitaba mi cuerpo para sanar y mi alma para renacer. 

Desde entonces comprendí que esa ilusión, esa llama que prendió en el centro de mi abismo, es lo que al final necesita cada ser humano para seguir adelante, para creer de nuevo en la vida. 

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Me gustaba no porque fuera muy hermosa, que lo era, ni porque su cuerpo me volviera loco cuando hacíamos el amor, que lo hacía, sino porque era mucho más inteligente que yo, y no insinúo con esto que me considere más inteligente que la mayoría, pero ella conocía muchísimas cosas, sabía de muchos temas, y en los que yo podría considerarme un experto ella lo era aún más y eso hacía que la deseara con locura, porque con una conversación larga y tendida conseguía romper todos mis esquemas, volver todo mi mundo del revés, y no existe nada físico en este u otro mundo que pueda golpear más fuertemente que eso. 

Toda ella me embaucaba sobremanera, pero esa mente suya era lo que me maravillaba, me descolocaba y me enamoraba. Era mi perdición guardada en un precioso estuche, y gracias a la suerte de la vida podía abrirlo cuando quisiera, que era en todo momento. 

23 de agosto de 2016

Somos nuestras ausencias


En  muchas ocasiones la gente suele decir que somos lo que hacemos, o aquello que hemos conseguido. ¿Pero qué ocurriría si esto no fuera así? Bien podría plantearse al revés. Porque, ¿qué sucedería si en realidad fuéramos nuestras ausencias? 

Tenemos una concepción sobre la vida que nos dice que nacemos sin nada y paso a paso, día tras día y año tras año vamos consiguiendo cosas, construyéndonos a nosotros mismos, nutriéndonos de nuestro entorno y de los demás, pues también suelen decir que somos los que nos rodean. Quizá podría ser al contrario, naciendo con todo e ir perdiendo a lo largo del camino. No seríamos, entonces, todo aquello que hemos conseguido, sino nuestras pérdidas, nuestras faltas y ausencias, como veníamos diciendo. 

Muchos pensarán que esto es triste, amargo, pero no tendría por qué ser así. Quizá Scott Fitzgerald dio en el clavo en cierta manera con su relato, una especie de vida y “crecimiento” invertidos. Las personas podríamos ser como el proceso de elaboración de una escultura. Cuando naciéramos seríamos como un gran bloque de mármol, informe, sin personalidad, sin anécdotas, sin vivencias… Tendríamos todo, pero también en ese conglomerado entraría lo malo, porque las ausencias no tienen por qué ser siempre negativas; en ocasiones logramos desprendernos de aquello que nos hacía daño, que nos hacía peores y mejoramos como seres humanos. La vida nos iría esculpiendo poco a poco, a veces con suavidad y otras con dureza, en ocasiones con leves toques y en otras con contundentes martillazos que nos dejarían descolocados, pero al final de nuestra existencia no seríamos otra cosa que la hermosa escultura terminada, en su forma final. 

No es descabellado al fin y al cabo, porque a lo largo del recorrido sí vamos acumulando pérdidas. Logros, bienes materiales, personas… Es una pérdida tras otra, una ausencia tras otra, y aprendemos a vivir con ellas –o sin ellas– y eso nos hace más grandes, nos hace crecer como personas. Y al final, lógicamente, tenemos la gran ausencia, la muerte, que es la vida arrebatándonos la propia vida, privándonos de ella misma y dejando una imagen fija de nosotros, tanto físicamente como en la memoria de los nuestros, una inmortal que ya no mutará nunca más porque, para nosotros, el tiempo habrá dejado de existir. Y ahí estaremos, como una escultura en su forma final. 

18 de agosto de 2016

Reseña de "El océano de la memoria", de Paloma San Basilio

Paloma Cecilia San Basilio Martínez, más conocida como Paloma San Basilio, famosa cantante y actriz, nos presentó hace unos meses su primera novela, "El océano de la memoria", una obra que entremezcla distintos géneros al verse su trama desarrollada a lo largo de distintas décadas y en distintos países simultáneamente, siendo así una especie de novela romántica con fuertes tintes históricos. 




















