22 de junio de 2017

Verdades y tristezas posmodernas


Esta especie de llamamiento debería darse oralmente, un monólogo exterior, como me gusta llamarlo; sería más auténtico, aunque curioso, ya que se trata de un grito en pos de una inmersión de cada uno en sí mismo, de darse un paseo por ahí abajo, a través de las profundidades y con el único propósito de reconocer, de reconocerse, de recordar. 

Reconocer, sí, eso es importante. Reconocer lo que somos, cómo somos, cuáles son nuestras debilidades, penas, lastres, miedos y heridas. Qué hicimos, qué dejamos de hacer y qué nos quedó pendiente. Qué no podremos ya realizar jamás… Muchos catalogan este posmodernismo de triste, vacuo quizá, en el que predominan en los jóvenes las dudas, las crisis existenciales, los cambios radicales, las ansias de revolución, la pérdida de identidad… Sí, creo que hay tristeza en este mundo en el que vivimos, creo que la llevamos dentro, que nos impregna y que incluso puede llegar a definirnos, pero más que esa maldita tristeza, en ocasiones revestida de tragedia, creo que hay intensidad. No se ha perdido todavía esa sensibilidad que impulsaron los artistas en el pasado, solo es cuestión de sentirla y dejarla salir, para así atrapar todas y cada una de las impresiones que ofrece la vida, que no son pocas. Esa tristeza puede y debe ser combatida, puede que no superada o vencida, pero sí podemos aprender a vivir con ella; es bonita también esa superación, la superposición de la fuerza sobre la debilidad, la herida, el tacto de una mano sanadora recorriendo los surcos de una cicatriz… Claro que hay belleza en esos gestos. 

No, no creo que nuestras generaciones sean tan diferentes de las que nos precedieron, solo que quizá en la actualidad hay más maneras, además del arte, de hacerlas patentes y compartirlas con el mundo, de exteriorizarlas mediante la tecnología y hacer que den la vuelta al mundo, hallando iguales, empatizando con el resto y tratando de identificarnos con ellos, porque tal vez no logremos hacerlo con nosotros mismos. 

Hay que reconocerlo; estamos rotos, todos y cada uno de nosotros, y el que lo niegue miente soberanamente. Reconocer, ese es el primer paso; reconocer la pérdida, la ausencia, la marca y la huella, el sangrado… Y a partir de ahí comenzar a tejer y reconstruir de nuevo. Reconocer que seguimos rotos y que puede que lo estemos por siempre, reconocer que apenas nos conocemos, que no entendemos qué es la vida, cómo se juega a este juego para el que nos ficharon sin consultarnos, enseñándonos a dar cuatro pasos para después soltarnos en una jungla ultrasaturada de ruido, color y caóticos estímulos. A vivir se aprende viviendo, y uno empieza a pillarle el tranquillo cuando está llegando al final, estoy seguro de ello. 

Hay que reconocer que nos sentimos desarraigados porque, más que dudar de nuestra procedencia real, lo hacemos respecto del lugar al que creemos que deberíamos pertenecer, si es que llegamos a creer que, efectivamente, alguna vez estuvimos anclados a algún espacio físico. Reconocer que el tiempo solo corre una dirección y que, por mucho que nos joda, jamás podremos cambiarlo. Que hay gentes que quedan atrás, que nunca somos capaces de percatarnos de cuándo estamos en la cresta de la ola hasta que nos hallamos atrapados en un vertiginoso descenso que no podemos controlar.

Hay que reconocer que conocemos sobradamente la diferencia entre error y pecado. Que a veces la cagamos y vivimos con esas cagadas, no nos queda otra, porque es algo que hacemos involuntariamente, con desconocimiento, y luego tenemos que apechugar, pero también que somos tremendos y orgullosos pecadores, que realizamos algunos actos a sabiendas de que están mal y aun así, con conocimiento e incluso premeditación, los llevamos a cabo solo para, durante un momento, sentir el éxtasis, la excitación del mal, resarcirnos en él y dejarnos llevar a través de un caos que no sabemos a dónde nos conducirá y en qué condiciones nos dejará, a nosotros y al resto; he ahí la erótica emoción. Somos así, por naturaleza; animales salvajes ansiando liberarnos, sentirnos vivos acechando el peligro y la muerte, demasiado primitivos para un mundo teóricamente civilizado y demasiado concienciados para, simplemente, abandonarnos a nuestros más puros instintos y pulsiones. 

También hay que recordar, harto importante. Recordar no para errar de nuevo -pues hay que errar una y mil veces, siempre-, si no para poder escapar y vivir durante unos segundos en una vida ya pasada que idealizamos cada vez que la rescatamos del pozo de aguas densas y negras que es nuestra memoria. Recordar para poder soñar con una vida que nunca estará a la altura de las expectativas, pero en la que gozamos realizándonos mentalmente; es algo que nunca nadie nos podrá arrebatar.

