11 de julio de 2018

En línea recta


La carretera se extendía hasta donde la vista se perdía, emborronada, entre la infinitud. En el asiento del copiloto, de cuero recalentado al sol, descansaba la pitillera abierta, dando simétricos bandazos a los que el propio coche, guiado por un volante destrozado, trazaba en la nada. La pitillera metálica, rechazando la luz, carente de calmantes y rebosante de la misma sequedad que el asfalto. 

El asfalto virgen, tan pulcro como el cielo sin una nube, agonizando. El sol todo lo quemaba. El dolor que producía en los ojos era igual al que bombeaban los cuádriceps, castigados tras subir escaleras de tres mil millones de peldaños hasta un paraíso baldío. El sudor detenido en las cejas, en las pestañas, atascado como la espuma de la cerveza en el bigote descolorido. ¿Hasta dónde llegaría? Solo el depósito podía saberlo.

El depósito oxidando la gasolina a cada tramo rectilíneo. El rastro de humo visible desde kilómetros de distancia. Solo unas motas de oscuridad en un día radiante que volaba imparable hacia su ocaso. El fuego muriendo tras las montañas. Los cielos rosas poblando el panorama, preñándolo de una colorida bruma fantasma. 

¿Cuán larga puede ser la carretera? Quién sabe, quizá dé la vuelta al mundo. Solo es un tipo recorriendo una línea recta atravesando un ardiente verano sin fin. Solo es el último pitillo consumiéndose en unos labios cuarteados. Las últimas hebras extinguiéndose, tiñendo unos pelos sobre una línea tan recta como la que lleva al infinito. Sí, quizás solo sea otro tipo más atrapado en un verano que se niega a contemplar su fin, pero que, como todos los demás, claudicará algún día. 

7 de febrero de 2018

La Plenitud


Las luces de un viejo coche herrumbroso se atenúan en lontananza.
El tardío rocío estival inunda su techo preñado de manchas
y vacíos.
Se huele el viento caducado,
impregnado de polvo lunar que se marchita en la noche
tan vacía.
Unos ojos arrojan centellas carmesí
ocultos en el bosque plagado de seres esqueléticos.
Son recuerdos de la nada vacía rellena de la amarga suciedad del tiempo.
Son las memorias oxidadas y abotargadas que pintan 
las paredes de la cabaña abandonada. 
El celeste del cielo.
El jade de los arbustos.
El azabache de la sangre coagulada.
La metástasis de esta enfermedad del olvido,
la melancolía de las hojas resecas de los árboles, que lloran
yaciendo en el suelo resquebrajado,
huérfano de agua.
El prístino perla del vacío,
ese vacío de la amnesia.
El blanco y negro del despiadado paso del tiempo.
No queda materia ni vida en esta cabaña del lago pétreo.
El sol ya no caza sombras con sus exhalaciones.
La luna se ha quedado atrancada en las nubes de óxido
y los reflejos han olvidado el rostro de sus padres.
Es ahora este vacío
toda la plenitud que nos queda. 

7 de enero de 2018

Bourbon & cigarettes


Allá iba otra vez, distinto lugar pero mismas condiciones. 

Entré en aquel antro con luces de neón en el exterior, rojas y azules, llamando la atención en la penumbra de un callejón cualquiera en una ciudad cualquiera. Siempre las mismas señales.

Un ambiente rancio, oscuro, carente de la atmósfera cargada de humo de cigarrillo que tanto me embriagaba en el pasado; ahora era más sobrio, pero los licores seguían manchando la barra y la buena música continuaba sonando de fondo a un volúmen decente. Tampoco pedía tanto.

Un billar al final del local, junto a los baños. Una barra más bien clásica y un sinfín de botellas colocadas en las repisas. Impregnaba el aire una suerte de perfume fruto del seco olor a cerrado, mezclado con una pizca de sudor, tequila, whisky, vodka y ron entremezclados en diminutos charcos sobre la madera carcomida, y algunas tapas pasando a mejor vida tras el mostrador. Quizá pudiera escuchar alguna canción romántica de los ochenta. Tampoco pedía tanto.

