29 de agosto de 2017

Una terraza con vistas


Al atardecer salgo a la pequeña terraza del tercer piso, impregnada del aroma de los jazmines que pueblan sus esquinas y muros, y contemplo la caída del sol. Solo me acompañan un cigarrillo y la omnipresente fuerza del silencio. 

Parece que pueda vislumbrarse desde esta diminuta atalaya todo un mundo de vida y color, que pronto se transformarán en una escala de grises solo pintada por el naranja decrépito de las farolas. 

Los extasiados gritos de unos niños que juegan en lontananza me llegan como débiles susurros que, como el humo del cigarrillo, van perdiendo cuerpo a medida que avanzan en la noche. Unas pocas nubes oscuras amenazan con ennegrecer tempranamente el panorama. A los niños parece no importarles, pues ellos juegan y juegan despreocupadas venga lluvia o no, y el reclamo de sus padres a la mesa será lo único que consiga arrancarles de la calle. Supongo que todo es más sencillo a esas edades, pienso al soltar una bocanada de humo. 

Pronto los diminutos surcos entre los adoquines de los callejones que dan a la plaza comienzan a inundarse; ríos microscópicos que convergerán en los océanos donde prima la luz frente a la penumbra. 

Sopla un viento cada vez más animado y comienza a refrescar. Llega la noche y sus maravillas. Los camareros de los distintos bares de la plaza van recogiendo las terrazas, apilando sillas y mesas para llevarlas adentro después. Retiran los toldos que antes protegían a los clientes del sol y que ahora solo pueden estropearse soportando el peso del agua, que va manando del cielo quebrado cada vez con mayor intensidad. 

Una sirena en la lejanía, aunque esto no es una gran ciudad. Allí el ruido es constante, las desgracias comunes y la calma impensable. Aquí el sonido es aislado, es fácil localizarlo y ver los destellos azules o naranjas después, rebotando en los edificios de alrededor. En las capitales se entremezclan las emergencias de bomberos, ambulancias y policías en una cacofonía constante, interminable. 

Quizá sea por eso por lo que regreso a este lugar constantemente y, en las noches de cada una de mis visitas, paso un buen rato al raso en la vieja terraza. Todo es viejo aquí, en realidad: la terraza, los muebles, los sucios cristales de las ventanas, los gruesos pilares de madera resquebrajados, el suelo, alguna que otra pared mohosa… Solo sobreviven, y brillan más todavía que en su juventud, los jazmines que ahora me rodean, recordándome la magia de algunas cosas viejas. 

Sí, me gusta asomarme y ver tanto a los críos jugando como a los viejos con sus bastones o andadores yendo o viniendo del bar de siempre, en el que juegan a las cartas y fuman puros. Parejas de nonagenarios, de espaldas encorvadas y rostros llenos de historia, paseando cogidos de la mano, entrelazando los años que les quedan y sonriendo afablemente por ello. 

Claro que me gusta subir y contemplar el pueblo, porque lo que se ve desde aquí arriba es el tiempo. Llueve sobre los gastados adoquines mientras el sol arroja sus últimos centelleos en el horizonte. Un ciclo tras otro, un mismo círculo infinito sobre el que todos damos vueltas y vueltas. Es hermoso aquello que acaba y empieza por la simple razón de que posee un final. 

Lo único que es bello y eterno son la noche y estos jazmines; el resto son las partículas de vida que flotan y se entremezclan con el humo del cigarrillo hasta que perecen y nacen de nuevo, y desde aquí arriba puedo apreciarlas a todas, brillando como luciérnagas en la noche. 

22 de agosto de 2017

Pequeños momentos y pequeñas cosas


























Momentos. Todo se reduce a efímeros instantes esparcidos en el tiempo. Los pequeños y más fugaces son los más valiosos; los grandes, impactantes y trascendentales están sobrevalorados, porque al final no lo son tanto. 

Largos veranos de arena y sal, de soles que caen verticales sobre las espaldas. Siempre suelen antojarse cortos, cercana su conclusión. En ocasiones pienso que no son más que falsas ilusiones que nos creamos, tratando de mejorar lo que, sin saberlo, puede ser ya inmejorable. 