La  protagonista y la que nos contará la historia en primera persona es Alba, la primogénita de los Monasterio Livingston, una familia de clase alta asentada en Cádiz con raíces inglesas. Paloma San Basilio esboza con habilidad un sinfín de personajes, los de la numerosa familia y también los que ocupan una parte importante en sus vidas, la gente que tienen siempre a su alrededor, así como aquellos que tienen un menor peso en la trama y los que con frecuencia entran y salen en sus vidas, como ocurre en la realidad. 

Con un rico léxico y unas descripciones muy detalladas y elaboradas, tanto de personajes y escenarios como del desarrollo de los sucesos nos hace ver, como si fuéramos un protagonista más, cómo el tiempo va transcurriendo inexorablemente para todos y cada uno de ellos. Vemos a los personajes evolucionar, crecer y envejecer en un marcado contexto histórico; un buen acierto de la novela, la extensa documentación que hace posible la descripción de los hechos que marcaron a nuestro país y al mundo entero en las décadas que abarca, que están bien presentes en la historia y que ayudan a organizar, situar y enriquecer los hechos que se nos narran con una gran cantidad de referencias.

Es bien sabida la dificultad que entraña elaborar una trama que se desarrolla en un tiempo tan amplio, pues el ritmo y la velocidad a la que avancen los hechos marcará la rapidez con que se lea la novela y los detalles que incluirá, pues cuanto más se abarca, si no se quiere escribir algo interminable, más rápidamente y con mayor maestría deberá narrarse, para no pasar superfluamente por las escenas y para que no sea pesada para el lector. En este sentido encontramos un equilibrio bastante óptimo, pues aunque sucede algunas veces, rara vez solemos tener la impresión de que todo avanza a ritmo acelerado, y por el contrario Paloma tampoco se detiene demasiado como para que la lectura resulte tediosa. Aun así en algunas partes sí se explaya más en los detalles, en sus minuciosas descripciones, tornándose quizá muy recargadas, lo que ralentiza el avance de la trama y hace que la novela sea algo más larga de lo que debería para lo que nos cuenta. Como punto positivo, tenemos la sensación de que hemos presenciado una enorme cantidad de vivencias en los protagonistas, en muy distintos escenarios y desde distintas perspectivas, lo cual enriquece la obra.   

Lógicamente gustará más a los aficionados a la novela romántica, o de un drama con fuertes tintes románticos y la melancolía que suelen traer consigo las historias de amor que encuentran dificultades para salir adelante. Existen buenos giros de argumento que atrapan la atención del lector y lo obligan a seguir leyendo, manteniéndolo enganchado, y el interés raras veces decae en demasía. Si el lector gusta también de aventurarse a través de la historia, tendrá aquí un plus para sumergirse en la lectura. 

No ofrece una trama muy novedosa e impactante, sino que se mantiene en los estándares del género, lo que puede echar para atrás a más de uno, pero el lector habituado a estas historias encontrará una lectura amena, rápida y entretenida. En resumen, "El océano de la memoria" es una novela correcta, y siendo la primera de la autora, una obra notable a tener en cuenta para los amantes del género. 

13 de agosto de 2016

Aquel primer verano; aquella noche
























Las garras de arena me envuelven, rodeándome el cuello, obligándome a luchar por respirar. La brisa de fuego no es capaz de salvarme, ni sanarme. Es la sensación del verano, de uno pesado que ya había pasado.

Oh sí, recuerdo aquel primer verano durante el que nos conocimos. Cómo olvidarlo.

Rememoro, cada vez que cierro los ojos, aquella ola de calor, unos fuegos artificiales quizá imaginarios, puede que interiores, una fotografía de la inmortalidad y unas miradas robadas, acusadoras. 

Sí, aquel verano; lo recuerdo como si fuera ayer y puede que lo fuera. Al fin y al cabo el tiempo es extraño. El tiempo, para mí, no es más que el infinito conteniendo horizontalmente un reloj de arena que almacena las aguas de todos los océanos, y en su ola más elevada, una botella. Tarea nuestra es descubrir qué alberga.

Entonces sí, sería probable que la ola que nos cautivó aquella noche estival rompiera justo ayer, en este u otro mundo. Señor, cómo me gustaría verla romper infinitas veces y bañarme a diario en su espuma; pero me temo que es imposible, nadie quiebra el cristal de ese reloj, nadie vuelve atrás en el tiempo ni se mantiene en él.

