31 de marzo de 2016

Háblame



















Acompáñame cogida de la mano a través del paseo marítimo, respira los vientos marinos por mí y ayuda a mis pulmones, que únicamente quieren deleitarse con el perfume que el viento arrastra desde tu cabello hasta mis sentidos. Ayúdame a dar la bienvenida a cada nuevo día que nace tras una noche intensa, mientras aún seguimos en la cama, mientras los recuerdos fluorescentes de una velada mágica todavía flotan a nuestro alrededor.

Rómpeme los esquemas, hagamos el amor y después háblame de tus poetas favoritos, de qué te hicieron sentir cuando los leíste por primera vez hace años, cuando la luna brillaba sobre la arena de la playa y la brisa pasaba las páginas por ti, empapuzándote esas letras doradas que te harían brillar más que nunca, ahora que entiendes lo que vivieron para escribir esas verdades, ahora que tú también lo estás viviendo y sintiendo; háblame de aquellas épocas, cuando todo era más sencillo, cuando aún no nos habíamos conocido y cuando me habrías rechazado antes de verme. Háblame de cuando viajaste por primera vez, de cuando te enamoraste de un paisaje y de cuando respiraste un ambiente que llenó tus pulmones de un aire tan puro que casi te hizo reventar. Cuéntame todas esas cosas mientras todavía las finas sábanas cubren nuestros cuerpos desnudos, antes de que salgamos al mundo salvaje de nuevo. Haz que tus palabras silben por el viento sabiendo que llegarán hasta mis oídos, esté aquí o en el otro extremo del mundo, estemos juntos o separados, fusionados, revueltos o distanciados, porque escucharía un grito de socorro tuyo a miles de kilómetros de distancia y acudiría volando a tu rescate, porque esa sería la unión que nos representaría, una que no entendería nada sobre la vida y solo sabría de pasiones.

Flaubert quiso escribir un libro sobre la nada; ayúdame tú a hacerlo sabiendo que eres mi todo. Dame una sola nube y te esbozaré el cielo; dame la estrella que representas y te daré el universo entero. Dame un simple y sencillo beso y te diré porqué es diferente a todos los demás, porqué brillas con más pureza y porqué eres la única en el firmamento. Déjame besar todo tu cuerpo centímetro a centímetro y te demostraré porqué eres mi paraíso perdido. Asómate a mis páginas para encontrarte y me asomaré a tu interior para intentar que alcances la mortalidad por mí, por ti y por todos nosotros.

Demuéstrame que aquella fotografía que vi hace tiempo, con una prístina y sincera sonrisa y con una mirada entrecerrada, no era el reflejo de un ángel, no era la imaginación dislocada que creaba a un dios en la tierra para nosotros, sino que era una mujer de carne y hueso, por increíble que pareciera por su belleza, y que seguía existiendo más allá de los sueños. Para que entienda que esos cabellos no eran los rayos del sol sino el esbozo de tu cuerpo frente al mar, para que pueda erigirte como aquella que quema mis dudas y abrasa mis miedos, aquella que pinta con colores de esperanza un futuro tan solo dibujado con oscuro y difuso carbón. 

Regálame lo que guardas y te daré todo lo que he sido, lo que soy lo que seré hasta que muera. Muéstrate ante mí y te ofreceré mi tiempo y te enseñaré cómo pueden detenerse los relojes y cómo condensar los espacios para vivirlo todo en apenas unos minutos. Empújame hacia adelante y quítame a los que me frenan, acompáñame y descubramos de una vez por todas qué es la vida y cómo se vive de verdad y con intensidad. Porque mi sol sale y se pone contigo; solo por eso sé mi fuego, sé el agua que nos compone y sopla el viento que nos hará traspasar las más densas barreras de la realidad para fundirnos con los sueños tantas veces soñados.

