Entré en aquel antro con luces de neón en el exterior, rojas y azules, llamando la atención en la penumbra de un callejón cualquiera en una ciudad cualquiera. Siempre las mismas señales.
Un ambiente rancio, oscuro, carente de la atmósfera cargada de humo de cigarrillo que tanto me embriagaba en el pasado; ahora era más sobrio, pero los licores seguían manchando la barra y la buena música continuaba sonando de fondo a un volúmen decente. Tampoco pedía tanto.
Un billar al final del local, junto a los baños. Una barra más bien clásica y un sinfín de botellas colocadas en las repisas. Impregnaba el aire una suerte de perfume fruto del seco olor a cerrado, mezclado con una pizca de sudor, tequila, whisky, vodka y ron entremezclados en diminutos charcos sobre la madera carcomida, y algunas tapas pasando a mejor vida tras el mostrador. Quizá pudiera escuchar alguna canción romántica de los ochenta. Tampoco pedía tanto.
Me acercqué al barban, un tipo grande de largos bigotes canosos, mirada fría y hostil, grandes brazos de camionero; algún que otro tatuaje desdibujado pintaba la piel reseca y destrozada.
Me sirvió el bourbon en un vaso pequeño, solo y sin hielo, cuidadosamente despositado sobre un posavasos. Demasiados mimos para un agujero de este calibre. No entabló conversación, pero se me quedó mirando de arriba abajo, descaradamente, intentando calarme como yo había intentado fundirme con su mundo. Ya lo engatusaría yo, quizá tras los dos primeros sorbos, puede que con un par de alagos, alguna pregunta peligrosa o tirando de temas banales: qué tal la noche, no hay mucha clientela, allá en el billar juega una chica bonita; no solía fallar. Lo único que buscaba, como en todos los locales de igual índole, era conseguir el acceso a la trastienda. Oh, claro que sí, todos ellos la tenían y brillaban después del cierre.
Los altavoces escupían un tema de REO Speedwagon y mi mente se disparó irremediablemente hacia ella. Qué tía. Todo había cambiado mucho, claro está. Ya no era el mismo capullo de antes, sí un poco cabronazo, pero digo yo que en algo habría cambiado. Quién sabía qué será de ella. La creía muerta.
Sucedió en una noche como esa. Una chica bonita pululando por ahí. Puede que demasiado joven, quizá demasiado cansada para la edad que tenía. Un pintalabios exagerado, ojeras de noches sin fin, aliento etílico y una dentadura blanca y perfecta a pesar de las drogas, el tabaco y los excesos. Me acerqué a aquella flor enferma con mi bourbon de Kentucky en las manos; siempre quise ser un caballero del sur tras el regreso de mis viajes.
No recuerdo qué le dije, seguramente alguna impertinencia. Puede que la llamara bonita, o chochete, se me iba mucho la olla. Solo recuerdo que, tras vomitarle un par de frases desagradables sin conseguir tintarlas de romanticismo, me propinó tal rodillazo en las pelotas que sentí ganas de echar la pota, y claro, quedé inmediatamente enganchado a ella, como a la cocaína cuando apenas contaba veinte años. Dulces recuerdos de un pasado putrefacto.
El caso es que, en la noche que nos ocupa, logré camelarme al barman sin mucho esfuerzo. A las cuatro echaron el cierre y me quedé con los parroquianos. Los ochenta seguían sonando, pero el ambiente era muy distinto. Ahora era, al fin, mi ambiente. La trastienda, la hora mágica. Quién sabía qué podía ofrecer lo poco que quedaba de noche. Un poco de diversión. Destrucción y quizá algún revolcón, pues la chica bonita del billar seguía con nosotros. Era demasiado para mí, claro que lo sabía, pero ahí estaba una vez más, sentado a una mesa observando cómo corría otra noche, con el quinto bourbon y un cenicero repleto de cigarrillos frente a mí. Así es como debe oler el cielo, pensé.