10 de marzo de 2016

Cuarto de siglo

Dos días después de haber superado el cuarto de siglo uno se da cuenta de unas cuantas cosas… Mentira, todo sigue igual, pues un día en el calendario, un movimiento de la varilla del reloj, o un suspiro contado, pocas veces cambian algo. Pero cuando uno lleva respirando veinticinco años ha aprendido ya unas cuantas cosas –obviamente los que lleven mucho más pisando estas tierras seguramente dirán que no tenemos –los de nuestra generación – ni idea de la vida; aunque puede que otros se hayan dado cuenta de que algo vamos sabiendo ya.

Me han preguntado muchas veces cómo me siento, si la vida me pesa más, si me siento “viejo” y ese tipo de cosas que suelen decírsele al que cruza el umbral. Y lo que he respondido, porque es la verdad, es que me siento más joven que nunca. Porque creo que la juventud no la marca la edad, sino la salud del espíritu, las ganas de vivir, y es por ello que muchos viven hermosas juventudes pasados incluso los cincuenta años. Pues sí, nací un viernes 8 de marzo a las siete de la tarde, ya de cara al fin de semana, al jaleo, lo cual tuvo que significar algo. Y qué mejor día para nacer, quizá tenga algo que ver con que mi apoyo a las mujeres, trabajadoras o no, haya sido siempre infinito, y más teniendo los buenos referentes que he tenido siempre en mi casa, en mi familia, y entre mis amistades. Todas ellas luchadoras y grandes mujeres, ¿cómo no tomar ejemplo de ello?

Tal vez mis ansias de vivir vengan de una lección que aprendemos todos con el paso de los años, y que cuanto más avanzamos en esto que llamamos vida mejor y más intensamente apreciamos. Algo que nuestras madres nos han dicho miles de veces, y nosotros, como inocentes infantes, estábamos lejos de comprender. Algo que pasados los veinte comienza a hacerse más entendible: el fugaz paso del tiempo. Creo que cuando uno es realmente consciente de cómo vuela ese maldito, aprende a valorarlo más todo, sobre todo las pequeñas cosas, los detalles hermosos de la vida. Sobre todo a apreciar lo que tiene delante, a dejar de soñar –nunca en el buen sentido– y a tener los pies en la tierra, esto es, a saborear de verdad lo que está viviendo en cada ínfimo momento, ya sea un paseo, una conversación con un ser querido –o una animada charla con alguien a quien se está conociendo–, disfrutar de un café, de una cerveza, de una bella sonrisa, de una brillante mirada, de una puesta de sol, una escapada de fin de semana, una noche de juerga intensa o unos revolcones bajo las sábanas. Todo cuenta y nada vuelve, y uno aprende a disfrutarlo, sin desear estar en otro lugar o con otra persona, porque todo llega y como decía, nada regresa. Si el reloj corriera hacia atrás de vez en cuando otro gallo cantaría, pero sabemos que eso nunca sucede.

También he aprendido, más o menos en este sentido, a no temer al futuro, a lo que puede llegar, porque las persona tenemos la increíble y maldita capacidad de hacer un mundo de una chorrada, temiendo la llegada de un mísero momento durante demasiado tiempo, cuando en realidad, en el instante en que se presenta, como todo, pasa volando, así que he aprendido a disfrutar más y temer menos, lo cual me ha empujado a lugares a los que nunca esperé llegar y me ha permitido vivir experiencias increíbles.

Todo lo que he leído, y lo que he visto, me ha enseñado que todo podría ser de otro modo, y cada vez que lo pienso no puedo sentirme más que afortunado, porque teniendo una vida de lo más corriente, es en cierta manera extraordinaria, tal vez por las facilidades, por la falta de graves penurias, o por la gente que la completa y le da sentido; muchos deberíamos dar gracias por ello.

