24 de agosto de 2015

La auténtica mierda siempre salpica

Al igual que un árbol, las acciones, los problemas, las situaciones, los finales… Todo comienza en las raíces, y después se eleva, fuerte y con decisión, hasta el punto de ramificarse en extremo, sin saber hasta dónde llegará todo ese cúmulo; al igual que las ramas, sin saber si alcanzarán los cielos, si adoptarán formas hermosas a modo de final feliz o por el contrario cobrarán formas grotescas. No sabremos si acabarán calcinadas o florecerán; tan solo que habrá decenas, cientos, y que se perderán en la distancia, ajenas a nuestro control.

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Nada puede lograr gran magnitud cuando se desarrolla en su particular microcosmos, cuando alcanza su conclusión y clímax en un ambiente más cerrado y personal; más íntimo. De ser así las partículas que salen despedidas de la bola de fuego producida por la explosión de su término y muerte solo son reconocidas por unos cuantos, solo afecta a unos pocos, y este hecho, que ni remotamente le resta relevancia, hace que dicho final parezca tener importancia y consecuencias solo a pequeña escala, imperceptible para el resto. Finales son finales, independientemente de tu posición en el radio de la onda expansiva; es algo que muchos parecen olvidar, o una equívoca creencia el hecho de que piensen que no es así, que no todo tiene su culminación.

Y otro error es esperar la llegada de una señal, de una diminuta vibración que te sacuda el cuerpo anunciando que ya queda poco, un débil pulso que llegue a tus oídos instándote a mirar arriba, revelándote que el diáfano cristal del que se compone la esfera que todo lo guarda ha comenzado a crujir y resquebrajarse, y que en muy poco tiempo el cielo llorará mortales y cristalinas partículas.

Todos nosotros, hombres y mujeres, actuamos, realizamos acciones, que a su vez generan consecuencias, y todas las energías surgidas de esos actos y los que los siguen viajan y mutan, irradian sus propias ondas, y todo cuanto signifiquen quedará al final concentrado en un punto, un único punto que será diminuto, pero que irá creciendo hasta poseer una monstruosa envergadura. Al final engulle y absorbe tanto que su densidad alcanza límites insospechados y piensas, “todavía aguantará un poco más”, pero joder, algún día rebasará ciertas fronteras y reventará, y claro que sucede. Llega ese final, y era fácil verlo venir, porque tenías una inmensa bola de mierda a tus espaldas, una que te seguía a todas partes, que paseaba tras de ti, una cuya sombra empequeñecía la tuya, hasta que la energía se libera, se crea la bola de fuego y la mierda sale despedida, y si ha sido buena y auténtica, salpicará a todo el mundo, y entonces su veracidad y evidencia quedarán confirmadas. Esto es fácil, es enorme y se ve venir, pero rara vez sucede así.

Lo normal es que esos montones de situaciones y problemas, que forman un complejo y caótico entramado de hilos tan infamemente largo que al final es difícil discernir entre su origen y su límite, no exploten tan explícitamente, no tanto como para que podamos verlo y vernos salpicados de él directamente, no. No esperes ver crujir las alturas, escuchar la explosión en la distancia, o en tus propias narices, no. Lo normal, y algo jodido hablando de mierda, es que suceda sutilmente, de forma poética y tan paulatina que hasta resulte hermosa y contradictoria. Se abrirá una pequeña rajita que dejará escapar una gota de lluvia, una que apenas te rozará, a la que seguirán poco a poco decenas, cientos y miles de millones de gotas más, de una lluvia sucia y ennegrecida. Será petróleo lo que manen los cielos y lodo lo que quede en la tierra, y cuando menos te des cuenta, la mitad de esos problemas habrán pasado ya, la mitad de las situaciones habrán concluido y un puñado de finales se habrán sucedido, conformando el auténtico y gran final de forma suave y casi imperceptible. Adiós al gran espectáculo, a los brillos y al fuego, aunque los restos sean igualmente tristes y mortíferos, y dramático el clímax; una cosa no quita la otra.

No escuché nada, caminé despreocupado por las áridas y soleadas calles, pero sí vi en la noche el tenue brillo de los rayos, rugiendo a cientos de kilómetros, y entendí que era el principio del fin, que habría una furiosa y densa metamorfosis, cuando se cruzaran distintos finales y convergieran al concluir las etapas; porque sí, la vida es un entramado formado por etapas finitas, y así se suceden. La muerte de todas las cosas es muchas veces lenta, y llama a la puerta sin previa invitación. Solo cabe la aceptación y la esperanza del nuevo resurgir. Es comprensible y entendible, pero llega un día en que te miras y te ves salpicado; manchas que han ido apareciendo sobre ti con el paso del tiempo, cuando la mierda saltaba de todas partes, y miras a tus iguales y están igualmente sucios, pero llegará una tormenta que barrerá toda esa mierda; sin duda la habrá. Podrá ser también lenta y hermosa, o frenética y furiosa, anunciada por un previo fuego que nos haga entrecerrar los ojos.  