Y sobre todo solo sé tú, porque Hermann Hesse tenía razón al afirmar que ser amado no es nada, que amar, sin embargo, lo es todo. Y cada vez está más claro que lo que hace valiosa y placentera la existencia es nuestro sentimiento y nuestra sensibilidad. Porque la belleza no hace feliz al que la tiene, sino al que sabe amarla y venerarla, y creo que sobre eso he aprendido mucho, y porque no existe una obligación de amar, solo hay la obligación de ser feliz. Para eso exclusivamente estamos en el mundo. Y eso ya se ha conseguido, así que gracias, porque el simple hecho de escribir estas líneas me ha llenado de felicidad.  

28 de marzo de 2016

Reseña de 'Andrea contra pronóstico', de Alba Lago


En este mes de marzo la publicista y comunicadora gallega Alba Lago publicó su novela ‘Andrea contra pronóstico’, su entrada en el panorama literario.

La obra nos pone en la piel de Andrea, una joven gallega de 25 años que, tras terminar su carrera universitaria y completarla con un máster, se encuentra de bruces con una dura realidad que hoy en día, por desgracia, sufren muchos jóvenes: no logra encontrar trabajo a pesar de sus estudios. Por ello decide salir del país en busca de un porvenir, y el lugar escogido es Londres, destino escogido por muchos españoles para tratar de encontrar trabajo al tiempo que perfeccionan el inglés.

La narración de Alba Lago es sencilla, directa y enérgica, lo que deriva en una lectura amena y muy fluida, que dará como resultado que acabemos con ella en escasos días. Página tras página asistimos a las penurias de la protagonista, a los miedos que la invaden al dejar todo atrás y marchar de su país con unos pocos ahorros y una pequeña maleta en lo que será una aventura al tiempo excitante y aterradora. Y quizá ahí radique una de las claves para que la novela sea tan amena y conduzca al lector de esa manera tan natural a través de sus palabras; que toca muy de cerca un tema de máxima actualidad, con el que el lector objetivo, muy posiblemente joven y que esté pasando por una situación similar al de la protagonista, se sentirá identificado con todo lo que se le cuenta, de modo que Andrea se convertirá para él o ella en alguien tan cercano y real que será casi palpable.

Otro acierto de la obra se encuentra en uno de sus personajes, Jacinto, el abuelo de Andrea, que le irá contando vía telefónica pasajes de lo que él vivió en sus carnes cuando era joven, el mismo caso que el de su nieta, cuya narración se intercalará con el de la propia Andrea en Londres a modo de flashbacks. Jacinto tuvo que viajar a Argentina, dejando atrás mujer e hijos, para ir en busca de un futuro que no conseguía encontrar en España. En este sentido la autora logra entremezclar ambas historias con gran acierto, comparándolas y haciéndonos ver cómo ahora los jóvenes atraviesan las mismas dificultades que los de las décadas anteriores. Cuando uno deja todo atrás se queda como vacío, obligado a recomponer su vida allá donde sus pies aterrizan. Trabajo, amistades, hábitos, amores… Todo ha de reconstruirse, al mismo tiempo que uno padece la fuerte añoranza por aquello a lo que ha renunciado en pos de algo mejor, en pos de un futuro y un sueño.

Sin representar un fuerte golpe literario, ‘Andrea contra pronóstico’ logrará gustar al lector por dos principales motivos: por lo rápido y ameno de su lectura y por el fuerte nivel de identificación que la obra logrará con éste, y es una notable primera novela –dentro de su estilo y género– que quizá desemboque en una fructífera carrera literaria. No se sabe si la intención de Alba Lago será esta, pero está claro que debemos quedarnos con la hermosa moraleja que la obra deja impregnada en nosotros: que sin atrevimiento ni valentía no hay victoria, y que uno debe arriesgar, confiar en sí mismo y ser capaz de superar las adversidades de la vida para ver alcanzados sus sueños, por lejanos y complicados que puedan considerarse.  

22 de marzo de 2016

Reseña de 'El Elefante Desaparece', de Haruki Murakami


Después de que el año pasado nos llegara la colección Hombres sin Mujeres, este marzo hemos podido disfrutar de El Elefante desaparece, antología de 17 relatos publicada originariamente en el 2005, pero que ha tardado 11 años en ver la luz en nuestro país, como siempre, de la mano de Tusquets Editores.