Todos estamos un poco más jodidos de lo que nos atrevemos a reconocer, jodidos por cómo ha sido todo y por cómo sigue siendo, por todo lo mencionado anteriormente, y el que lo niega es que simplemente porta la máscara más elaborada de todos. La valentía no radica en esconder o negar, nada de eso, sino en sufrir y temer y aun así continuar adelante, pase lo que pase, siendo consciente de las consecuencias y sabiendo que habrá que afrontarlas con la cabeza alta cuando se presenten. 

Aunque siempre quedarán esos locos supervivientes, tocados, malheridos, algo melancólicos, pero que han aprendido lo suficiente como para sacarle una sonrisa al instante más amargo. Aquellos que han aprendido a sobreponerse a las cicatrices y a las ausencias, y que las llevan y recuerdan con orgullo. Porque a pesar de todas estas tristezas y verdades posmodernas siempre quedará la emoción, la felicidad más simple y la belleza, siempre la belleza, que cada cual encuentra en aquello que ama o le produce fascinación. Esa es la maravilla del mundo posmoderno, el saber reconocer que también las debilidades y las penas pueden llegar a ser hermosas y amadas con pureza.  

Solo queda quedarse escuchando, una bella noche veraniega de estas, al más loco y desarrapado soltando un soliloquio similar a este subido a un entarimado callejero. Estos fantásticos personajes siguen existiendo, persistiendo y luchando por pregonar las verdades recónditas que todos conocemos, pero que muchos se niegan a aceptar y escuchar; solo es cuestión de querer encontrarlos; solo es cuestión de creer y seguir viviendo.  

13 de junio de 2017

La luz verde al otro lado de la bahía


¿Qué más da que perdamos el rumbo? ¿Qué más da que las palabras de Tony Soprano «No sé quién soy, ni a dónde voy» retumben en nuestra cabeza? Da igual si nos tomamos unas copas de más o si jugamos con la esquizofrenia paranoide con manía persecutoria, da igual que grandes y pequeños se equivocaran, que Ramsés II se creyera el rey de reyes o que Bukowski dijera que nació para robar las rosas de las avenidas de la muerte; todo eso da igual, porque vivieron, vivimos y vivirán en el mismo saco, ese que llamamos mundo. 

Que los románticos se maravillaran con lo sublime de un crepúsculo bañando la magnificencia de la naturaleza, que los realistas los golpearan furiosos y rebuscaran entre lo cotidiano, tratando de extraer algo que brillara más de la cuenta, o lo más mundano que pudieran encontrar; que los que les siguieran narraran vulgares travesías por carretera, inyección de drogas, ingesta de sueños rotos, penetraciones en lugares cálidos para resguardarse de la noche y viajes al Nirvana y al hospital. Da igual que ahora todos bebamos de ellos, de lo que fueron y pudieron haber sido, porque nuestras partículas, como las suyas, se escaparán por el mismo agujero del mismo saco.  

Todos olvidamos alguna vez cuál era el camino correcto, tememos errar y perdernos e incluso, si la cosa llega a tal extremo, llegamos a dudar de si alguna vez podremos regresar y corregir el rumbo. Las pesadillas y obsesiones son piedras habituales sobre esta tierra ignota que nos sobreviene. Charles Arrowby creía ver fantasmas y monstruos marinos y Gatsby se fascinaba con una luz enfermiza al otro lado de la bahía que bien podría haber sido una flor azul. Sea correcto o equívoco el camino, cada uno de nosotros tendrá su propia simbología a la que aferrarse, una que nos ayude a encontrarle un sentido trascendental a la acción más mundana o a la idea más abstracta, para arraigarla a la tierra y a la mente, para hacer que parezca posible y realizable.

Unos buscarán la gloria, el triunfo y la realización; otros el caos, la violencia y la oscuridad que toda vida permite, y unos tantos lo sublime, la belleza y la estrella más perdida del firmamento. Lo que tienen en común todos estos tesoros es que siempre se encontrarán al final del camino, pues si no, ¿qué gracia tendría el juego? 

Buscamos fortalecernos, hacernos más grandes y eruditos, pero en lugar de ello el camino puede llegar a marchitarnos, aun cuando vayamos acercándonos a la meta. Camus también lo decía, aquello de que la debilidad excepcional que sentimos ante la belleza es lo que deliciosamente nos ablanda y hace que el mundo sea más soportable. Esto es lo que ocurre en la senda, que nos maravillamos y marchitamos, para al final llegar exhaustos y pequeños, débiles y ancianos, pero habiendo conseguido llegar, que es lo importante. 

