3 de septiembre de 2015

El camino a la perdición


Recorría un camino estrecho y sinuoso que se adentraba en el espesor de lo desconocido. Anduve, cientos de lunas alumbrando mis pasos. Anduve hasta topar con la señal de Camino a la Perdición. Era reinventarse, era caer y renacer, y tomé el desvío. Vi un pozo, ancho y de suaves bordes, y abajo solo se atisbaba negrura, densa y pura, y una voz que dijo “lánzate, baja”, y bajé. Volé en picado y hacia abajo, apresurado, rehuyendo al mundo, tratando de escapar de él, o de mis propios fantasmas, aquellos que me acechaban en la sombra. Y había atractivo en el nuevo camino, en la nueva personificación de lo idóneo. Era convulsión, miles de luces parpadeantes, rojo y negro intermitentes. Era emoción y tentativa, era fuego y autodestrucción. Quería huir y lo hice, quería perderme y me perdí; anduve tan lejos que al mirar atrás solo vi el difuso reflejo de mi propia imagen abatida. Rehusé ayuda y manos sanadoras. Tenía mis propios elixires, y la luz era cegadora y la música estaba muy alta; ensordecedora. Dancé y bailé con demonios que quizá eran yo mismo hasta que el ardiente sudor congelaba mi piel, hasta quedar exhausto, hasta que inmaculados ángeles de alas desgarradas me engañaron; y me ahogué. Pero era hermoso, había belleza en la mutilación de las palabras, en la metamorfosis del lenguaje, en los pinchazos de las canciones que sonaban oxidadas en mi cabeza, y al ser arrancadas de la tierra que las alimentaba soltaban volutas de cristal que crujían bajo mis botas, liberando motas de tiempo.

Era un gozo caminar sobre el pavimento mojado por las lluvias de ácido producidas en la factoría de sueños. Era un gozo sentir el viento helado golpeando mi rostro como un martillo que me moldeaba como a la arcilla, en cada golpe, con cada brutal arremetida. Era fascinante tratar de borrar los límites, difuminarlos hasta el punto de bailar en frenesí en ambos lados simultáneamente. Levantaba con cada pisada partículas de caos y me empapaba de ellas, maravillándome con aquello que edificaban. Me desanclé y volé libre y voluntariamente hacia el abismo y allí encendí el fuego que debió alertarme y que se extinguió con la primera exhalación de aliento etílico. Quizá me castigara, me aplicara a mí mismo las penitencias que nadie tuvo cojones de sentenciar. Quizá sufrí lo que quise que otros sufrieran y no supe cómo hacerles llegar ese dolor, esa abrumadora soledad, y quise experimentarlo para así reflejarlo sobre ellos, clavándome la tóxica espada que sabía que atravesaría a los demonios que llevaba pegados a la espalda, consiguiendo mi propósito a un precio demasiado elevado. Pero todo mi ser bullía, cada átomo, y ardía en intensidad, y me hacía aprender de qué material se compone la realidad. Y vi cómo actuaban las personas, de qué tejido estaban hechas; vi cómo se tejían y se formaban. Y los problemas, los que el bendito caos lleva siempre de la mano, eran fascinantes. Busqué problemas, y vaya si los encontré. Eran espirales, columnas de humo danzantes, materializadas en las personas, y surgían de las esquinas, de las alcantarillas, de todas partes. Flotaba en el aire un penetrante y dulzón aroma a azufre, a vómito, a la condensada esencia del subsuelo, del mundo subterráneo, cuya marea era gorgoteada por cada poro del asfalto, incontenible e inabarcable, tan inmensa como el cielo en la bóveda de nuestro mundo. Ese cielo que me odiaba, y yo lo sabía, e incluso quizá me gustara que lo hiciera. Era incapaz de concebirlo de otro modo. Era una realidad, el cielo me odiaba y yo lo sabía, era un pacto que teníamos, de odio mutuo, sabedores de que nunca nos encontraríamos. Trataba de joderme, a cada segundo, con cada acción que yo realizaba, y levantaba la vista y miraba hacia las alturas con furia y resignación, pero dirigía después mi mirada cargada de fuego hacia las calles y hacía que ardieran. Era su hijo desarraigado, la oveja negra que nunca se redimiría, que nunca volvería, y así continuaba caminando, brindando con cada demonio con que me cruzaba, echando con ellos un trago aquí y otro allá, repudiando ayudas divinas, y lanzando esporádicos y blasfemos alaridos a las nubes después de echar polvos surgidos de la nada, con la ira de quien desea sacarse algo oscuro del interior, y éstas se volvían negras sobre mi cabeza, amenazando con destruirme.

