28 de agosto de 2016

Fragmentos de mis realidades con ella


Desperté al amanecer y simplemente la observé, tumbada boca arriba en la cama a mi lado. La luz del alba la iluminaba con sutileza, como si temiera dañarla. Observé cómo su pecho se hinchaba levemente con cada respiración pausada y tranquila. Toda ella era una calma total, su rostro en completa paz con el mundo, una ligera sonrisa esbozada en sus labios. Estaba preciosa. 

No pretendía agradar a nadie, ni destacar. Ni pizca de maquillaje, algún leve rastro de cansancio. Y por eso estaba tan hermosa, porque no pretendía estarlo para nadie salvo para sí misma. Yo sabía que había fuego bajo sus párpados, en su profunda mirada, pero se veía eclipsada por un mar en calma. 

Solo era ella, al natural, dormida, y estaba a mi lado. Así, cada mañana, estaba más guapa que nunca. 

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Emergió de pronto de la más densa oscuridad para alzarse como la última luz que iluminaría mi camino, como la última esperanza de un verano creído perdido, enterrado; como la ilusión que necesitaba mi cuerpo para sanar y mi alma para renacer. 

Desde entonces comprendí que esa ilusión, esa llama que prendió en el centro de mi abismo, es lo que al final necesita cada ser humano para seguir adelante, para creer de nuevo en la vida. 

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Me gustaba no porque fuera muy hermosa, que lo era, ni porque su cuerpo me volviera loco cuando hacíamos el amor, que lo hacía, sino porque era mucho más inteligente que yo, y no insinúo con esto que me considere más inteligente que la mayoría, pero ella conocía muchísimas cosas, sabía de muchos temas, y en los que yo podría considerarme un experto ella lo era aún más y eso hacía que la deseara con locura, porque con una conversación larga y tendida conseguía romper todos mis esquemas, volver todo mi mundo del revés, y no existe nada físico en este u otro mundo que pueda golpear más fuertemente que eso. 

Toda ella me embaucaba sobremanera, pero esa mente suya era lo que me maravillaba, me descolocaba y me enamoraba. Era mi perdición guardada en un precioso estuche, y gracias a la suerte de la vida podía abrirlo cuando quisiera, que era en todo momento. 

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