Las luces de un viejo coche herrumbroso se atenúan en lontananza.
El tardío rocío estival inunda su techo preñado de manchas
y vacíos.
Se huele el viento caducado,
impregnado de polvo lunar que se marchita en la noche
tan vacía.
Unos ojos arrojan centellas carmesí
ocultos en el bosque plagado de seres esqueléticos.
Son recuerdos de la nada vacía rellena de la amarga suciedad del tiempo.
Son las memorias oxidadas y abotargadas que pintan
las paredes de la cabaña abandonada.
El celeste del cielo.
El jade de los arbustos.
El azabache de la sangre coagulada.
La metástasis de esta enfermedad del olvido,
la melancolía de las hojas resecas de los árboles, que lloran
yaciendo en el suelo resquebrajado,
huérfano de agua.
El prístino perla del vacío,
ese vacío de la amnesia.
El blanco y negro del despiadado paso del tiempo.
No queda materia ni vida en esta cabaña del lago pétreo.
El sol ya no caza sombras con sus exhalaciones.
La luna se ha quedado atrancada en las nubes de óxido
y los reflejos han olvidado el rostro de sus padres.
Es ahora este vacío
toda la plenitud que nos queda.
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