Es un día frío y gris, un día de lluvia que acompaña a que pasemos la tarde en casa, arropados en el sofá y tapados hasta el cuello con una manta, viendo la televisión y echando de vez en cuando una ojeada a la ventana para ver el mundo exterior, para ver cómo cae la lluvia y moja las calles adoquinadas, solitarias y carentes de color. Pero es un buen día también para salir y darse un paseo, viendo todo cuanto nos rodea.
Te tomas algo en una terraza cubierta viendo pasar los autobuses, los coches patrulla y las ambulancias haciendo resonar sus sirenas por las avenidas, y escuchas fugazmente un fragmento de la conversación de la mesa de al lado, una frase surgida de un discurso que se te ha escapado pero que aun así es demoledora: “Todos están más solos de lo que pensamos”; intuimos que también de lo que ellos mismos piensan, aquellos a los que el interlocutor hacía alusión.
Aquí en Madrid todo es grande, somos muchísimos y quizá por ello la soledad tienda también a ser mayor, a crecer con más amplitud y ferocidad. Lo cierto es que, sea por oportunidades o por azar, muchos terminamos aquí, en la gran ciudad, donde se viene a renacer o a morir. De un modo u otro todos acabamos recorriendo estas calles buscando ese algo, mientras tratamos de buscarnos la vida. Cada uno de un lugar distinto, lo cual enriquece el matiz de personalidades, nos juntamos en esta urbe entrecruzando nuestras vidas mientras intentamos llegar a algún lugar. Aquí no hay peces grandes, tan solo miles y miles de peces pequeños, queriendo hacer gala de una gama de colores que cualquier vecino puede poseer, intentando brillar sobre el millón de luces que pintan la ciudad cuando cae el sol.
Cuando eres consciente de dónde estás, a pesar de lo desconocido que pueda resultar, sonríes. Sí, sonríes por las oportunidades, por esa ingente cantidad de posibilidades que se abren ante ti, pero también porque eres consciente de que tú también eres uno de esos miles que vino aquí a buscar algo y que te has encontrado con muchos iguales, cada uno de una tierra distinta.
Caminas por la calzada mojada, te abrochas la chaqueta resguardándote del frío y entonces, todavía con esa sonrisa en los labios, enciendes un cigarrillo y sigues caminando. ¿Hacia dónde? Qué más da, mañana será otro día. En ese momento piensas en quién eres realmente, de dónde has llegado y, sobre todo, por qué has venido. Recuerdas qué es lo que quieres hacer y por qué dejaste todo atrás para perseguir ese sueño, sea el que sea; y en medio de la vasta soledad mencionada en aquella cafetería que quedó atrás hace un rato, durante el paseo, te das cuenta de que para bien o para mal ya has dado el primer paso, muchas veces el más grande, y que ahora te estás dejando llevar por la corriente, por esa marabunta de gente con miles de vidas posibles que hace que la tuya ya no sea la misma, pero que la hace sorprendente y emocionante con cada día que transcurre.
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