7 de junio de 2017

Lugares del pasado


Regreso a los polvorientos caminos de tierra, los que atraviesan los campos y llevan a la antigua casa. Conduzco despacio y me es imposible evitar que un extraño sentimiento me invada. Cuánto sucedió entre sus cuatro paredes y, más todavía, en sus alrededores. Los senderos y más allá de ellos. Los terrenos circundantes al nuestro. La parcela de mis tíos. Todo el panorama que forma una parte importante de mí, pues crecí entre la tierra y las rocas y el polvo que albergan, los cimientos de mi infancia. 

Ahí estoy de pequeño, jugando con mis primos en el enorme montón de arena que la excavadora ha arrancado de la tierra virgen para hacer el agujero que meses después será la piscina. Somos tan pequeños y el mundo tan grande, que el montículo se nos asemeja a una montaña en la que desarrollar todas las aventuras que nuestra poderosa mente infantil es capaz de proyectar. Historias que se suceden una detrás de otra, sin límite, encadenándose de forma tan natural que es casi perfecta, ya que aún somos esos niños que no conocen el miedo, cuya mirada está más lejana que nunca del terrible mundo de los adultos. Todo es posible todavía, el tiempo transcurre despacio, ralentizándose una infinidad de veces, casi congelándose a cada segundo. Ya no recuerdo la última vez que sentí que el tiempo se detenía. Ahora vuela tan fugazmente que apenas puedo percibir su curso; un furioso río que desemboca en una catarata sin final. Al fondo un abismo desconocido que quizás sea la muerte. 

Me acerco a la parcela, la verja cerrada, la llave de cuyo candado dejó de pertenecerme años atrás. Dentro unas personas que no me son familiares. Caras desconocidas en las que nos veo reflejados a todos nosotros, a mis primos y a mí, cuando la infancia brillaba como un sol que ya he olvidado y cuyo aroma es el de los geranios que se marchitaron cuando se cerró la venta. Un olor que me acompañaba al recorrer todos los caminos de las cercanías, al explorar las montañas cercanas, incluso cuando con diez u once años le cambiamos la bujía al ciclomotor de mi abuelo, víctima del tiempo, oxidado, casi un esqueleto agonizante, y nos lanzamos a la carretera sin que nada nos importara más que el presente.  

Marcharé antes de que las personas que ahora residen aquí se encuentren con mis ojos y me miren con indignación, fantasmas de una familiaridad ignota. Todo sigue igual, por mucho que pasen los años. Nosotros somos los únicos que cambiamos, y vaya si lo hemos hecho; tanto que ya no habitamos ese lugar que nos dio la vida, que nos regaló tantos veranos. Sigue ahí la terraza cuyo borde hizo caer a mi primo, después la visión de su rodilla desgarrada, la sangre manando a borbotones, nuestros lisos y pálidos rostros presos del terror y el asombro; herida que las grapas cerrarían, pero cuya cicatriz permanecería por siempre, representando mucho más que una caída. Todavía sigue ahí la puerta en la que me reventé el dedo índice; esa es mi marca personal.

Ahí estoy también con mis amigos, con unos cuantos años más y algunas historias que contar. Es verano y somos adultos, pero el espíritu todavía es joven y rebelde, queriendo mantenerse al margen de las responsabilidades. Ahí están esos baños nocturnos en la piscina, copa en una mano y cigarrillo en la otra, la chica que me gusta justo enfrente. Esa noche le robaré un beso; no, eso ya sucedió, esa noche haremos el amor por primera vez, y será una de muchas chicas y noches que transcurrirán allí y dejarán una fuerte imprenta en mi memoria que, a día de hoy, cuando contemplo nostálgico la película de mis años perdidos, sigue palpitando con fuerza. 

Este lugar ya no me pertenece, ya no soy parte de él, ya me dio todo lo que tenía que ofrecerme y me enseñó unas cuantas lecciones. Ya no habrá aquí más baños nocturnos, ni barbacoas un domingo de primavera, ni borracheras ni sexo ni risas que contraigan las entrañas. No, este lugar está tan muerto como los niños que una vez fuimos en él. Sea como sea, estos caminos de tierra siempre estarán gravados en mi piel, como surcos o cicatrices por los que siguen fluyendo la vida y el tiempo; marcas de las que jamás lograré despojarme, y a las que quiero tanto como a los recuerdos que representan. Al final no somos nuestros logros sino nuestras ausencias, y esta es la que constituye los cimientos sobre los que me yergo. 

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