No mentiré, no sobre el papel. Que se joda el tiempo, lo único que ocurre es que te echo de menos, nada más, de ahí mis divagaciones. Solo quiero repetir esa noche una y mil veces más, perderme en ella, cada vez por un sendero distinto, ahondando en sus posibilidades. Nada, nada más me importa lo más mínimo. 

Sigo sintiendo esas garras de arena apretándome fuerte, y no me dejan ir; yo solo quiero huir, correr, volar. Solo quiero tus labios; dame uno, solo un beso más, y en ese caso dejaré que me estrangulen. 

Cuántas cartas quemadas en la hoguera, cuántos papeles arrugados, gritos ahogados y fragancias disueltas en los vientos del recuerdo.

Me mostraste el camino correcto, me enseñaste el nombre de cada estrella en esa noche que deseé que nunca acabara; me susurraste el secreto de la vida para marcharte después, supongo que para volver a brillar más que nunca. 

Llámame loco, joder, lo estoy. Llámame amante, joder, lo fui, efímero y vulnerable, inocente y soñador. Un amante de las noches ebrias, de los besos húmedos, robados a escondidas, de las estrellas fugaces como tú, de la tinta derramada sobre las páginas, pero no de las historias a medias; sí de los principios complicados si comportan finales mágicos. Amante de las suertes de la vida. 

Amante de la gran broma pesada que es el día a día, pero creo que ya ha durado demasiado, que termine, ven y acaba de contarme aquella historia, aunque ya sepa cómo termina. Aquel primer verano, ¿o fue aquella primera noche? Ya no estoy seguro; demasiadas cervezas o demasiadas páginas manchadas, que suele ser lo mismo.

Estas garras no pueden seguir sujetándome, no mientras le grito al mar y a las olas, desesperado, pidiendo, rogando que me devuelva aquella botella que nunca llega. Pronto me iré y me pondré de nuevo en marcha, porque cuanto antes dé la vuelta al mundo antes volveremos a cruzarnos en aquel verano, aquella noche. 

Volveré a escoger aquel trabajo, a tomar aquellas cervezas en la terraza de un antro una tarde cualquiera, gritaré de nuevo de alegría una noche en la playa. Volveré a emborracharme nadando desnudo en el mar, lo haré todo igual, pero vuelve a decirme entre susurros cómo me ves, qué vas a hacer. Yo volveré a disimular que puedo soportar el ansia y el deseo, aguantar un poco más, y después volveré a apoyarme en el capó de aquel coche, encerrándote con mis brazos, para robarte unos cuantos besos antes de que salga el sol, aquel que nunca quise volver a ver mientras permanecías a mi lado.

Ahora es ese sol el que me abrasa, dorando mi piel, y nunca se va. Tendré que ponerme en marcha, el mundo es muy grande cuando uno se siente cansado. Es una gran y corta historia, pero el camino para llegar hasta ella es igualmente longevo y azaroso, así que requiere esfuerzo y decisión. 

Doy el primer paso.  


11 de agosto de 2016

Oda al anhelo




Si  tuviera que temer a algo sería a su ausencia, porque ya no temo a la página en blanco, a la inmovilidad de mis dedos sobre las teclas, ya que ella consiguió aniquilar ese y todos los demás miedos que pudieran poseerme; salvo el de su pérdida. 

Ahora fluyen libres mis pensamientos al igual que lo hicieron nuestros movimientos, nuestros cómplices actos aquella noche que la memoria se empeña en arrastrar al olvido. Al menos, por ahora, todavía puedo recordar los detalles: la tremenda ola de calor estival que nos golpeó como un martillo cuando abandonamos la casa, después de una cena copiosa, cuatro risas y unas cervezas de más. Recuerdo con claridad el bullicio de la calle a aquellas horas, las idas y venidas de la gente, nuestras esperanzas y ansias; pero sobre todo sus andares despreocupados. Todavía puedo recordar su mirada de ojos oscuros indagando en el ambiente, clavándose en mí de vez en cuando, inocentes y llenos de misterios indescifrables que yo anhelaba descubrir. Su cabello corto color azabache ondeaba en la brisa de fuego y su fragancia, su particular aroma, llegaba hasta mis sentidos en forma de ilusión y nostalgia, como el perfume de lo efímero, de la desesperada fugacidad de aquello que se encuentra cuando nada se busca y nada se espera, salvo el amanecer de otro día como los demás, carente de sentido. 

