Una pasmosa quietud que canta a
través de la tarde, larga y tranquila, y un sol rojo que no espera, que se
desliza en la lejanía, lentamente, entonando una melodía, alumbrando con su
partida a las estrellas apagadas que danzan en la noche veraniega. Las nubes
que se condensan y arden, que llueven fulgurantes chispas nacidas en brumosos
océanos sumidos en tibias y cálidas tinieblas. Todo lo arrastra y transporta el
verano, lo guía hasta las saladas y purificadoras aguas, lo bate en las olas,
lo impregna en las blancas arenas y se lo lleva al pasado, al tiempo del
olvido. Ya nada más salvo el calor, con pesado rostro, con marcadas ojeras y
edulcorado aliento, asoma por la ventana. Ha muerto el frío, no corre el
viento, ni la brisa, no crujen las ramas del otoño, ni el aire cargado con
aromas de esencia marina, recuerdo del tequila; las ácidas fragancias que
acompañan la reminiscencia de cabellos que ondearon hace mucho, que ya
partieron; ojos que nunca más brillarán e iluminarán el trayecto, el camino
polvoriento y arenoso en el que nos perdimos, en el que nos volvimos rebeldes
mientras el mundo seguía girando, en aquel tiempo en que latían con fuerza las
perlas hundidas, naufragadas cuando las aguas se congelaron y los cristales se
resquebrajaron, dividiendo reflejos y sueños; destinos.
Todavía vibran las amarillentas
hojas bajo la afilada pluma, la que teje ilusiones, la que alza montañas y
hunde imperios, aplasta temores y barre inquietudes, la que vive y respira, la
bombea sudor y sangre, la que diluye y hace fluir los pensamientos; la que
activa las emociones y enciende las pasiones.
Es el verano el que condensa,
eleva vivencias y rige, desordena las moléculas y vuelve lo cotidiano caótico y
extraordinario. Libera las almas y crea soberanos de mundos propios; solo queda
ver lo que aguarda tras su paso fugaz y pesado, tras la puerta entornada, de
pálida madera; la esencia que ruge y no espera, que todo se lo lleva. La
ventana es la puerta ahora, se quiebra el cristal, explota en mil pequeñas
partículas, y a través del hueco, a través del vacío, se cuela la luz de la
luna, que es dulce y recuerda a la amargura de la ausencia, pero también es
cura; renovación.
La blancura contra las olas es la
música, psicodelia estampada en espumosa aurora, la que transporta el tiempo,
la que nos permite esquivarlo, sortearlo. Y también nos lleva a nosotros, hasta
que nos consume y devora, hasta que nos inmortaliza impidiendo la derrota, nos
convierte en recuerdos y bendice lo que queda tras ellos, los cuerpos marchitos
y las almas quemadas.
Nada, un silencio tan grande como
la noche, tan ensordecedor como la muerte de una supernova desatada en el
hiperespacio. Días vacíos y dilatados, sin sombras que guarden y cobijen;
pétreos manantiales secos y olvidados que fueron los oasis que bailaban en la
difuminada distancia, el engaño enmascarado que contenía la falsa promesa de
viejas flores que renacerían para brillar como lo hicieron, para que dieran de
nuevo energías al sol que nos alumbró cuando nacimos y comenzamos a perecer. No
más sueños quebrados, amnistía para los corazones rotos y para los luchadores
desarraigados, para los proscritos, aquellos que pecaron; que se aniquilen las
leyes y las penas, que se levante toda barrera y se destruyan las condenas
eternas, para que los hijos pródigos puedan al fin regresar al cielo que
siempre les perteneció, el que sus ancestros erigieron, donde todavía los
relojes de la felicidad siguen funcionando y el tiempo ha colapsado. Que todos
podamos pasar al otro lado, en el que no erramos el día de la inflexión, ese
mundo en que no dejamos que las sombras nos vencieran ni vaciamos mil botellas
tratando de olvidarlo, intentando buscar la respuesta, la solución, aquella que
no estaba en el fondo sino en las alturas, sobre las estrellas, en las ansias y
los ánimos ocultos por emprender un segundo camino de redención y superación.
Volvamos a vivir aquel verano
olvidando que el frío algún día volverá. Aspiremos el presente, inhalémoslo
hasta que arda el pasado y reluzca el futuro, como una penetrante mirada
cargada de luz al doblar la primera esquina, como un ascua viviente de lo que
permanece y resplandece, como una cálida bienvenida, como una señal en el
interior que te dice que ya ha pasado todo, que ya no hay sangrado, que todo
irá bien. Volvamos a vivir aquel verano y todos los que vengan, porque el calor
que contiene abrasa, funde y borra, cura y olvida, perdona y libera; es la
transición entre etapas, el mundo intermedio, el limbo transicional. Solo un
rayo más, un ardiente hilo de luz y la fortaleza estará terminada, no temblará
más el pulso, y los latidos se proyectarán hasta el infinito. Entonces las
grandes puertas se abrirán, toneladas de puro acero moviéndose al unísono y
todo habrá terminado; y todo habrá empezado. Ahí está, ya es visible; vayamos.
- Fotografía: Irene Aguilar Diéguez
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