Dos
días después de haber superado el cuarto de siglo uno se da cuenta de unas
cuantas cosas… Mentira, todo sigue igual, pues un día en el calendario, un
movimiento de la varilla del reloj, o un suspiro contado, pocas veces cambian
algo. Pero cuando uno lleva respirando veinticinco años ha aprendido ya unas
cuantas cosas –obviamente los que lleven mucho más pisando estas tierras
seguramente dirán que no tenemos –los de nuestra generación – ni idea de la
vida; aunque puede que otros se hayan dado cuenta de que algo vamos sabiendo
ya.
Me
han preguntado muchas veces cómo me siento, si la vida me pesa más, si me
siento “viejo” y ese tipo de cosas que suelen decírsele al que cruza el umbral.
Y lo que he respondido, porque es la verdad, es que me siento más joven que
nunca. Porque creo que la juventud no la marca la edad, sino la salud del
espíritu, las ganas de vivir, y es por ello que muchos viven hermosas
juventudes pasados incluso los cincuenta años. Pues sí, nací un viernes 8 de
marzo a las siete de la tarde, ya de cara al fin de semana, al jaleo, lo cual
tuvo que significar algo. Y qué mejor día para nacer, quizá tenga algo que ver
con que mi apoyo a las mujeres, trabajadoras o no, haya sido siempre infinito,
y más teniendo los buenos referentes que he tenido siempre en mi casa, en mi
familia, y entre mis amistades. Todas ellas luchadoras y grandes mujeres, ¿cómo
no tomar ejemplo de ello?
Tal
vez mis ansias de vivir vengan de una lección que aprendemos todos con el paso
de los años, y que cuanto más avanzamos en esto que llamamos vida mejor y más
intensamente apreciamos. Algo que nuestras madres nos han dicho miles de veces,
y nosotros, como inocentes infantes, estábamos lejos de comprender. Algo que
pasados los veinte comienza a hacerse más entendible: el fugaz paso del tiempo.
Creo que cuando uno es realmente consciente de cómo vuela ese maldito, aprende
a valorarlo más todo, sobre todo las pequeñas cosas, los detalles hermosos de
la vida. Sobre todo a apreciar lo que tiene delante, a dejar de soñar –nunca en
el buen sentido– y a tener los pies en la tierra, esto es, a saborear de verdad
lo que está viviendo en cada ínfimo momento, ya sea un paseo, una conversación
con un ser querido –o una animada charla con alguien a quien se está
conociendo–, disfrutar de un café, de una cerveza, de una bella sonrisa, de una
brillante mirada, de una puesta de sol, una escapada de fin de semana, una
noche de juerga intensa o unos revolcones bajo las sábanas. Todo cuenta y nada
vuelve, y uno aprende a disfrutarlo, sin desear estar en otro lugar o con otra
persona, porque todo llega y como decía, nada regresa. Si el reloj corriera
hacia atrás de vez en cuando otro gallo cantaría, pero sabemos que eso nunca
sucede.
También
he aprendido, más o menos en este sentido, a no temer al futuro, a lo que puede
llegar, porque las persona tenemos la increíble y maldita capacidad de hacer un
mundo de una chorrada, temiendo la llegada de un mísero momento durante
demasiado tiempo, cuando en realidad, en el instante en que se presenta, como
todo, pasa volando, así que he aprendido a disfrutar más y temer menos, lo cual
me ha empujado a lugares a los que nunca esperé llegar y me ha permitido vivir
experiencias increíbles.
Todo
lo que he leído, y lo que he visto, me ha enseñado que todo podría ser de otro
modo, y cada vez que lo pienso no puedo sentirme más que afortunado, porque
teniendo una vida de lo más corriente, es en cierta manera extraordinaria, tal
vez por las facilidades, por la falta de graves penurias, o por la gente que la
completa y le da sentido; muchos deberíamos dar gracias por ello.
