13 de agosto de 2015

Suena el verano


Una pasmosa quietud que canta a través de la tarde, larga y tranquila, y un sol rojo que no espera, que se desliza en la lejanía, lentamente, entonando una melodía, alumbrando con su partida a las estrellas apagadas que danzan en la noche veraniega. Las nubes que se condensan y arden, que llueven fulgurantes chispas nacidas en brumosos océanos sumidos en tibias y cálidas tinieblas. Todo lo arrastra y transporta el verano, lo guía hasta las saladas y purificadoras aguas, lo bate en las olas, lo impregna en las blancas arenas y se lo lleva al pasado, al tiempo del olvido. Ya nada más salvo el calor, con pesado rostro, con marcadas ojeras y edulcorado aliento, asoma por la ventana. Ha muerto el frío, no corre el viento, ni la brisa, no crujen las ramas del otoño, ni el aire cargado con aromas de esencia marina, recuerdo del tequila; las ácidas fragancias que acompañan la reminiscencia de cabellos que ondearon hace mucho, que ya partieron; ojos que nunca más brillarán e iluminarán el trayecto, el camino polvoriento y arenoso en el que nos perdimos, en el que nos volvimos rebeldes mientras el mundo seguía girando, en aquel tiempo en que latían con fuerza las perlas hundidas, naufragadas cuando las aguas se congelaron y los cristales se resquebrajaron, dividiendo reflejos y sueños; destinos.

Todavía vibran las amarillentas hojas bajo la afilada pluma, la que teje ilusiones, la que alza montañas y hunde imperios, aplasta temores y barre inquietudes, la que vive y respira, la bombea sudor y sangre, la que diluye y hace fluir los pensamientos; la que activa las emociones y enciende las pasiones.

Es el verano el que condensa, eleva vivencias y rige, desordena las moléculas y vuelve lo cotidiano caótico y extraordinario. Libera las almas y crea soberanos de mundos propios; solo queda ver lo que aguarda tras su paso fugaz y pesado, tras la puerta entornada, de pálida madera; la esencia que ruge y no espera, que todo se lo lleva. La ventana es la puerta ahora, se quiebra el cristal, explota en mil pequeñas partículas, y a través del hueco, a través del vacío, se cuela la luz de la luna, que es dulce y recuerda a la amargura de la ausencia, pero también es cura; renovación.

La blancura contra las olas es la música, psicodelia estampada en espumosa aurora, la que transporta el tiempo, la que nos permite esquivarlo, sortearlo. Y también nos lleva a nosotros, hasta que nos consume y devora, hasta que nos inmortaliza impidiendo la derrota, nos convierte en recuerdos y bendice lo que queda tras ellos, los cuerpos marchitos y las almas quemadas.

Nada, un silencio tan grande como la noche, tan ensordecedor como la muerte de una supernova desatada en el hiperespacio. Días vacíos y dilatados, sin sombras que guarden y cobijen; pétreos manantiales secos y olvidados que fueron los oasis que bailaban en la difuminada distancia, el engaño enmascarado que contenía la falsa promesa de viejas flores que renacerían para brillar como lo hicieron, para que dieran de nuevo energías al sol que nos alumbró cuando nacimos y comenzamos a perecer. No más sueños quebrados, amnistía para los corazones rotos y para los luchadores desarraigados, para los proscritos, aquellos que pecaron; que se aniquilen las leyes y las penas, que se levante toda barrera y se destruyan las condenas eternas, para que los hijos pródigos puedan al fin regresar al cielo que siempre les perteneció, el que sus ancestros erigieron, donde todavía los relojes de la felicidad siguen funcionando y el tiempo ha colapsado. Que todos podamos pasar al otro lado, en el que no erramos el día de la inflexión, ese mundo en que no dejamos que las sombras nos vencieran ni vaciamos mil botellas tratando de olvidarlo, intentando buscar la respuesta, la solución, aquella que no estaba en el fondo sino en las alturas, sobre las estrellas, en las ansias y los ánimos ocultos por emprender un segundo camino de redención y superación.

Volvamos a vivir aquel verano olvidando que el frío algún día volverá. Aspiremos el presente, inhalémoslo hasta que arda el pasado y reluzca el futuro, como una penetrante mirada cargada de luz al doblar la primera esquina, como un ascua viviente de lo que permanece y resplandece, como una cálida bienvenida, como una señal en el interior que te dice que ya ha pasado todo, que ya no hay sangrado, que todo irá bien. Volvamos a vivir aquel verano y todos los que vengan, porque el calor que contiene abrasa, funde y borra, cura y olvida, perdona y libera; es la transición entre etapas, el mundo intermedio, el limbo transicional. Solo un rayo más, un ardiente hilo de luz y la fortaleza estará terminada, no temblará más el pulso, y los latidos se proyectarán hasta el infinito. Entonces las grandes puertas se abrirán, toneladas de puro acero moviéndose al unísono y todo habrá terminado; y todo habrá empezado. Ahí está, ya es visible; vayamos. 

  • Fotografía: Irene Aguilar Diéguez

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