Haruki Murakami es ya un autor sobradamente reconocido, y parece que en los últimos años está experimentando una especie de renovada fama, pues cada vez que publica es más fácil verlo en las listas de más vendidos y no es nada complicado encontrar artículos y reseñas sobre sus obras en sitios webs especializados, en los medios y en las redes sociales. Por todo ello se ha colado entre las lecturas favoritas de este mes de marzo, apareciendo en gran cantidad de listas de páginas que recomiendan los mejores lanzamientos, rivalizando así, por ejemplo, con el Cinco Esquinas de Mario Vargas Llosa, algo envidiable.   

En esta colección, cuyo título proviene del relato que cierra el conjunto, Murakami nos hace disfrutar de nuevo de su maestría a la hora de jugar con la prosa poética que tantas alabanzas le ha valido, para sumirnos en diecisiete historias que provocarán en nosotros un sinfín de emociones. Algunas lógicas, naturales, otras caóticas, directamente imposibles. El autor juga constantemente, a través de sus personajes, que son quienes nos cuentan sus historias, con nuestra cabeza, hasta el punto de hacernos creer que lo que estamos leyendo es algo tan posible como la cotidianidad que todos vivimos y conocemos, cuando en realidad está narrándonos los más disparatados y oníricos sucesos imaginables –quizá solo escritores de su talla tengan la capacidad de hacerlo–.

Una pareja que, movida por un hambre voraz y totalmente irracional, decide atracar un McDonald’s al contar el hombre que una vez hizo lo mismo con una panadería, un enano bailarín, manipulador y oscuro que encandila a todo aquel que lo observa realizar su arte, un abogado en paro que se interna en un misterioso jardín para hallar el gato perdido al que adora su esposa, y que encuentra una conversación fuera de toda lógica. Son algunos de los ejemplos que nos dejarán descolocados. Todo ello, como de costumbre, narrado con un Japón de fondo que se nos presentará como si fuera nuestra propia ciudad, algo que ayuda enormemente a que el lector se identifique con paisajes y protagonistas, viéndolos cercanos, casi palpables.  

Quizá la unidad de este volumen se presente en el tono, en las capacidades de sus personajes para asimilar como normal aquello imposible, directamente sacado de un sueño; situaciones descabelladas y en ocasiones, hilarantes. En más de una ocasión notaremos un halo de oscuridad rodeando a las personas que viven esas historias y a los sucesos mismos, y esto tal vez pueda entenderse como una especie de metáfora que todos nosotros podemos vivir, pues al igual que esos personajes, muchas veces nos quedamos esperando algo, una aparición, un milagro, cualquier suceso que dé un giro a algún acontecimiento y que, sin embargo, parece no llegar nunca, quedando solo la tenebrosidad o la melancolía que acompañan una espera que se prolonga durante demasiado tiempo, o que nos hace encontrarnos de bruces con un final inesperado.

La lectura de cada uno de los relatos transcurre con una fluidez y una naturalidad pasmosa, pues Murakami nos ha acostumbrado con su prosa sencilla y bella al mismo tiempo a que nos sumerjamos sin darnos cuenta en sus líneas y párrafos, y con el surrealismo y los elementos oníricos que hábilmente introduce en esta obra, logrará que ese efecto se potencie. No nos enganchará una trama larga, profunda y compleja, pero sí nos hechizarán las pequeñas piezas que componen esta colección, llevándonos cada una a un mundo y una realidad distinta, cada una con sus matices, sus detalles, y todas ellas unidas por el hilo conductor que, cual portal interdimensional, nos hace posible un viaje ligero y sin dificultades.

En resumen, una obra diferente, muy amena y que ofrece distintos y variados matices que la convierten en una lectura más que interesante.  