Me pregunté después de conocerla si es posible añorar algo que jamás se ha tenido, porque yo lo sentía; es extraño, pero desde entonces sigo preguntándomelo cada día, cuando aún espero recibir noticias suyas de un momento a otro, cuando todavía espero verla aparecer tras la primera esquina, esbozando esa sonrisa que me embauca y llevándome de la mano a cualquier rincón de la ciudad que nos admita, para tener una de nuestras conversaciones y así poder escucharla hablar durante horas para cerciorarme de lo que ya aventuré en nuestras primeras charlas: que cuanto más la escuchaba hablar, con cada palabra que pintaban sus labios en el aire, más me gustaba y hechizaba. 

¿Cómo olvidar todo eso? Es imposible, y de no serlo sería una cuchillada a la vida misma, un crimen imperdonable; algo por lo que dejar de existir. No, uno no puede olvidar una de las pocas veces que, con la suerte de un azar favorable, logra volar como las aves, desprenderse de sus preocupaciones y sentir la vida como siempre tendría que haber sido.

No, no puedo obviar las fantasías ocultas en el agujero negro de sus ojos, ese que me atrajo y atrapó como un terrible vórtice de placeres prohibidos. Sería inmoral olvidar el tacto de sus manos sobre las mías, acariciándome suavemente y haciéndome vibrar con algo tan simple y puro. Y lo peor, o tal vez lo mejor, es que tampoco querría hacerlo, olvidar. 

Prefiero el anhelo, la agonía de la espera o la soledad, de las ilusiones resquebrajadas rasgándome el alma, antes que ceder ante un sencillo olvido. Prefiero sufrir, en este caso, con tal de mantener su imagen lo más vívida posible en las capas más fuertes de mi memoria, las únicas que podrían albergarla. Elijo ese anhelo capaz de destruirme más fácilmente que un incendio prendido directamente a las puertas de mi corazón. Daría todo cuanto tuve, tengo y tendré por besarla una sola vez más. Escogería una sola noche más con ella antes que la vida eterna. ¿No sería eso suficiente? ¿No podría dar todos los amaneceres que me quedan por verla una vez más, por escuchar su voz y el sonido de su risa? Yo mismo me arrancaría las entrañas por rozar sus labios rojos y sensuales una última vez. ¿Cómo, entonces, podría llegar a olvidarla estando dispuesto a entregarme de tal forma? Sería ridículo. 

Por el momento solo sé que los días transcurren pesados, con lento devenir y sin darme cuartel para cualquier acto que no consista en anhelar su presencia, respirarla en cada ráfaga de aire, verla en cada hermosa puesta de sol y beberla en cada trago de alcohol, almacenado en botellas sin etiqueta y cuyo fondo no alberga respuesta alguna para mi desasosiego. Qué hiriente esto del anhelo, de llenar páginas y páginas echándola de menos, escritas con palabras incompletas, faltas de la inspiración que surge al verla brillar.

Soñaba con ver las estrellas reflejadas en su piel desnuda, enseñándome el camino hacia la felicidad, y con pasar largas tardes juntos paseando por la playa, para finalmente abalanzarme sobre ella y hacerle el amor en la arena, con el sonido del oleaje como único testigo de nuestra pasión, de nuestras penas sanadas y nuestra soledad abrasada. 

Quisiera que estas palabras fueran mi última canción desesperada, para poder abrazarte cada vez que sintiera de nuevo el impulso de añorarte. Quisiera que estas letras fueran la última oda a la tristeza, a la desesperación, al anhelo y a la locura por no saber dónde andarás y por qué no hubo respuestas a las preguntas que se me escaparon con un grito ahogado cuando entendí lo que ocurría. Quisiera muchas cosas, pero las cambiaría todas por tu boca. Y solo en caso de que me lo pidieras escribiría; escribiría hasta que me sangraran los dedos, lo haría hasta morir, porque cuanta más tristeza plasmara en el papel más alegría albergaría mi corazón.