A veces me da por trabajar en el campo a cuarenta grados, asándome al sol e introduciendo las manos en la tierra, solo para recordar de dónde venimos. En ocasiones miro un momento mi reflejo en unas aguas cristalinas, solo para recordar quién solía ser. Sí, ocasiones y pequeños momentos. 

Los que van y vienen, los encuentros por sorpresa y las despedidas que pretendemos aplazar. Los unos no son más importantes que los otros, ni los que permanecen dejan tanta huella como los que marchan tempranamente, no tiene nada que ver. 

Pequeños momentos con las personas adecuadas; las pequeñas cosas. Reúne unas temperaturas infernales, una diminuta piscina en un lugar dejado de la mano de Dios, unos sabrosos refrigerios y un rincón chill. Far L’amore y tendrás algo único. Fugaz en el tiempo, también. ¿Has pensado que quizá estos sean los mejores días de nuestras vidas?

Conduce al ritmo de Fans. Líquidos transparentes que saben a fuego y excursiones al más allá de las que uno no retorna sin unas cuantas fotografías diluidas en tinta roja. A veces me da por vivir demasiado y escribir demasiado poco; todo radica en el exceso, en un extremo u otro de la balanza oxidada de nuestros días. 

Sonrisas que retroceden y avanzan hasta confundir. En ocasiones me da por recordarlas y pensar demasiado, y buscar besos húmedos para sentir el pálpito de nuevo. Arizona. Refresca una noche vacua de estrellas. Sudores sobre las sábanas y bajo soles de hermosa decadencia. 

Ecos de días futuros. Se palpa la nostalgia al rememorar algo que aún no ha terminado. Suena Hero en lontananza. Videoclips en blanco y negro de nuestras propias hazañas, todavía latentes en nuestras carnes. A veces me da por reabrir viejas heridas solo por recordar cómo dolían. Esculturas que se desmoronan y embellecen con la decrepitud; ausencias que nos construyen y logros que siempre saben a poco, porque siempre se quiere más y se espera más de lo que se alcanza. Quizá el sentido radique en no buscarle un sentido, solo en sentirlo, que es diferente. 

Una canción, unas últimas notas que nos unieron a todos, que nos hicieron sentir en hermandad. Pistas que nunca habíamos escuchado y que, sin embargo, nos llevaron al mismo lugar. Tierras abandonadas, preñadas de matorrales y sequedad. Encrucijadas en las que siempre falta gente y sobran opciones.  

Ocasos en la orilla con el sol a nuestras espaldas. Un panorama que se destiñe, que se va oscureciendo y tiende al gris. Bancos de nubes dejando paso a una luna que se reflejará en esas aguas cuando nos bañemos de madrugada. Demasiados adioses. Siempre nos quedará el bourbon del domingo por la noche. Comeback Story.

Historias inconclusas, siempre inconclusas, porque si no perderían su razón de ser. Siguen sangrando al ritmo de Pickup Truck. Unas últimas arremetidas contra esas olas que no nos dejan llegar más allá. Se sigue empujando como si no se comprendieran las mareas y las crestas. Unos últimos revolcones para sacar la pasión y la ira. El ruido y la lluvia. Caricias hambrientas de sexo. Caídas, ropa que se mancha del lodo del tiempo. Un pálpito, una corazonada. Te sigo para ver dónde vives, olvidándolo al día siguiente con la próxima marea. Pero miro esa fotografía y vuelvo a sonreír. Vuelvo a mirar hacia las alturas. Sí, en ocasiones me da por releer viejas cartas y volver a pasar por delante. Solo para que sepas que estaba pensando en ti.

Todo son pequeños momentos, al fin y al cabo. Únicamente se trata de las pequeñas cosas, porque siempre ha versado sobre ellas. La vida y todos sus textos, la música y todos sus desenfrenos. El éxtasis y los frenesíes que nos poseyeron. Sí, esta película siempre ha ido de lo mismo. No hay luz ni oscuridad aquí, no, nada de eso. Este tiempo nunca habló de otra cosa que no fuera la entropía y la búsqueda del pivote fijo. La balanza oxidada de nuestros días. Nuestros pequeños momentos y nuestras pequeñas cosas. 



[Fotografía: Álbum Come Around Sundown, Kings of Leon]