20 de marzo de 2016

Caminando sobre las olas


No me importaba en absoluto si la niebla cubría densamente todas las calles, si la lluvia empapaba hasta el último recoveco de la ciudad, si el frío calaba hasta el alma, despojándonos de ella, o si el cielo se rompía sobre nuestras cabezas, permitiendo que los terrores siderales cayeran sobre nosotros.
Debería saber si se ha soplado la última vela, si se ha colmado ya el vaso, si no quedan palabras por susurrar. Eran cosas que tenía que saber, necesidades imperiosas, porque tal vez no podía pasar ni un segundo más estando en el lado equivocado, sin saber si el vaho que surgía de cada rostro quedaría como algo grabado a fuego y con esmero o si solo sería vapor de agua que se extinguiría en cuestión de segundos. Tenía que entender la intensidad de lo efímero, para poder comprender hasta dónde llegaría y dónde podría quedar el límite.

Toda mi vida había caminado a ciegas, como todo el mundo imagino, y no es que no me gustara el riesgo, que no me motivara, sino que necesitaba creer que había algún motivo de peso empujándome desde atrás para darme fuerzas. Había gracia en tantear el terreno, en salir bajo la luna sin saber cómo terminaría la noche, si todo conduciría a algún nuevo lugar o si volveríamos seguidos por nuestras sombras, acompasados por el frío viento, pero había momentos en que quería saber más, en que quería arrancar de cuajo los biombos que nos separaban de las verdades; momentos en que ansiaba echar solo una rápida ojeada al futuro para dar algún paso sobre seguro. No creo que pidiera tanto, pero quizá aspiraba a una ventaja de la que nadie disponía.

La poesía de las calles, de las baldosas, las letras escritas tras noches de insomnio con spray en las fachadas mugrientas y arcaicas de la ciudad vencida, cobraban ahora un nuevo significado, o al menos yo trataba de encontrárselo. De nada servía perderse, porque siempre nos encontrábamos en el mismo lugar. La huida no traía nuevas y renovadas esperanzas, porque tan solo representaba posponer la llegada de lo viejo, de las arraigadas costumbres que nos venían hablando desde hacía tiempo. Todo eran señales que conducían a casa, ya fueran nuevas o viejas, y las puertas a otros mundos seguían ahí, ocultas como siempre habían estado. Si uno encontraba la bola de cristal podía aspirar a coquetear con futuros que aún tardarían en llegar, pero los magos se escondían también, como las llaves.

Cuando todo había sido dicho, cuando el tintero se había secado, solo el interior revelaba ya las respuestas, habiendo hecho todas preguntas; después de que se las llevara el viento, después de que quedaran flotando durante demasiado tiempo. Es predecible que el cansancio alcance al final a todos, lo que no podemos asegurar es cuánto dura una vida, cuántos latidos da un corazón antes de agotarse. Es irónico y paradójico, a la par que certero, asegurar que el remedio que sana una herida se compone de los mismos brebajes que el veneno que la produjo, pero al final los círculos tienden a cerrarse, siendo complicado hallar un final distinto al origen.

Y si nada de aquello me importaba, me importa, es porque de alguna manera he saltado la barrera, he echado un rápido vistazo al futuro, solo viendo de soslayo el reflejo que la bola de cristal produjo cuando la lluvia dio paso a los rayos del sol, y todo en la misma noche, en que la luna, enorme y roja, se ocultó tras las nubes para no marcarnos para siempre. He saltado la barrera, he pasado el vacío tras tantear con la caída, y he comprendido que lo mejor que nos espera no está arriba ni abajo, en el cielo o en el infierno, sino frente a nosotros, solo que a cientos de kilómetros de distancia y quizá unos cuantos mundos más allá de nuestro tiempo. Pero por suerte damos positivo en energías, renovadas o viciadas, y nos quedan unas cuantas cartas bajo la manga.

