La carretera se extendía hasta donde la vista se perdía, emborronada, entre la infinitud. En el asiento del copiloto, de cuero recalentado al sol, descansaba la pitillera abierta, dando simétricos bandazos a los que el propio coche, guiado por un volante destrozado, trazaba en la nada. La pitillera metálica, rechazando la luz, carente de calmantes y rebosante de la misma sequedad que el asfalto.
El asfalto virgen, tan pulcro como el cielo sin una nube, agonizando. El sol todo lo quemaba. El dolor que producía en los ojos era igual al que bombeaban los cuádriceps, castigados tras subir escaleras de tres mil millones de peldaños hasta un paraíso baldío. El sudor detenido en las cejas, en las pestañas, atascado como la espuma de la cerveza en el bigote descolorido. ¿Hasta dónde llegaría? Solo el depósito podía saberlo.
El depósito oxidando la gasolina a cada tramo rectilíneo. El rastro de humo visible desde kilómetros de distancia. Solo unas motas de oscuridad en un día radiante que volaba imparable hacia su ocaso. El fuego muriendo tras las montañas. Los cielos rosas poblando el panorama, preñándolo de una colorida bruma fantasma.
¿Cuán larga puede ser la carretera? Quién sabe, quizá dé la vuelta al mundo. Solo es un tipo recorriendo una línea recta atravesando un ardiente verano sin fin. Solo es el último pitillo consumiéndose en unos labios cuarteados. Las últimas hebras extinguiéndose, tiñendo unos pelos sobre una línea tan recta como la que lleva al infinito. Sí, quizás solo sea otro tipo más atrapado en un verano que se niega a contemplar su fin, pero que, como todos los demás, claudicará algún día.