No me importaba en
absoluto si la niebla cubría densamente todas las calles, si la lluvia empapaba
hasta el último recoveco de la ciudad, si el frío calaba hasta el alma,
despojándonos de ella, o si el cielo se rompía sobre nuestras cabezas,
permitiendo que los terrores siderales cayeran sobre nosotros.
Debería saber si se ha
soplado la última vela, si se ha colmado ya el vaso, si no quedan palabras por
susurrar. Eran cosas que tenía que saber, necesidades imperiosas, porque tal
vez no podía pasar ni un segundo más estando en el lado equivocado, sin saber
si el vaho que surgía de cada rostro quedaría como algo grabado a fuego y con
esmero o si solo sería vapor de agua que se extinguiría en cuestión de
segundos. Tenía que entender la intensidad de lo efímero, para poder comprender
hasta dónde llegaría y dónde podría quedar el límite.
Toda mi vida había
caminado a ciegas, como todo el mundo imagino, y no es que no me gustara el
riesgo, que no me motivara, sino que necesitaba creer que había algún motivo de
peso empujándome desde atrás para darme fuerzas. Había gracia en tantear el
terreno, en salir bajo la luna sin saber cómo terminaría la noche, si todo
conduciría a algún nuevo lugar o si volveríamos seguidos por nuestras sombras,
acompasados por el frío viento, pero había momentos en que quería saber más, en
que quería arrancar de cuajo los biombos que nos separaban de las verdades;
momentos en que ansiaba echar solo una rápida ojeada al futuro para dar algún
paso sobre seguro. No creo que pidiera tanto, pero quizá aspiraba a una ventaja
de la que nadie disponía.
La poesía de las
calles, de las baldosas, las letras escritas tras noches de insomnio con spray
en las fachadas mugrientas y arcaicas de la ciudad vencida, cobraban ahora un
nuevo significado, o al menos yo trataba de encontrárselo. De nada servía
perderse, porque siempre nos encontrábamos en el mismo lugar. La huida no traía
nuevas y renovadas esperanzas, porque tan solo representaba posponer la llegada
de lo viejo, de las arraigadas costumbres que nos venían hablando desde hacía
tiempo. Todo eran señales que conducían a casa, ya fueran nuevas o viejas, y
las puertas a otros mundos seguían ahí, ocultas como siempre habían estado. Si
uno encontraba la bola de cristal podía aspirar a coquetear con futuros que aún
tardarían en llegar, pero los magos se escondían también, como las llaves.
Cuando todo había sido
dicho, cuando el tintero se había secado, solo el interior revelaba ya las
respuestas, habiendo hecho todas preguntas; después de que se las llevara el
viento, después de que quedaran flotando durante demasiado tiempo. Es
predecible que el cansancio alcance al final a todos, lo que no podemos
asegurar es cuánto dura una vida, cuántos latidos da un corazón antes de
agotarse. Es irónico y paradójico, a la par que certero, asegurar que el
remedio que sana una herida se compone de los mismos brebajes que el veneno que
la produjo, pero al final los círculos tienden a cerrarse, siendo complicado
hallar un final distinto al origen.
Y si nada de aquello me
importaba, me importa, es porque de alguna manera he saltado la barrera, he
echado un rápido vistazo al futuro, solo viendo de soslayo el reflejo que la
bola de cristal produjo cuando la lluvia dio paso a los rayos del sol, y todo
en la misma noche, en que la luna, enorme y roja, se ocultó tras las nubes para
no marcarnos para siempre. He saltado la barrera, he pasado el vacío tras
tantear con la caída, y he comprendido que lo mejor que nos espera no está
arriba ni abajo, en el cielo o en el infierno, sino frente a nosotros, solo que
a cientos de kilómetros de distancia y quizá unos cuantos mundos más allá de
nuestro tiempo. Pero por suerte damos positivo en energías, renovadas o
viciadas, y nos quedan unas cuantas cartas bajo la manga.
Solo cabrá averiguar si
la llegada de la primavera logrará sumirnos en un mar en calma o nos dejará
seguir vagando, solo un poco más, por las aguas tormentosas repletas de olas que
suben y bajan, infinitamente, creando su propio círculo, ese del que somos
presas. Es cierto que unas veces estamos arriba y otras abajo, pero así es como
nos gusta, porque estando arriba saboreamos el cielo más que nunca, y cuando
nos sentimos descender, percibimos ya el tirón de la próxima ola que, tarde o
temprano, como todo, acaba llegando. Porque nos alimentamos de la cinética, y
cuando caminamos sobre las olas es cuando más libremente flotamos sobre todas
las cosas.
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