Todos
buscamos la llama, el fuego ardiente, cuando el frío cala hasta los huesos.
Cuando el viento gélido del invierno llega para sacudirnos como a las hojas de
los árboles congelados, todos comienzan a buscar, a rastrear, a husmear tras
cualquier esquina, cualquier rincón, tratando de hallar una pizca de calor, una
pizca de cariño. Es lo que nos hace humanos, al fin y al cabo, esa necesidad de
encontrar a los iguales, de finalmente dar con el grupo, clan o familia
adecuados; un hogar, más bien un segundo hogar, casi tan auténtico como el
originario.
Dicen
las lenguas populares que, entre broma y broma, la verdad asoma. Pues quizá
entre cafés calientes y humeantes, que dan vida a esas gélidas mañanas de
invierno, entre pitillos en compañía, en la oscuridad, escondidos entre la luz
de las farolas, entre ardientes tragos que empujen las tardes hacia remotos
futuros, tal vez, entre todo eso, la vida asome, se deje ver, se dé realmente.
Nadie
duda que la vida es un viaje, desde el nacimiento hasta la muerte, tanto
físicamente como en el plano temporal; nadie puede ponerlo en tela de juicio.
Mil veces subiremos y caeremos; la puta gravedad, las leyes físicas, nuestras
mareas y nuestras olas. Sí, habrá mil olas, mil caídas estruendosas, como rayos
en el desierto que levanten el polvo estancado con su impacto, y mil momentos
en los que nos quedemos parados, petrificados cual estatuas, mil momentos en
que se nos seque la garganta y nos quedemos sin aliento; los ojos húmedos, el
corazón palpitando, rugiendo, nuestro interior sacudido y emocionado hasta los
cimientos; quizá estos sean los mejores momentos, pero sin duda serán los más
escasos, y los anhelaremos, a cada instante, como el aire que respiramos para
sobrevivir. La vida es una jodida aventura, pero mejor vivámosla acompañados.
Cada
uno debería capitanear su propio navío hasta el final, pero es inevitable
reconocer que es un gozo supremo encontrar a la tripulación adecuada, nada
fácil, pero posible. Te das cuenta de que has estado vagando a la deriva a
través de las tinieblas cuando logras llegar al verdadero hogar, que no es un
lugar, sino la gente que lo forma.
Esas
personas con las que te sientes seguro, a salvo, con las que sin duda puedes y
debes ser tú mismo, porque no te juzgarán sino que te elevarán, te cobijarán, y
conformarán esa esfera densa e inmortal que te protegerá allá a donde vayas.
Personas a las que acudir cuando el cielo se vea negro y te darán todo, con las
que reír, beber, fumar y trascender una existencia que por sí misma carece de
un color cálido que la haga vibrar y estremecerse. Gente con la que llorar
cuando se presencie la caída de uno de los mil mundos que con arduo esfuerzo
tratamos de edificar a diario. Sí, esas personas, esas almas, son difíciles de
encontrar, pero cuando se logra se reconoce el calor de la auténtica
bienvenida, del nacimiento de una sombra protectora que nunca te abandona, por
lejos que te vayas, por oscuro que sea el túnel en el que te aventures.
Así
que cuando nos sintamos aprisionados, asfixiados por mil fantasmas acechantes
tras cada fachada, tras cada máscara, tan solo nos quedará mirar fijamente, y
no hacia los lados, sino hacia nuestro interior, para encontrar esas fuerzas
ocultas provenientes de nuestros hermanos y hermanas, para poder sortear
cualquier obstáculo y seguir hacia adelante, siempre adelante… Saquemos la
botella, brindemos y hagamos descender un Jack por nuestra garganta, por todos
ellos, por todas ellas, por la amistad y la unión. Brindemos por el calor y la
familia, que al final es lo único que permanece cuando todo lo demás camina
hacia el olvido.