Existen toda una suerte de personajes a mi alrededor: trapecistas, payasos, equilibristas, y cada una de las variantes de creadores y representantes del circo que es la sociedad hoy en día; el mundo se está desmoronando a mi alrededor y no sé cómo frenar tal catástrofe. El planeta gira rápido, demasiado; tanto que temo que en cualquier momento pueda desanclarme de su superficie y salir despedido al espacio profundo, reventando en ese panorama vacío y helado o vagando eternamente en la negrura universal.
El postureo invade todos los grupos de personas que conforman los habitantes de esta y las demás ciudades de nuestro mundo. Es algo que está tan extendido que me parece ya irrefrenable. La mayor parte del ganado parece no darse cuenta de que lo es. La gran masa, los robots neutralizados por las invasivas y atractivas tecnologías. Quizá no haya que reflexionar sobre esto, sino preguntarnos, cada uno de nosotros, si somos cabras u ovejas, porque negar el hecho de que, en efecto, pertenecemos a un ganado homogéneo, masificado, clónico, lamentable y en proceso de degradación, sería tan ingenuo como negar la propia existencia. Pienso luego soy ganado. Solo deseo apartarme, salirme, aunque sea solo un poco, para evitar que cualquier día una de esas jodidas pantallas luminosas me absorba y pase a formar parte de un eslogan publicitario y manipulador sobre un producto inútil que nadie, en su sano juicio, creería necesitar jamás.
Lo veo constantemente, a todas horas: gente haciéndose selfies ante los monumentos, al caminar por las calles, al detenerse frente a un escaparate, al tomar un café en una terraza, o una copa en un pub, o al bailar en la discoteca. Selfies de almuerzos, comidas, meriendas y cenas en las terrazas de Madrid y los pueblos de alrededor, selfies tomando el sol en la Malvarrosa, selfies viajando de acá para allá en coche, o caminando entre contenedores y basureros, selfies al entrar en la ducha, al salir, mientras se duchan, selfies al sentarse en el retrete para evacuar, selfies cocinando, durmiendo, despertando, leyendo, fumando, escribiendo, follando… Selfies en una gala de los Oscar, en un partido de fútbol el domingo, selfies al comprar cualquier mierda, al abrirla, usarla y venderla, selfies al cobrar la nómina de un empleo basura, selfies al caerse, hacerse una herida e ir al hospital, reportaje de una recuperación, selfies en bragas, gayumbos, sujetador y topless, selfies en el gimnasio, en la farmacia, en la cola del paro, del supermercado y en la del banco, selfies al madrugar y ver salir el sol, al ascender la luna y al ver un castillo de fuegos artificiales. Selfies al construir el porro perfecto, al meterse una raya o al inyectarse una dosis del estreno de la última temporada de la serie de moda. Selfies en el cine, con la pareja, con los hijos recién nacidos, con los gatos y perros, en las hamacas, en los aviones, taxis, autobuses y junto a los vagabundos de la Gran Vía al aparentar tirarles una moneda. Selfies al ver una radiografía, al contraer una enfermedad, selfies en funerales y selfies al morir. Selfies de selfies, metaselfies, tantos que mi cabeza estalla y salpica de vísceras a todos mientras se hacen un selfie, mi cuerpo reventado de fondo, semidesenfocado. Si hay alguno inexistente, en un breve período de tiempo quizá sea la moda que, la odien o no, seguirán todos los borregos a rajatabla. Pequeñas cabritas que visten y se comportan de formas que odian solo para poder decir que están a la última, seres vendidos sin personalidad, robots en busca de una inmortalidad que el propio cáncer de su falsedad les impedirá alcanzar.
Existe el postureo satírico como crítica al verdadero postureo, luego está el que funciona como retrato o crónica de una cotidianidad o de unos actos más o menos extraordinarios, y luego está el auténtico postureo, el del tipo que fotografía la copa de whisky de su colega en un pub para subirla a Instagram y añadir como pie de foto “De fiesta con los mejores”, o cualquier frase similar. No me parecería mal si hubiera certeza y autenticidad en ello, pero el caso es que dicha persona hará la foto y no tomará ni un sorbo de la copa, porque no es suya, porque ni siquiera le gusta el whisky, y porque quizá no se lo pueda permitir y pretenda mostrar en las redes sociales una vida glamourosa muy alejada de la suya, en un intento por ascender a la "jet set" desde la realidad virtual que él mismo ha creado en el mundo paralelo de la tecnología y la simulación. Hasta este punto hemos llegado, y sería para dar gracias si este ejemplo fuera el peor de todos; nada más lejos. Me temo que esas personas no son conscientes de que el tiempo que toman para hacer la foto, escribir la mentira, subirla y esperar a comentarios, aprobaciones y demás chorradas, es tiempo que no recuperaran jamás y que podrían haber empleado en disfrutar del momento que tenían delante, ese que aparentemente vivían pero que esquivaban inconscientemente. Esta tecnología que nos oprime fingiendo liberarnos, estas manías, estas adicciones a ella, esa obsesión por tratar de aparentar más que por vivir real e intensamente, es lo que está matando a millones de seres humanos y pudriendo sus cerebros a un ritmo alarmante.
Todo esto no es más que un circo, un juego… Es el mundo de la Farándula, de la pseudorealidad, las mentiras y apariencias, los reality shows, la televisión basura, el arte como producto, la masificación y el bombardeo de la publicidad en un intento por vendernos el simple entretenimiento exterminando la profundidad y autenticidad que antes persistía. Nos pudrimos, nos morimos lenta pero constantemente; vamos de la mano camino de la destrucción. Pero tranquilos, que nadie se alarme, que no es más que un juego, una realidad virtual, una representación que trata sobre la apariencia, una obra de teatro, un sueño, una gran broma… cada cual que lo llame como quiera, pero que siga convenciéndose de que es un juego, pues sino la realidad colapsará. Habrá quienes representen un papel vital autoengañándose y habrá quienes realmente sean actores, se introduzcan en ese podrido sistema de aniquilación de personalidad y se aprovechen de él, extrayendo todo su jugo hasta dejarlo mustio, hasta reducir la tremenda erección del enorme pene de la falsedad y dejarlo en no más que un ridículo y flácido apéndice que no pueda penetrar ni una mente más. Solo entonces seremos libres; hasta entonces seremos violados, de forma consentida, hasta que no quede nada de nosotros y nuestras entrañas se hayan licuado, escapándosenos por todos los orificios de nuestro pútrido cuerpo. ¿Qué hacer entonces? Más que obvio: tomar un selfie y compartir nuestra agonía; que la rueda siga girando y el juego no termine. Juguemos un día más a esta ruleta rusa contemporánea, hasta que se nos acaben las balas y debamos inventarnos una nueva farsa para suicidarnos mentalmente.