En muchas ocasiones la gente suele decir que somos lo que hacemos, o aquello que hemos conseguido. ¿Pero qué ocurriría si esto no fuera así? Bien podría plantearse al revés. Porque, ¿qué sucedería si en realidad fuéramos nuestras ausencias?
Tenemos una concepción sobre la vida que nos dice que nacemos sin nada y paso a paso, día tras día y año tras año vamos consiguiendo cosas, construyéndonos a nosotros mismos, nutriéndonos de nuestro entorno y de los demás, pues también suelen decir que somos los que nos rodean. Quizá podría ser al contrario, naciendo con todo e ir perdiendo a lo largo del camino. No seríamos, entonces, todo aquello que hemos conseguido, sino nuestras pérdidas, nuestras faltas y ausencias, como veníamos diciendo.
Muchos pensarán que esto es triste, amargo, pero no tendría por qué ser así. Quizá Scott Fitzgerald dio en el clavo en cierta manera con su relato, una especie de vida y “crecimiento” invertidos. Las personas podríamos ser como el proceso de elaboración de una escultura. Cuando naciéramos seríamos como un gran bloque de mármol, informe, sin personalidad, sin anécdotas, sin vivencias… Tendríamos todo, pero también en ese conglomerado entraría lo malo, porque las ausencias no tienen por qué ser siempre negativas; en ocasiones logramos desprendernos de aquello que nos hacía daño, que nos hacía peores y mejoramos como seres humanos. La vida nos iría esculpiendo poco a poco, a veces con suavidad y otras con dureza, en ocasiones con leves toques y en otras con contundentes martillazos que nos dejarían descolocados, pero al final de nuestra existencia no seríamos otra cosa que la hermosa escultura terminada, en su forma final.
No es descabellado al fin y al cabo, porque a lo largo del recorrido sí vamos acumulando pérdidas. Logros, bienes materiales, personas… Es una pérdida tras otra, una ausencia tras otra, y aprendemos a vivir con ellas –o sin ellas– y eso nos hace más grandes, nos hace crecer como personas. Y al final, lógicamente, tenemos la gran ausencia, la muerte, que es la vida arrebatándonos la propia vida, privándonos de ella misma y dejando una imagen fija de nosotros, tanto físicamente como en la memoria de los nuestros, una inmortal que ya no mutará nunca más porque, para nosotros, el tiempo habrá dejado de existir. Y ahí estaremos, como una escultura en su forma final.
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