Como aficionado –obsesionado a veces– que soy a la escritura, he aprendido que la mayor parte de la literatura se hace lejos del portátil, de la máquina de escribir o del boli, porque la que me interesa no puede ser concebida encerrado entre cuatro paredes, ahí poco hay que absorber; porque cada vez me interesa menos la pura ficción. Porque la literatura de verdad se hace ahí fuera, bajo el sol y la luna, en la vida real. Y a propósito de esto, dejar claro que por grises que puedan ser mis textos veo la vida más brillante cada día; que le dé unas cuantas pinceladas con mis pequeños toques de ficción después es otra cosa, porque a veces prefiero escribir sobre lo malo, sobre desgracias y desgarradores sentimientos, sobre pérdidas, para sentirlas menos en mi corazón, para de algún modo purificarme sobre el papel. ¿Si no me sirve la escritura para eso, para qué la quiero? Y espero que si alguien alguna vez se asoma a alguna de esas páginas mías tan negras, al levantar la vista y mirar al frente, a la vida, se sienta aliviado, se sienta más alegre al realizar una comparación entre su propia existencia y la que está narrada en el papel. A mí me gusta hacerlo, porque al ver lo malo, al experimentarlo, después lo bueno sabe mucho mejor, cualquier cosa, por diminuta que sea, está comprobado. Puede que la literatura no pueda salvarnos, pero sí sanarnos en gran parte.

Me da igual cuán corta o larga sea la vida, ya voy viendo que es efímera en extremo; solo me importa vivirla de verdad y sentir cosas realmente intensas, porque esos recuerdos pesan más que los años, más que el paso del tiempo, que ya es decir. He aprendido por ello también a dejar a un lado los malos tragos, los malos rollos, y es por ello que pocas cosas logran enfadarme de verdad, porque prefiero no darles importancia, pues así solo conseguimos amargar unos días que se nos restan, y prefiero pasarlos sonriendo, preocupándome por las bendiciones, a estar maldiciendo por cuatro chorradas que al final no son más que nimiedades. Cuando he visto a alguien decir muchas veces “me la suda”, y demostrar que así es, lo he visto llegar más lejos que nunca; por algo será. Deberíamos practicarlo más a menudo.

Y por último quiero recalcar solo un par de cosas más que en los últimos meses se me han hecho más patentes, pues las he podido observar más de cerca en algunas personas, y me gustaría compartirlo. Primero, que uno se sirva del amor, sea cual sea su índole, y que lo aproveche para engrandecerse, nunca para abatirse. El amor de pareja, el amor de la familia, o el que nos regalan los amigos. Todos, todos, tenemos de un tipo u otro, y no hay que hacer hincapié en las carencias, sino en las posesiones. Valgámonos de él para seguir adelante, porque puede salvar vidas. Apoyémonos en él, porque nos hará ver todo de otra manera. Y la segunda cosa va en referencia a los pilares que uno mismo se erige para seguir adelante. Creo que nadie, nunca, debería aferrarse tantísimo a una persona como para que signifique todo su apoyo y su razón de ser, porque por desgracia las personas pueden fallar, ya sea por ellas mismas o por contrariedades de la vida; pueden irse. Nunca sufrir demasiado por los fracasos personales o amorosos, sino adquirir cada una de las experiencias distintas que cada persona nos da por separado, eso es lo bonito de la gente, lo que cada uno te hace vivir, y administrar esos recuerdos, esas vivencias, es lo que mejor que uno puede hacer, en lugar de detenerse en los errores o en las pérdidas. Todos aportan algo valioso, solo hay que saber verlo, aceptarlo y atesorarlo.

Y tener siempre algo a lo que aferrarse, algo que nos dé energía vital que no sea una persona, sino algo mayor que un solo individuo. Algo que falle quien falle, siga estando ahí como una de nuestras razones de ser. Unos lo tendrán en sus aficiones, en sus sueños y metas, en sus trabajos, en el arte… Hay mil posibilidades, pero si tenemos un solo motivo, las personas de nuestro alrededor lo agrandarán sin convertirse en el centro de nuestro universo, lo que creo que en ocasiones puede ser un error. 

1 comentario:

  1. como te dije en otra ocasion te superas con cada entrada, demuestras una sesibidad y una sabiduria impropia de tu edad. De nuevo enhorabuena y persiste en alcanzar tus sueños

    ResponderEliminar