Solo cabrá averiguar si la llegada de la primavera logrará sumirnos en un mar en calma o nos dejará seguir vagando, solo un poco más, por las aguas tormentosas repletas de olas que suben y bajan, infinitamente, creando su propio círculo, ese del que somos presas. Es cierto que unas veces estamos arriba y otras abajo, pero así es como nos gusta, porque estando arriba saboreamos el cielo más que nunca, y cuando nos sentimos descender, percibimos ya el tirón de la próxima ola que, tarde o temprano, como todo, acaba llegando. Porque nos alimentamos de la cinética, y cuando caminamos sobre las olas es cuando más libremente flotamos sobre todas las cosas.   


10 de marzo de 2016

Cuarto de siglo

Dos días después de haber superado el cuarto de siglo uno se da cuenta de unas cuantas cosas… Mentira, todo sigue igual, pues un día en el calendario, un movimiento de la varilla del reloj, o un suspiro contado, pocas veces cambian algo. Pero cuando uno lleva respirando veinticinco años ha aprendido ya unas cuantas cosas –obviamente los que lleven mucho más pisando estas tierras seguramente dirán que no tenemos –los de nuestra generación – ni idea de la vida; aunque puede que otros se hayan dado cuenta de que algo vamos sabiendo ya.

Me han preguntado muchas veces cómo me siento, si la vida me pesa más, si me siento “viejo” y ese tipo de cosas que suelen decírsele al que cruza el umbral. Y lo que he respondido, porque es la verdad, es que me siento más joven que nunca. Porque creo que la juventud no la marca la edad, sino la salud del espíritu, las ganas de vivir, y es por ello que muchos viven hermosas juventudes pasados incluso los cincuenta años. Pues sí, nací un viernes 8 de marzo a las siete de la tarde, ya de cara al fin de semana, al jaleo, lo cual tuvo que significar algo. Y qué mejor día para nacer, quizá tenga algo que ver con que mi apoyo a las mujeres, trabajadoras o no, haya sido siempre infinito, y más teniendo los buenos referentes que he tenido siempre en mi casa, en mi familia, y entre mis amistades. Todas ellas luchadoras y grandes mujeres, ¿cómo no tomar ejemplo de ello?

Tal vez mis ansias de vivir vengan de una lección que aprendemos todos con el paso de los años, y que cuanto más avanzamos en esto que llamamos vida mejor y más intensamente apreciamos. Algo que nuestras madres nos han dicho miles de veces, y nosotros, como inocentes infantes, estábamos lejos de comprender. Algo que pasados los veinte comienza a hacerse más entendible: el fugaz paso del tiempo. Creo que cuando uno es realmente consciente de cómo vuela ese maldito, aprende a valorarlo más todo, sobre todo las pequeñas cosas, los detalles hermosos de la vida. Sobre todo a apreciar lo que tiene delante, a dejar de soñar –nunca en el buen sentido– y a tener los pies en la tierra, esto es, a saborear de verdad lo que está viviendo en cada ínfimo momento, ya sea un paseo, una conversación con un ser querido –o una animada charla con alguien a quien se está conociendo–, disfrutar de un café, de una cerveza, de una bella sonrisa, de una brillante mirada, de una puesta de sol, una escapada de fin de semana, una noche de juerga intensa o unos revolcones bajo las sábanas. Todo cuenta y nada vuelve, y uno aprende a disfrutarlo, sin desear estar en otro lugar o con otra persona, porque todo llega y como decía, nada regresa. Si el reloj corriera hacia atrás de vez en cuando otro gallo cantaría, pero sabemos que eso nunca sucede.

También he aprendido, más o menos en este sentido, a no temer al futuro, a lo que puede llegar, porque las persona tenemos la increíble y maldita capacidad de hacer un mundo de una chorrada, temiendo la llegada de un mísero momento durante demasiado tiempo, cuando en realidad, en el instante en que se presenta, como todo, pasa volando, así que he aprendido a disfrutar más y temer menos, lo cual me ha empujado a lugares a los que nunca esperé llegar y me ha permitido vivir experiencias increíbles.