El complejo mundo occidental, tan elaborado y complicado, ramificado y evolucionado, mecánico y tecnológico, aquel que en su base y esencia ha seguido siendo todo este largo tiempo una sólida aunque simple estructura de madera, troncos y tablas unidas por barro y saliva, ha estallado; ha explotado sutil y violentamente y sus restos han quedado esparcidos en el eterno mar en calma que todo lo sostiene, y ya solo brillan las ascuas; soplemos las pequeñas llamas hasta extinguirlas, construyamos balsas con los restos de la civilización y velas con nuestras prendas desgarradas, salpicadas, despojándonos de los escudos y las barreras y descubriéndonos a nosotros mismos. Ese transporte, formado con las ruinas del pasado, será la base del nuevo mundo, los primeros pilares que sostengan el futuro. Simplemente, dejémonos arrastrar por la suave brisa hacia la resurrección, hacia las nuevas vidas y etapas que vendrán, que crecerán hasta alcanzar su cenit y que algún día volverán a desvanecerse. Enjuagar y repetir, es el único modo de sobrevivir. 

  • Fotografía: Irene Aguilar Diéguez

13 de agosto de 2015

Suena el verano


Una pasmosa quietud que canta a través de la tarde, larga y tranquila, y un sol rojo que no espera, que se desliza en la lejanía, lentamente, entonando una melodía, alumbrando con su partida a las estrellas apagadas que danzan en la noche veraniega. Las nubes que se condensan y arden, que llueven fulgurantes chispas nacidas en brumosos océanos sumidos en tibias y cálidas tinieblas. Todo lo arrastra y transporta el verano, lo guía hasta las saladas y purificadoras aguas, lo bate en las olas, lo impregna en las blancas arenas y se lo lleva al pasado, al tiempo del olvido. Ya nada más salvo el calor, con pesado rostro, con marcadas ojeras y edulcorado aliento, asoma por la ventana. Ha muerto el frío, no corre el viento, ni la brisa, no crujen las ramas del otoño, ni el aire cargado con aromas de esencia marina, recuerdo del tequila; las ácidas fragancias que acompañan la reminiscencia de cabellos que ondearon hace mucho, que ya partieron; ojos que nunca más brillarán e iluminarán el trayecto, el camino polvoriento y arenoso en el que nos perdimos, en el que nos volvimos rebeldes mientras el mundo seguía girando, en aquel tiempo en que latían con fuerza las perlas hundidas, naufragadas cuando las aguas se congelaron y los cristales se resquebrajaron, dividiendo reflejos y sueños; destinos.

Todavía vibran las amarillentas hojas bajo la afilada pluma, la que teje ilusiones, la que alza montañas y hunde imperios, aplasta temores y barre inquietudes, la que vive y respira, la bombea sudor y sangre, la que diluye y hace fluir los pensamientos; la que activa las emociones y enciende las pasiones.

Es el verano el que condensa, eleva vivencias y rige, desordena las moléculas y vuelve lo cotidiano caótico y extraordinario. Libera las almas y crea soberanos de mundos propios; solo queda ver lo que aguarda tras su paso fugaz y pesado, tras la puerta entornada, de pálida madera; la esencia que ruge y no espera, que todo se lo lleva. La ventana es la puerta ahora, se quiebra el cristal, explota en mil pequeñas partículas, y a través del hueco, a través del vacío, se cuela la luz de la luna, que es dulce y recuerda a la amargura de la ausencia, pero también es cura; renovación.

La blancura contra las olas es la música, psicodelia estampada en espumosa aurora, la que transporta el tiempo, la que nos permite esquivarlo, sortearlo. Y también nos lleva a nosotros, hasta que nos consume y devora, hasta que nos inmortaliza impidiendo la derrota, nos convierte en recuerdos y bendice lo que queda tras ellos, los cuerpos marchitos y las almas quemadas.