Me acercqué al barban, un tipo grande de largos bigotes canosos, mirada fría y hostil, grandes brazos de camionero; algún que otro tatuaje desdibujado pintaba la piel reseca y destrozada. 

Me sirvió el bourbon en un vaso pequeño, solo y sin hielo, cuidadosamente despositado sobre un posavasos. Demasiados mimos para un agujero de este calibre. No entabló conversación, pero se me quedó mirando de arriba abajo, descaradamente, intentando calarme como yo había intentado fundirme con su mundo. Ya lo engatusaría yo, quizá tras los dos primeros sorbos, puede que con un par de alagos, alguna pregunta peligrosa o tirando de temas banales: qué tal la noche, no hay mucha clientela, allá en el billar juega una chica bonita; no solía fallar. Lo único que buscaba, como en todos los locales de igual índole, era conseguir el acceso a la trastienda. Oh, claro que sí, todos ellos la tenían y brillaban después del cierre. 

Los altavoces escupían un tema de REO Speedwagon y mi mente se disparó irremediablemente hacia ella. Qué tía. Todo había cambiado mucho, claro está. Ya no era el mismo capullo de antes, sí un poco cabronazo, pero digo yo que en algo habría cambiado. Quién sabía qué será de ella. La creía muerta.

Sucedió en una noche como esa. Una chica bonita pululando por ahí. Puede que demasiado joven, quizá demasiado cansada para la edad que tenía. Un pintalabios exagerado, ojeras de noches sin fin, aliento etílico y una dentadura blanca y perfecta a pesar de las drogas, el tabaco y los excesos. Me acerqué a aquella flor enferma con mi bourbon de Kentucky en las manos; siempre quise ser un caballero del sur tras el regreso de mis viajes. 

No recuerdo qué le dije, seguramente alguna impertinencia. Puede que la llamara bonita, o chochete, se me iba mucho la olla. Solo recuerdo que, tras vomitarle un par de frases desagradables sin conseguir tintarlas de romanticismo, me propinó tal rodillazo en las pelotas que sentí ganas de echar la pota, y claro, quedé inmediatamente enganchado a ella, como a la cocaína cuando apenas contaba veinte años. Dulces recuerdos de un pasado putrefacto. 

El caso es que, en la noche que nos ocupa, logré camelarme al barman sin mucho esfuerzo. A las cuatro echaron el cierre y me quedé con los parroquianos. Los ochenta seguían sonando, pero el ambiente era muy distinto. Ahora era, al fin, mi ambiente. La trastienda, la hora mágica. Quién sabía qué podía ofrecer lo poco que quedaba de noche. Un poco de diversión. Destrucción y quizá algún revolcón, pues la chica bonita del billar seguía con nosotros. Era demasiado para mí, claro que lo sabía, pero ahí estaba una vez más, sentado a una mesa observando cómo corría otra noche, con el quinto bourbon y un cenicero repleto de cigarrillos frente a mí. Así es como debe oler el cielo, pensé. 

13 de diciembre de 2017

Bombillas en la Alameda


¿Qué versos manchados de acículas y tierra sobrevivirían aquí?

Solo los que quedaron cuando
Tu perfume pasó siseando
Entre los musgosos troncos de los pinos
De aquel fugaz paraíso
Vergel perecedero
Que se marchitó tan velozmente
Y caló tan hondo
Como se ancló tu sonrisa
En mis lunas apagadas.
En un pestañeo y tan firmemente aferrada
A los ennegrecidos entresijos de mi ser
Palpitando de nuevo
Cuando agoniza cada segundo.

Solo versos manchados de blanca carcajada
Y chispas flamígeras que escapan
De soles en ebullición
Y besos que ardían y evaporaban la sangre
Con el rastro que dejaban al pasar.

Versos de deseos contenidos
De furia incontrolada e incandescente
Haciendo arder hasta las últimas acículas
Que nos hacían levitar y nos unían
Como a motas de nube en una tormenta.