Como
aficionado –obsesionado a veces– que soy a la escritura, he aprendido que la
mayor parte de la literatura se hace lejos del portátil, de la máquina de
escribir o del boli, porque la que me interesa no puede ser concebida encerrado
entre cuatro paredes, ahí poco hay que absorber; porque cada vez me interesa
menos la pura ficción. Porque la literatura de verdad se hace ahí fuera, bajo
el sol y la luna, en la vida real. Y a propósito de esto, dejar claro que por
grises que puedan ser mis textos veo la vida más brillante cada día; que le dé
unas cuantas pinceladas con mis pequeños toques de ficción después es otra
cosa, porque a veces prefiero escribir sobre lo malo, sobre desgracias y desgarradores
sentimientos, sobre pérdidas, para sentirlas menos en mi corazón, para de algún
modo purificarme sobre el papel. ¿Si no me sirve la escritura para eso, para
qué la quiero? Y espero que si alguien alguna vez se asoma a alguna de esas
páginas mías tan negras, al levantar la vista y mirar al frente, a la vida, se
sienta aliviado, se sienta más alegre al realizar una comparación entre su
propia existencia y la que está narrada en el papel. A mí me gusta hacerlo,
porque al ver lo malo, al experimentarlo, después lo bueno sabe mucho mejor,
cualquier cosa, por diminuta que sea, está comprobado. Puede que la literatura
no pueda salvarnos, pero sí sanarnos en gran parte.
Me
da igual cuán corta o larga sea la vida, ya voy viendo que es efímera en extremo;
solo me importa vivirla de verdad y sentir cosas realmente intensas, porque
esos recuerdos pesan más que los años, más que el paso del tiempo, que ya es
decir. He aprendido por ello también a dejar a un lado los malos tragos, los
malos rollos, y es por ello que pocas cosas logran enfadarme de verdad, porque
prefiero no darles importancia, pues así solo conseguimos amargar unos días que
se nos restan, y prefiero pasarlos sonriendo, preocupándome por las
bendiciones, a estar maldiciendo por cuatro chorradas que al final no son más
que nimiedades. Cuando he visto a alguien decir muchas veces “me la suda”, y
demostrar que así es, lo he visto llegar más lejos que nunca; por algo será.
Deberíamos practicarlo más a menudo.
Y
por último quiero recalcar solo un par de cosas más que en los últimos meses se
me han hecho más patentes, pues las he podido observar más de cerca en algunas
personas, y me gustaría compartirlo. Primero, que uno se sirva del amor, sea
cual sea su índole, y que lo aproveche para engrandecerse, nunca para abatirse.
El amor de pareja, el amor de la familia, o el que nos regalan los amigos.
Todos, todos, tenemos de un tipo u otro, y no hay que hacer hincapié en las
carencias, sino en las posesiones. Valgámonos de él para seguir adelante,
porque puede salvar vidas. Apoyémonos en él, porque nos hará ver todo de otra
manera. Y la segunda cosa va en referencia a los pilares que uno mismo se erige
para seguir adelante. Creo que nadie, nunca, debería aferrarse tantísimo a una
persona como para que signifique todo su apoyo y su razón de ser, porque por
desgracia las personas pueden fallar, ya sea por ellas mismas o por
contrariedades de la vida; pueden irse. Nunca sufrir demasiado por los fracasos
personales o amorosos, sino adquirir cada una de las experiencias distintas que
cada persona nos da por separado, eso es lo bonito de la gente, lo que cada uno
te hace vivir, y administrar esos recuerdos, esas vivencias, es lo que mejor
que uno puede hacer, en lugar de detenerse en los errores o en las pérdidas.
Todos aportan algo valioso, solo hay que saber verlo, aceptarlo y atesorarlo.
Y
tener siempre algo a lo que aferrarse, algo que nos dé energía vital que no sea
una persona, sino algo mayor que un solo individuo. Algo que falle quien falle,
siga estando ahí como una de nuestras razones de ser. Unos lo tendrán en sus
aficiones, en sus sueños y metas, en sus trabajos, en el arte… Hay mil
posibilidades, pero si tenemos un solo motivo, las personas de nuestro
alrededor lo agrandarán sin convertirse en el centro de nuestro universo, lo
que creo que en ocasiones puede ser un error.
como te dije en otra ocasion te superas con cada entrada, demuestras una sesibidad y una sabiduria impropia de tu edad. De nuevo enhorabuena y persiste en alcanzar tus sueños
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