Nada, un silencio tan grande como la noche, tan ensordecedor como la muerte de una supernova desatada en el hiperespacio. Días vacíos y dilatados, sin sombras que guarden y cobijen; pétreos manantiales secos y olvidados que fueron los oasis que bailaban en la difuminada distancia, el engaño enmascarado que contenía la falsa promesa de viejas flores que renacerían para brillar como lo hicieron, para que dieran de nuevo energías al sol que nos alumbró cuando nacimos y comenzamos a perecer. No más sueños quebrados, amnistía para los corazones rotos y para los luchadores desarraigados, para los proscritos, aquellos que pecaron; que se aniquilen las leyes y las penas, que se levante toda barrera y se destruyan las condenas eternas, para que los hijos pródigos puedan al fin regresar al cielo que siempre les perteneció, el que sus ancestros erigieron, donde todavía los relojes de la felicidad siguen funcionando y el tiempo ha colapsado. Que todos podamos pasar al otro lado, en el que no erramos el día de la inflexión, ese mundo en que no dejamos que las sombras nos vencieran ni vaciamos mil botellas tratando de olvidarlo, intentando buscar la respuesta, la solución, aquella que no estaba en el fondo sino en las alturas, sobre las estrellas, en las ansias y los ánimos ocultos por emprender un segundo camino de redención y superación.

Volvamos a vivir aquel verano olvidando que el frío algún día volverá. Aspiremos el presente, inhalémoslo hasta que arda el pasado y reluzca el futuro, como una penetrante mirada cargada de luz al doblar la primera esquina, como un ascua viviente de lo que permanece y resplandece, como una cálida bienvenida, como una señal en el interior que te dice que ya ha pasado todo, que ya no hay sangrado, que todo irá bien. Volvamos a vivir aquel verano y todos los que vengan, porque el calor que contiene abrasa, funde y borra, cura y olvida, perdona y libera; es la transición entre etapas, el mundo intermedio, el limbo transicional. Solo un rayo más, un ardiente hilo de luz y la fortaleza estará terminada, no temblará más el pulso, y los latidos se proyectarán hasta el infinito. Entonces las grandes puertas se abrirán, toneladas de puro acero moviéndose al unísono y todo habrá terminado; y todo habrá empezado. Ahí está, ya es visible; vayamos. 

  • Fotografía: Irene Aguilar Diéguez

4 de agosto de 2015

Apertura

Es hermoso aquello de nacer. Algo que solo nos sucede una vez en la vida; un hecho físico, simple en cierto sentido, y más allá de las complicaciones que pueda comportar, no nos detenemos a pensar que esa acción es portadora de miles de millones de posibles caminos; un nacimiento es un origen que a su vez da a luz infinitas posibilidades, y tal vez en esa incertidumbre se halle la belleza de lo desconocido. ¿Y qué simboliza, el nacimiento, en su significado más primario? Simboliza el solo hecho de la transformación, porque ya somos, antes de nacer, antes de ser, casi literalmente, arrojados a este mundo de luces parpadeantes y constante confusión, pero llegamos y cambiamos de estado, y no dejamos de hacerlo hasta que, tal y como un día abrimos los ojos por primera vez, otro dejamos de hacerlo; los cerramos para siempre. Así nos sucede a los seres, y algo similar ocurre con lo abstracto, con las ideas. Ya son, antes de ser materializadas de un modo u otro, antes de nacer definitivamente. Habrá quien crea que también nosotros existimos ya antes de existir, en otro lugar, en una nada llamada inexistencia, flotando en esa nulidad incorpóreamente. El nacimiento de las ideas comporta, en este sentido, una transformación que va del caos en la inmaterialidad abstracta de nuestra mente hasta la plasmación física en nuestro mundo de realidad. Hablo, en concreto, de las ideas escritas. 

Concebidas caóticamente por letras sueltas vagando solitarias en lo que nosotros proyectamos en nuestra imaginación, se juntan unas a otras para formar palabras enteras, frases y líneas, párrafos y páginas. Obras completas que son historias, que nacieron diminutas como células y crecieron desmesuradamente hasta albergarnos de un modo u otro, a nosotros también, seres vivos, en ellas, en esas narraciones que nos hacen soñar y volar y que a la vez permiten que produzcamos nuevos nacimientos y transformaciones, creando un bucle infinito de vida que se plasma en páginas en blanco, que pasan de ser papel arrancado de la naturaleza a convertirse en el útero de aquello que alumbramos. Es esa una de las cualidades de la escritura, la de hurgar en el convulso y puro caos para extraer aquello que tenga un mínimo significado y crear orden a partir de esas diminutas motas de confusión que chocan unas contra otras. 

Y este es un principio de tantos, el nacimiento de algo que se hará más o menos grande, pero que indudablemente irá creciendo y evolucionando con el tiempo, con decenas de ideas y pensamientos, con flujos de emociones y tentáculos de caos, ordenados mediante sudor y sangre y noches en vela. Se hablará también de finales, parciales y absolutos, pero eso aún está lejos de llegar. Tan solo es el comienzo.