Todo lo que he leído, y lo que he visto, me ha enseñado que todo podría ser de otro modo, y cada vez que lo pienso no puedo sentirme más que afortunado, porque teniendo una vida de lo más corriente, es en cierta manera extraordinaria, tal vez por las facilidades, por la falta de graves penurias, o por la gente que la completa y le da sentido; muchos deberíamos dar gracias por ello.

Como aficionado –obsesionado a veces– que soy a la escritura, he aprendido que la mayor parte de la literatura se hace lejos del portátil, de la máquina de escribir o del boli, porque la que me interesa no puede ser concebida encerrado entre cuatro paredes, ahí poco hay que absorber; porque cada vez me interesa menos la pura ficción. Porque la literatura de verdad se hace ahí fuera, bajo el sol y la luna, en la vida real. Y a propósito de esto, dejar claro que por grises que puedan ser mis textos veo la vida más brillante cada día; que le dé unas cuantas pinceladas con mis pequeños toques de ficción después es otra cosa, porque a veces prefiero escribir sobre lo malo, sobre desgracias y desgarradores sentimientos, sobre pérdidas, para sentirlas menos en mi corazón, para de algún modo purificarme sobre el papel. ¿Si no me sirve la escritura para eso, para qué la quiero? Y espero que si alguien alguna vez se asoma a alguna de esas páginas mías tan negras, al levantar la vista y mirar al frente, a la vida, se sienta aliviado, se sienta más alegre al realizar una comparación entre su propia existencia y la que está narrada en el papel. A mí me gusta hacerlo, porque al ver lo malo, al experimentarlo, después lo bueno sabe mucho mejor, cualquier cosa, por diminuta que sea, está comprobado. Puede que la literatura no pueda salvarnos, pero sí sanarnos en gran parte.

Me da igual cuán corta o larga sea la vida, ya voy viendo que es efímera en extremo; solo me importa vivirla de verdad y sentir cosas realmente intensas, porque esos recuerdos pesan más que los años, más que el paso del tiempo, que ya es decir. He aprendido por ello también a dejar a un lado los malos tragos, los malos rollos, y es por ello que pocas cosas logran enfadarme de verdad, porque prefiero no darles importancia, pues así solo conseguimos amargar unos días que se nos restan, y prefiero pasarlos sonriendo, preocupándome por las bendiciones, a estar maldiciendo por cuatro chorradas que al final no son más que nimiedades. Cuando he visto a alguien decir muchas veces “me la suda”, y demostrar que así es, lo he visto llegar más lejos que nunca; por algo será. Deberíamos practicarlo más a menudo.

Y por último quiero recalcar solo un par de cosas más que en los últimos meses se me han hecho más patentes, pues las he podido observar más de cerca en algunas personas, y me gustaría compartirlo. Primero, que uno se sirva del amor, sea cual sea su índole, y que lo aproveche para engrandecerse, nunca para abatirse. El amor de pareja, el amor de la familia, o el que nos regalan los amigos. Todos, todos, tenemos de un tipo u otro, y no hay que hacer hincapié en las carencias, sino en las posesiones. Valgámonos de él para seguir adelante, porque puede salvar vidas. Apoyémonos en él, porque nos hará ver todo de otra manera. Y la segunda cosa va en referencia a los pilares que uno mismo se erige para seguir adelante. Creo que nadie, nunca, debería aferrarse tantísimo a una persona como para que signifique todo su apoyo y su razón de ser, porque por desgracia las personas pueden fallar, ya sea por ellas mismas o por contrariedades de la vida; pueden irse. Nunca sufrir demasiado por los fracasos personales o amorosos, sino adquirir cada una de las experiencias distintas que cada persona nos da por separado, eso es lo bonito de la gente, lo que cada uno te hace vivir, y administrar esos recuerdos, esas vivencias, es lo que mejor que uno puede hacer, en lugar de detenerse en los errores o en las pérdidas. Todos aportan algo valioso, solo hay que saber verlo, aceptarlo y atesorarlo.