Pero aun así, a pesar de todo, de absolutamente todo, a pesar del desarraigo, de la angustia producida por la pérdida y la perdición, a pesar de los temblores musculares producidos por las toxinas y las enfermedades del cuerpo y el espíritu, a pesar del dolor y el pesar, de las heridas producidas por las espadas que los fantasmas blandieron un lejano día, a pesar de las luces extinguidas a media noche, dando luz al desamparo, a pesar de la oscuridad que veía en forma de tentáculos de tinieblas rodeando mi cuello, surgidos de las miradas más brillantes y arropadoras, esas que me resguardaban de las lluvias de ceniza, a pesar de la densa y pringosa negrura que se pegaba a mis pies con cada paso que daba en la dirección correcta y ascendía lentamente, quemándome, corroyéndome hasta gangrenar cada centímetro de mi piel y mi carne, cada partícula de mi alma y cada molécula de mi ser, hasta detener cada uno de mis músculos y órganos, inmovilizándome, matándome, hasta que surgía una quimera disfrazada de princesa y me pinchaba con su cola serpentina, inyectándome el veneno que me permitiría seguir viviendo, condenado. A pesar de todos los engaños, las mentiras, las desilusiones, las heridas y las cicatrices que marcaron mi cuerpo de arriba abajo hasta convertirlo en una obra única e irrepetible. A pesar de los golpes, las hostias, la sangre y el sudor derramados en cada gesta, en cada intento por moldear el caos para hallar la belleza, a pesar de todas las botellas vaciadas, de todos los vasos de cristal arrojados al suelo y hechos añicos sobre el sucio asfalto, a pesar de todas las estrellas que cayeron mientras intentábamos alcanzar lo inalcanzable, a ellas. A pesar de todas las noches en que anduvimos a la deriva, tratando de obtener solo una pizca de amor, solo un difuso atisbo de cariño, y nos acuchillaron en un callejón sin salida, al saber que no descubriríamos la gran verdad del mundo, que no hallaríamos la piedra filosofal que da cuerda al universo, el combustible que hace funcionar los engranajes del tiempo.

A pesar de todo descubrimos muchas, muchísimas cosas, y entendimos gran parte de los secretos, percatándonos de que cuanto más sabíamos, más desconocíamos, descubriendo la paradoja de la infinitud del conocimiento. Nos alzamos a pesar de haber caído, después de vagar bajo la luz de las estrellas negras, preparándonos para el brillo del mundo exterior, donde moran el resto de personas, las que tenían el amor y el cariño que buscamos donde no lo hallaríamos, donde solo había máscaras y dagas. Nos entrenamos en lo peor para encontrar lo mejor, y tras una larguísima escalera de peldaños hechos de clavos llegamos a la tapa; la abrimos y sin darnos cuenta, regresamos. Volvimos a sentir el tacto de texturas benignas, el calor humano, dejando atrás los castigos que merecimos y abriéndonos a las recompensas que trataremos de merecer, listos y acorazados, para que nos den la bienvenida del renacer, del alumbramiento a la auténtica vida.


Aquello es el sol que brilla, de hermoso fuego, allá en la lejanía, y muy pronto estaremos allí tras haber cruzado el abismo. Ahora todo será diferente, todo será mejor, pero nunca olvidaremos que un día habitamos un lugar sobre el que reinaba un sol negro, y que todavía sigue latiendo y siempre lo hará. Lo vemos al cerrar los ojos, lo vemos al final de cada camino, pero ahora existen frenos y bifurcaciones, y tan solo es cuestión de esquivarlo cuando nos lancé su lazo, sabiendo que si volvemos a sumergirnos jamás emergeremos. Pero no lo haremos; hay mundo más allá de la tierra, y existen cosas maravillosas como la dilatación del tiempo y la eternidad de los instantes, únicos y brillantes. Existen los cronómetros de las personas, existe la futilidad de los actos y la trascendencia de las acciones y los pensamientos; la mutación de las ideas y el contagio de emociones. Existen los enormes misterios de las personas, los entresijos de sus mentes, la bravura de sus corazones, de esas gentes que somos nosotros. Y solo queda seguir explorando, porque arrebatando solo un grano de arena a lo desconocido, asimilándolo y comprendiéndolo, todo, absolutamente todo, habrá merecido la pena. Hubo un día que nos perdimos, pero por suerte, hallamos el camino de vuelta. 

1 comentario:

  1. Cuando te leía no he podido recordar tus derrotas, tu inmersión hacia ese pozo que parecía sin fondo y del cual muchas veces hubiera querido recatarte...
    Lo intenté, ahora comprendo que para ti esa caída libre, era necesaria.
    Creo no obstante que aun te quedan muchos de esos tuneles por pasar, algunos espero no tengas que cruzarlos nunca.
    Pero sobre todo espero que aprendas cada vez, y que salgas mas fuerte y algo más sabio.
    Y ante todo que recuerdes que siempre tendrás una mano amiga que te sacará con todas sus fuerzas por si algún día fallan las tuyas.

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