Y lo mejor de todo es que, aunque muchas veces no lo parezca, el camino incorrecto suele ser el que representa un atajo, una segunda vía para alcanzar esa luz verde que tanto nos obsesiona y que tan lejana parece. 

7 de junio de 2017

Lugares del pasado


Regreso a los polvorientos caminos de tierra, los que atraviesan los campos y llevan a la antigua casa. Conduzco despacio y me es imposible evitar que un extraño sentimiento me invada. Cuánto sucedió entre sus cuatro paredes y, más todavía, en sus alrededores. Los senderos y más allá de ellos. Los terrenos circundantes al nuestro. La parcela de mis tíos. Todo el panorama que forma una parte importante de mí, pues crecí entre la tierra y las rocas y el polvo que albergan, los cimientos de mi infancia. 

Ahí estoy de pequeño, jugando con mis primos en el enorme montón de arena que la excavadora ha arrancado de la tierra virgen para hacer el agujero que meses después será la piscina. Somos tan pequeños y el mundo tan grande, que el montículo se nos asemeja a una montaña en la que desarrollar todas las aventuras que nuestra poderosa mente infantil es capaz de proyectar. Historias que se suceden una detrás de otra, sin límite, encadenándose de forma tan natural que es casi perfecta, ya que aún somos esos niños que no conocen el miedo, cuya mirada está más lejana que nunca del terrible mundo de los adultos. Todo es posible todavía, el tiempo transcurre despacio, ralentizándose una infinidad de veces, casi congelándose a cada segundo. Ya no recuerdo la última vez que sentí que el tiempo se detenía. Ahora vuela tan fugazmente que apenas puedo percibir su curso; un furioso río que desemboca en una catarata sin final. Al fondo un abismo desconocido que quizás sea la muerte. 

Me acerco a la parcela, la verja cerrada, la llave de cuyo candado dejó de pertenecerme años atrás. Dentro unas personas que no me son familiares. Caras desconocidas en las que nos veo reflejados a todos nosotros, a mis primos y a mí, cuando la infancia brillaba como un sol que ya he olvidado y cuyo aroma es el de los geranios que se marchitaron cuando se cerró la venta. Un olor que me acompañaba al recorrer todos los caminos de las cercanías, al explorar las montañas cercanas, incluso cuando con diez u once años le cambiamos la bujía al ciclomotor de mi abuelo, víctima del tiempo, oxidado, casi un esqueleto agonizante, y nos lanzamos a la carretera sin que nada nos importara más que el presente.  

Marcharé antes de que las personas que ahora residen aquí se encuentren con mis ojos y me miren con indignación, fantasmas de una familiaridad ignota. Todo sigue igual, por mucho que pasen los años. Nosotros somos los únicos que cambiamos, y vaya si lo hemos hecho; tanto que ya no habitamos ese lugar que nos dio la vida, que nos regaló tantos veranos. Sigue ahí la terraza cuyo borde hizo caer a mi primo, después la visión de su rodilla desgarrada, la sangre manando a borbotones, nuestros lisos y pálidos rostros presos del terror y el asombro; herida que las grapas cerrarían, pero cuya cicatriz permanecería por siempre, representando mucho más que una caída. Todavía sigue ahí la puerta en la que me reventé el dedo índice; esa es mi marca personal.

Ahí estoy también con mis amigos, con unos cuantos años más y algunas historias que contar. Es verano y somos adultos, pero el espíritu todavía es joven y rebelde, queriendo mantenerse al margen de las responsabilidades. Ahí están esos baños nocturnos en la piscina, copa en una mano y cigarrillo en la otra, la chica que me gusta justo enfrente. Esa noche le robaré un beso; no, eso ya sucedió, esa noche haremos el amor por primera vez, y será una de muchas chicas y noches que transcurrirán allí y dejarán una fuerte imprenta en mi memoria que, a día de hoy, cuando contemplo nostálgico la película de mis años perdidos, sigue palpitando con fuerza. 

Este lugar ya no me pertenece, ya no soy parte de él, ya me dio todo lo que tenía que ofrecerme y me enseñó unas cuantas lecciones. Ya no habrá aquí más baños nocturnos, ni barbacoas un domingo de primavera, ni borracheras ni sexo ni risas que contraigan las entrañas. No, este lugar está tan muerto como los niños que una vez fuimos en él. Sea como sea, estos caminos de tierra siempre estarán gravados en mi piel, como surcos o cicatrices por los que siguen fluyendo la vida y el tiempo; marcas de las que jamás lograré despojarme, y a las que quiero tanto como a los recuerdos que representan. Al final no somos nuestros logros sino nuestras ausencias, y esta es la que constituye los cimientos sobre los que me yergo.