12 de octubre de 2017

Las últimas notas


Éramos como viejos casi en el ocaso de la juventud,
Ansiando llegar a jóvenes pasados los cincuenta,
Si es que llegábamos a sobrevivir
A tantas noches enfermas de euforia,
A tantas alegrías rotas en barras de bar
Y esquinas soleadas de farolas fundidas;
A tantas lágrimas ahogadas en humo de cigarrillo,
A tantas despedidas acumuladas en el futuro.
Teníamos en común la rebeldía inconformista,
Las ansias inagotables que nunca cristalizaban,
El sabor agridulce tras tantas victorias a medias,
La nostalgia anticipada de lo que nunca poseímos 
Y que se dejó marchar antes de ser alcanzado.
Éramos hermanos y hermanas de mundos dispares
Unidos bajo una generación de nuevo perdida,
Que llegábamos a tiempo para llorar de júbilo
Al echarnos del último antro abierto en la noche
Que silenció la última nota;
El último compás de una mítica canción
Que nos unió siéndonos desconocida
Para alumbrarnos la sinuosa senda
Sobre la que andábamos, pérdida tras pérdida. 
Y es que se nos cerraban las puertas de la gloria
Cuando lo único que buscábamos era el éxtasis,
El instante en que belleza y deseo se funden
Como los cielos y océanos bajo la lluvia de estrellas,
Y lo único que echábamos en falta era el sentimiento
De ascensión previo al golpe final y demoledor
Que tantas veces nos gustó saborear.
Parecen desfallecer aquellos soleados días
De prendas mojadas y cabellos revoloteados, 
De miradas que refulgían pasión y hambre
Frente a formas encumbradas por las cicatrices;
Son vistos ahora en sueños a través de prismas
Envueltos en sal, arena y aguas heladas.
Rememoraremos constantemente e impulsados por alas
Las inconstantes tormentas que nunca nos dejaron
Sin aliento antes de que llegaran:
Los primeros besos punzantes y cargados del aroma
De sonrisas que nacían frente a nosotros
Recortadas contra el ocaso de las ilusiones
Que nos mecían y protegían del orden;
La primera caricia sobre unas carnes trémulas
Que solo rogaban escuchar el rugido
Del placer absoluto estallando en derredor;
La primera lágrima que asomaba del ventanal
Por el que contemplamos tanta pureza desordenada;
El primer grito de angustia arrancado en la garganta
Al ver unas piernas contoneándose en dirección contraria;
El primer sabor que apreciaba una lengua virgen
Al recorrer vergonzosa unos surcos prohibidos
Que morían por sentir cualquier cosa
Que no fuera la melancolía de una ausencia;
El primer y último sexo al que admiramos
Brillar con luz propia y reventar
Viendo saciado un anhelo inextinguible. 
Todo lo que realizamos y lo que nos quedó pendiente
Es lo que conforma nuestras imágenes inmortales
Erigidas en los jardines de todo vecino
Que alguna vez compartió con nuestro espíritu
Unas palabras, una caricia o un secreto inconfesable.
Siempre nos gustaron esas últimas estrofas
Que podíamos revestir de nostalgia en el aire,
Cuando las liberábamos habiéndolas adulterado
Para el mundo, nuestro propio legado. 
Así fuimos y seremos, siempre jóvenes e inexpertos
En la locura y la maravilla, entre las risas
Y los revolcones y los adioses pronunciados tempranamente. 
Sí, siempre fuimos y seremos los locos amantes
De algún lado oscuro de la vida,
Que es el que más intensamente refulge
Cuando la luz ajena cede ante la nuestra.
Siempre seremos ese eterno bombeo
Y esas indestructibles entrañas
De los seres corruptos y prístinos
Que alumbran las últimas notas
De una canción que juntos escuchamos una vez. 

4 de octubre de 2017

Concierto de silencios


Hay silencios calmados, tediosos. Los hay exuberantes, poderosos y sobrecogedores. Furiosos y terribles. Hermosos y deseables, apacibles, tranquilizadores y trascendentales. 

