15 de mayo de 2017

¡Máscaras fuera!


Muéstrame quién eres, venga, hazlo sin miedo. Esto no va de apariencias, sé que muchos llevan con orgullo una máscara que los oculta, pero quítatela solo esta vez. Quítate la máscara tras la que te escondes y toda la ropa y muéstrate tal cual eres. No tengas miedo al qué dirán, a lo que puedan pensar, no, nada de eso. Que se jodan, ellos y todos los que vengan detrás, solo sé tú mismo; preocúpate por aquellos que te rodean, que aguantan contigo a diario el fuerte tirón de la vida, y olvídate de las fotos, las redes sociales, el puto postureo y toda esa mierda que trae consigo. Eso no es más que falsedad, la vomitiva farándula televisiva traída a todos los hogares y a todos los usuarios, a la gente de la calle, de a pie, para que se crean estrellas durante un día cuando en realidad estarán tan vacíos como aquellos a los que, con grotesco resultado, tratan de imitar sin resultado. 

Olvidémonos por una noche del móvil, de esa vida paralela que reside tras la pantalla, del reflejo en el espejo, solo seamos nosotros mismos y salgamos a la calle a emborracharnos, a gritar en cada avenida, a detener el tráfico, a delinquir un poco; dediquémonos por una noche a ser felices de verdad, y no regresemos hasta mañana a las once de la mañana, cuando el sol ya alto bañe nuestros rostros demacrados, y los demás transeúntes nos miren y se pregunten: «¿Por qué sonríen?» Exacto, eso es. 

Y cuando nos separemos y regreses a casa, no sigas preocupándote por las gilipolleces de siempre. A la gente se la va a sudar cómo vistas, cómo seas, con quién andes y a quién te folles; tienen problemas más importantes que tu vida, y si no los tienen es que son meras estatuas que caminan por alguna broma del destino. Deja de preocuparte por la gente que no pierde un minuto contigo, deja de esperar milagros que no van a suceder y a aquellos que no van a regresar por mucho que reces, échale un vistazo únicamente a esos que han tragado tanta mierda contigo que cualquier día reventarán, antes que tú, pues esos son los buenos, a los que debes ayudar y amar; los demás solo son imágenes proyectadas en una pared resquebrajada. 

Quítate la puta máscara, que el que te vaya a querer lo hará por quién eres y no por quien aparentas ser; eso solo te ridiculiza, te homogeneiza y te resta originalidad. Al final ser un personaje es algo bueno, piénsatelo bien, así que si ya lo eres poténcialo al máximo y despójate de cualquier máscara que se exhiba en el primer escaparate de turno. Porque hacen falta más personajes; caricaturas hay demasiadas, pintando las calles, invadiendo las redes, eyaculando su veneno por doquier, ocultando lo verdaderamente importante. ¿Que qué es? Eso ya que lo descubra cada uno por sí mismo, pero pásame una lata y deja esa máscara de lado, que es fea de cojones y da una imagen equivocada.  

5 de mayo de 2017

El Rey de la mundanidad


No hay ya nada que hacer. El ciclismo te atrapa, y no es el del Tour de Francia. El surrealismo cotidiano da una contundente pedrada y rompe tu ventana, para que entre la brisa, para que pase la primavera y te penetre; luego alumbras una buena alergia de esas que rejuvenecen el espíritu, y sales volando por la puerta que has reventado a base de cabezazos. 


Había una débil luz al fondo. Casi habías olvidado cómo era sentirla en esa piel que ya no es broncínea, que ha perdido el color y está pintada de un pálido blanco cenizo. Escuchabas voces nacidas al otro lado, ecos de remembranzas diluidas. Veías chispas cuando cerrabas los ojos, centelleos granates que pintaban el negro, dándole un brillo que lo hacía aún más oscuro; ondas de tinieblas rellenando los surcos de las paredes, los arañazos en el acero, las quemaduras en las sienes; hora de salir.

Porque la ventana vomitaba amagos cromáticos en esa estancia plomiza, rayos ilusorios que bosquejaban las posibilidades exteriores en ese suelo resquebrajado en que las malas hierbas se abrían paso. 

Escuchabas aquella canción una y otra vez. Los primeros acordes entraban en ti como una enfermedad. El bajo marcaba el pulso del submundo. Las voces invadían la habitación como una estruendosa y caótica algarabía de manicomio. Todos los locos vivían en ti. El humo iba quedando impregnado en las paredes y en el techo, colapsando el ambiente. Cabezas que estallaban, botellas haciéndose añicos, sonrisas suspendidas en el aire y ojos crujiendo al abrirse y cerrarse. Un letargo demasiado largo. 

Al fin has salido. Las calles nunca han olido mejor. Ha desaparecido el mefítico rastro de pérdida que las impregnaba; se lo tragó la alcantarilla o ascendió a los cielos amarillos. Ahí estás, expuesto en un escaparate, prístina sonrisa en los labios y un guiño que emite un fulgor especial. Ahí donde hemos estado todos: espaldas apoyadas contra la pared, cintas en el pelo, zapatillas destrozadas, camisetas manchadas, saliva gorgoteando de la boca, aguardando un balonazo; futuros que han sido barridos. 

Las calles están vacías y nunca resonaron mejor. No quedan taxis, autobuses, coches patrulla ni motos trucadas en estas vías adoquinadas, en los senderos de esa habitación sin cuarta pared. Puedes gritar, saltar, bailar y nadie irá a detenerte; tampoco a sumársete. No queda nadie en esa Gran vía de luces fundidas. Las bombillas rotas son ondulantes océanos que te llevan, acunándote fríamente. 


Sales al fin a impregnarte de esa primavera que llueve como fuego de los árboles. Te sientas en una solitaria mesa de una terraza, tomas tu café solo y fumas media docena de cigarrillos. Garabateas cualquier cosa en tu ajada libreta, quizá alguna idea furiosa, un sueño olvidado, una meta difuminada, unos versos torcidos. Pateas las calles que haces tuyas, te relacionas de nuevo; es el despertar a un mundo que habías dejado atrás. Vuelve a mezclarte con esa farándula que olvidaste, ponte la máscara y ríe como un demonio. Sé un ejemplo a seguir, luego, bajo mano, urde los planes que mejor te convengan. Bendice a todos con el perfume que robaste del Infierno y sé un santo para los que dejaron de creer. Cree en ti, cree en que la vida es buena y sigue adelante. 

Escucha unas rumbitas el domingo por la tarde, empápate de sidra y cerveza, ríe a carcajadas cuando muera la noche, vanagloriándote de que sigues vivo, de que nadie ha podido exterminarte. Roba unas cuantas sonrisas, produce miradas que derritan edificios y recita unas cuantas epopeyas de sexo y violencia. Inúndate del calor de la gente, acércate a cualquier persona que te guste y consigue sacarle los colores con unos cuantos gestos y dile: «Eres el sol que se sonroja cuando me acerco». Eres la noche para él o para ella, eres la pieza que faltaba en tanto puzzle incompleto.

Escucha una conversación entre tus amigas: «Quedamos y nos arreglamos, y puede que nos toquemos las tetas, y quizá luego nos masturbemos la una a la otra»; fantástico. Que te bauticen todas esas historias y te hagan renacer como el rey y el azote de todas sus andaduras.

Sé su luz, sé su música, sé su motivo y también su pena, su arrepentimiento; sé el error que cometerían una y otra vez, en mil ocasiones hasta perder la cabeza, tal y como tú lo hiciste en tu ausencia en aquella habitación cerrada. Vives rodeado de profanos y frivolidad. Sé, pues, el rey de la mundanidad.