11 de mayo de 2016

Desde el cubil #3. Las malditas obras y una convivencia insufrible


¿Quién no ha tenido que convivir alguna vez con unas obras cercanas? Quizá solo unos pocos afortunados se salven; y cuando digo cercanas me refiero en el piso contiguo, pared con pared. Cuando este fenómeno alcanza su máximo la convivencia puede fácilmente volverse insoportable.

Aconteció que hará un mes aproximadamente, en el piso contiguo al mío y de mis compañeros, comenzaron una infame y eterna reforma total que a día de hoy sigue adelante. El resultado es que ahora mismo habito en otra habitación, en otro cubil, sí; desgraciados. Día tras día he tenido que escuchar cómo martilleaban, derribaban, serraban, cortaban y pulían todo lo que podía verse afectado por la mano de los obreros. El ruido era tal que, cuando daban martillazos al otro lado de mi pared, ya podía estar escribiendo y escuchando música a todo trapo con los auriculares que tan solo llegaba a distinguir los graves de las canciones; eso como mucho, y es que el volumen estaba ya al máximo. 

Si ya se lo dije a mi compañero en los primeros días de las obras: como sigan picando tan fuerte van a traspasar la pared. Supongo que pensó que exageraba. Pues el día de la escritura y la música al máximo me encontré de repente con que, tras escuchar que algo caía, me giré y vi que sobre la cama, justo encima de donde estaba la almohada, un buen agujero había aparecido de la nada provocado por un taladro. Sí, al fin habían traspasado la barrera; literalmente. De inmediato mi compañero y yo fuimos a la cocina y nos asomamos a la ventana (que da al patio de luces, hueco que aumenta por cien cada maldito ruido provocado por las obras y lo expande por todo el edificio), porque desde allí podíamos conversar tranquilamente con los obreros acerca del percance. Se disculparon, alegando que las paredes son finas en extremo, y tras pedírselo no una, sino dos veces, aseguraron que en unas horas se pasarían por nuestra morada para tapar el agujero.

Cuando a media mañana del día siguiente la nueva ventana improvisada en mi cubil seguía allí, mi compañero llamó al casero, y al llegar este y cagarse en la puta un par de veces decidió llamar a la policía. Las fuerzas del orden llegaron; uno se quedó en nuestro piso y el otro fue al que estaban reformando. Obviamente pidió papeles y explicaciones. ¿Resultado? No tenían licencia de obra. Claro que sí, con dos cojones, picando tan fuerte como podían y provocando un escándalo que se podía escuchar desde la calle –el piso es un quinto– y sin permiso. Aplauso, por favor.

Pero bueno, ¿y qué? ¿Pagan la denuncia y se acabó hasta que tengan la licencia? Nada más lejos. Vivimos en un país en el que la gente hace lo que le sale de los cojones, por lo que al día siguiente –tras abonar la receta y tapar el agujero bajo la mirada de los agentes– siguieron picando como si no hubiera un mañana, y a día de hoy continúa la cosa. 

Es que mi compañero es buena gente, porque si hubiera dependido de mí exclusivamente, hubiera estado llamando a la policía a diario hasta que se hubieran sacado la jodida licencia –deteniendo las obras hasta dicho momento, por supuesto– o hasta que el cabronazo del dueño del piso se hubiera arruinado con el sinfín de denuncias que le habrían llovido. 

Quién lo haya padecido me entenderá. Olvídate de levantarte tarde si un día no tienes que madrugar, porque entre las ocho y las ocho y media de la mañana empieza el espectáculo; y lo mismo a la hora de la siesta, si es que pretendes hacerla, porque entre las tres y las cuatro comienzan a darle. Curioso que las tareas que mayor ruido provocan no las hagan por ejemplo a las once, o a las seis de la tarde; no. Las más estruendosas son siempre las primeras, qué casualidad. 

Pero bueno, desde que me mudé de habitación la convivencia se ha vuelto más o menos pacífica; el reino del silencio en comparación con las semanas anteriores, en que nada podías hacer cuando el trabajo estaba en su auge. Animo desde aquí a cualquiera que esté sufriendo lo mismo a resistir y a no tirarse por la ventana, por muchas ganas que le entren a uno. Paciencia. 

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