Al igual que un árbol,
las acciones, los problemas, las situaciones, los finales… Todo comienza en las
raíces, y después se eleva, fuerte y con decisión, hasta el punto de
ramificarse en extremo, sin saber hasta dónde llegará todo ese cúmulo; al igual
que las ramas, sin saber si alcanzarán los cielos, si adoptarán formas hermosas
a modo de final feliz o por el contrario cobrarán formas grotescas. No sabremos
si acabarán calcinadas o florecerán; tan solo que habrá
decenas, cientos, y que se perderán en la distancia, ajenas a nuestro control.
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Nada puede lograr gran
magnitud cuando se desarrolla en su particular microcosmos, cuando alcanza su
conclusión y clímax en un ambiente más cerrado y personal; más íntimo. De ser
así las partículas que salen despedidas de la bola de fuego producida por la
explosión de su término y muerte solo son reconocidas por unos cuantos, solo
afecta a unos pocos, y este hecho, que ni remotamente le resta relevancia, hace
que dicho final parezca tener importancia y consecuencias solo a pequeña
escala, imperceptible para el resto. Finales son finales, independientemente de
tu posición en el radio de la onda expansiva; es algo que muchos parecen
olvidar, o una equívoca creencia el hecho de que piensen que no es así, que no
todo tiene su culminación.
Y otro error es esperar
la llegada de una señal, de una diminuta vibración que te sacuda el cuerpo
anunciando que ya queda poco, un débil pulso que llegue a tus oídos instándote
a mirar arriba, revelándote que el diáfano cristal del que se compone la esfera
que todo lo guarda ha comenzado a crujir y resquebrajarse, y que en muy poco
tiempo el cielo llorará mortales y cristalinas partículas.
Todos nosotros, hombres
y mujeres, actuamos, realizamos acciones, que a su vez generan consecuencias, y
todas las energías surgidas de esos actos y los que los siguen viajan y mutan,
irradian sus propias ondas, y todo cuanto signifiquen quedará al final
concentrado en un punto, un único punto que será diminuto, pero que irá
creciendo hasta poseer una monstruosa envergadura. Al final engulle y absorbe
tanto que su densidad alcanza límites insospechados y piensas, “todavía
aguantará un poco más”, pero joder, algún día rebasará ciertas fronteras y
reventará, y claro que sucede. Llega ese final, y era fácil verlo venir, porque
tenías una inmensa bola de mierda a tus espaldas, una que te seguía a todas
partes, que paseaba tras de ti, una cuya sombra empequeñecía la tuya, hasta que
la energía se libera, se crea la bola de fuego y la mierda sale despedida, y si
ha sido buena y auténtica, salpicará a todo el mundo, y entonces su veracidad y
evidencia quedarán confirmadas. Esto es fácil, es enorme y se ve venir, pero
rara vez sucede así.
Lo normal es que esos
montones de situaciones y problemas, que forman un complejo y caótico entramado
de hilos tan infamemente largo que al final es difícil discernir entre su
origen y su límite, no exploten tan explícitamente, no tanto como para que
podamos verlo y vernos salpicados de él directamente, no. No esperes ver crujir
las alturas, escuchar la explosión en la distancia, o en tus propias narices,
no. Lo normal, y algo jodido hablando de mierda, es que suceda sutilmente, de
forma poética y tan paulatina que hasta resulte hermosa y contradictoria. Se
abrirá una pequeña rajita que dejará escapar una gota de lluvia, una que apenas
te rozará, a la que seguirán poco a poco decenas, cientos y miles de millones
de gotas más, de una lluvia sucia y ennegrecida. Será petróleo lo que manen los
cielos y lodo lo que quede en la tierra, y cuando menos te des cuenta, la mitad
de esos problemas habrán pasado ya, la mitad de las situaciones habrán
concluido y un puñado de finales se habrán sucedido, conformando el auténtico y
gran final de forma suave y casi imperceptible. Adiós al gran espectáculo, a
los brillos y al fuego, aunque los restos sean igualmente tristes y mortíferos,
y dramático el clímax; una cosa no quita la otra.
No escuché nada, caminé
despreocupado por las áridas y soleadas calles, pero sí vi en la noche el tenue
brillo de los rayos, rugiendo a cientos de kilómetros, y entendí que era el
principio del fin, que habría una furiosa y densa metamorfosis, cuando se
cruzaran distintos finales y convergieran al concluir las etapas; porque sí, la
vida es un entramado formado por etapas finitas, y así se suceden. La muerte de
todas las cosas es muchas veces lenta, y llama a la puerta sin previa
invitación. Solo cabe la aceptación y la esperanza del nuevo resurgir. Es
comprensible y entendible, pero llega un día en que te miras y te ves
salpicado; manchas que han ido apareciendo sobre ti con el paso del tiempo,
cuando la mierda saltaba de todas partes, y miras a tus iguales y están
igualmente sucios, pero llegará una tormenta que barrerá toda esa mierda; sin
duda la habrá. Podrá ser también lenta y hermosa, o frenética y furiosa,
anunciada por un previo fuego que nos haga entrecerrar los ojos.
El complejo mundo
occidental, tan elaborado y complicado, ramificado y evolucionado, mecánico y
tecnológico, aquel que en su base y esencia ha seguido siendo todo este largo
tiempo una sólida aunque simple estructura de madera, troncos y tablas unidas por
barro y saliva, ha estallado; ha explotado sutil y violentamente y sus restos
han quedado esparcidos en el eterno mar en calma que todo lo sostiene, y ya
solo brillan las ascuas; soplemos las pequeñas llamas hasta extinguirlas,
construyamos balsas con los restos de la civilización y velas con nuestras
prendas desgarradas, salpicadas, despojándonos de los escudos y las barreras y
descubriéndonos a nosotros mismos. Ese transporte, formado con las ruinas del
pasado, será la base del nuevo mundo, los primeros pilares que sostengan el
futuro. Simplemente, dejémonos arrastrar por la suave brisa hacia la
resurrección, hacia las nuevas vidas y etapas que vendrán, que crecerán hasta
alcanzar su cenit y que algún día volverán a desvanecerse. Enjuagar y repetir,
es el único modo de sobrevivir.
- Fotografía: Irene Aguilar Diéguez
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