Y tener siempre algo a lo que aferrarse, algo que nos dé energía vital que no sea una persona, sino algo mayor que un solo individuo. Algo que falle quien falle, siga estando ahí como una de nuestras razones de ser. Unos lo tendrán en sus aficiones, en sus sueños y metas, en sus trabajos, en el arte… Hay mil posibilidades, pero si tenemos un solo motivo, las personas de nuestro alrededor lo agrandarán sin convertirse en el centro de nuestro universo, lo que creo que en ocasiones puede ser un error. 

3 de marzo de 2016

Fuego y ruido


Veo a miles de personas recorriendo las calles; solo un motivo las empuja, uno que engloba cientos de emociones, uno simple y a la vez complejo. Si las miro directamente, a cada una de ellas, puedo sentir una pizca de aquello que las mueve e incendia por dentro. Intento buscarte entre la muchedumbre, pero hay tantas caras moviéndose al unísono que me resulta complicado, imposible. Puedo sentir los corazones de todos latiendo al mismo tiempo, lo que me abruma y me eleva, empujándome a mí también, hacia el fuego y el ruido, hacia el caos que representa el todo. Todos esperarán a que las luces de colores abrasen el cielo nocturno un día tras otro, a que creen decenas de posibilidades, como ya hicieron en días pasados.

Si uno se da un breve paseo por las calles bañadas por el sol podrá respirar el anhelo de los habitantes, algo casi palpable, que como todo, alberga más significado del que pueda parecer. Todos aguardarán el momento; su momento. No cabe duda de que saldrán a buscarlo, como yo mismo, y que cuando caiga la luna y cese el ruido, uno mayor comenzará, taladrándonos a todos. Será un pulso, un magnetismo que nos atrapará. La pregunta es si lo lograremos, si esta vez grabaremos a fuego un recuerdo que se pasee a lo largo de los meses y logre llegar a la próxima meta. Si no serán pesadillas, sino agradables nostalgias las que consigan verse realizadas.

Escucho campanas antes de que despunte el alba, siento las vibraciones del metro bajo el asfalto, cuando voy camino a casa, sintiéndome pesado, cansado, y más vivo que nunca. Y antes de que el sueño me repare, vuelve la imagen a mi cabeza, se eleva el recuerdo. Escucho bombas en las alturas y me siento empapado en sudor, porque nada podrá frenarnos, ni la sonrisa más hermosa ni la espina más dolorosa; nada podrá detenernos antes de que nos adentremos una vez más en la jungla. Ha pasado la calma que precedía a la tempestad, y aquí llega de nuevo. Pasan los años, no hemos conseguido grandes cosas, pero sí pequeños logros que forman enormes conglomerados; a la manera de los auténticos, somos vencedores, como siempre lo habíamos sido. Puede que hayamos esperado demasiado, puede que no creamos ya en los milagros, pero creemos en la vida, y ha llegado el momento de que nos liberemos de nuevo, de que rujamos y escuchemos los aullidos y acudamos a ellos, de que nos dejemos llevar por los colores que se nos impregnan en las retinas.

Hemos aprendido que solo existe una vida, que solo vivimos un nosotros conscientemente, y únicamente queremos ver arder el cielo que nos encierra bajo su cúpula. Ya lo vimos crujir una vez, y luego comenzamos a ascender hacia él para terminar el trabajo, atravesando un longevo limbo, sintiendo que vivíamos decenas de sueños paralelos como si fueran nuestra propia vida, y ahora se acerca el momento, la última cumbre.

Sí, algún día lo conseguiremos, y éste está más cerca que nunca. La escalera no es infinita, como parecía al principio, solo cabe mirar hacia atrás para sentir el vértigo producido por la increíble altura. Terminará la ascensión y podremos prenderlo todo, sintiendo el ruido destrozando nuestros oídos, y seremos bañados por el fuego que lo albergará todo. Cuando lo hayamos conseguido, volveremos a respirar hondamente, como hacíamos hace mucho tiempo, cuando la simplicidad de nuestra mente nos permitía ser totalmente libres; y volveremos a serlo. 

Fotografía: Maranda Fotografía