Escucho un silencio en lontananza que me llama. Una comunión de todos ellos. Un concierto en que los instrumentos han enmudecido, han dejado paso al inabarcable manto de estrellas muertas que es este silencio y me han invitado a escucharlo. Sí, soy un privilegiado, contemplando desde el palco VIP el callado mundo a mis pies. 

Es una sala oscura en la que solo se percibe un tenue rumor, como el fluir de un riachuelo en una noche opaca. No existen soles aquí dentro, sino una vida oculta que brilla en otro sistema, imperceptible en este lugar. Hay una muchedumbre a mi alrededor, una a la que no puedo ver, que respira con tanta gracia que despierta carcajadas en mis ojos. Desconozco si mis latidos se pronuncian con furia o son impulsos exteriores. Sí, creo que lo son. Escucho los latidos de todos los presentes, la vida en armonía, y es algo hermoso este silencio mancillado. 

Es en este Café con la puerta cerrada horas atrás, prohibido el paso a transeúntes sin fe, donde se aúnan todos los silencios para crear la más estruendosa sinfonía que solo un sordo podría apreciar. 

Sin embargo, nosotros la vemos cuando se encienden las luces, centelleando en nuestros iris quemados por la luna. Acostumbrados a mirar de soslayo. Apesadumbrados por haber perdido la fijación en los débiles destellos que ya casi olvidaron. Sí, vemos este silencio absoluto, tan poderoso que es apreciable con el tacto; el suave contacto de una seda prohibida robada en países exóticos.

Vísteme, silencio, ahonda en mí y encuentra las palabras enterradas. Hazlas resurgir para que te resquebrajen. Llévame y elévame cuando resuene la última canción que compusieron los locos de bellos sueños. 

El hastío te hace cruel, silencio. Ya no eres más que el tejido de las tinieblas, un día más triste y oscuro que todas las noches. 

Acállate, silencio, y da paso a la percusión del mundo, que ansía retumbar de nuevo en esta sala vacía y rebosante de almas. 



[Imagen: Chiharu Shiota, “In Silence”]

29 de agosto de 2017

Una terraza con vistas


Al atardecer salgo a la pequeña terraza del tercer piso, impregnada del aroma de los jazmines que pueblan sus esquinas y muros, y contemplo la caída del sol. Solo me acompañan un cigarrillo y la omnipresente fuerza del silencio. 

Parece que pueda vislumbrarse desde esta diminuta atalaya todo un mundo de vida y color, que pronto se transformarán en una escala de grises solo pintada por el naranja decrépito de las farolas. 

Los extasiados gritos de unos niños que juegan en lontananza me llegan como débiles susurros que, como el humo del cigarrillo, van perdiendo cuerpo a medida que avanzan en la noche. Unas pocas nubes oscuras amenazan con ennegrecer tempranamente el panorama. A los niños parece no importarles, pues ellos juegan y juegan despreocupadas venga lluvia o no, y el reclamo de sus padres a la mesa será lo único que consiga arrancarles de la calle. Supongo que todo es más sencillo a esas edades, pienso al soltar una bocanada de humo. 

Pronto los diminutos surcos entre los adoquines de los callejones que dan a la plaza comienzan a inundarse; ríos microscópicos que convergerán en los océanos donde prima la luz frente a la penumbra. 

Sopla un viento cada vez más animado y comienza a refrescar. Llega la noche y sus maravillas. Los camareros de los distintos bares de la plaza van recogiendo las terrazas, apilando sillas y mesas para llevarlas adentro después. Retiran los toldos que antes protegían a los clientes del sol y que ahora solo pueden estropearse soportando el peso del agua, que va manando del cielo quebrado cada vez con mayor intensidad. 

Una sirena en la lejanía, aunque esto no es una gran ciudad. Allí el ruido es constante, las desgracias comunes y la calma impensable. Aquí el sonido es aislado, es fácil localizarlo y ver los destellos azules o naranjas después, rebotando en los edificios de alrededor. En las capitales se entremezclan las emergencias de bomberos, ambulancias y policías en una cacofonía constante, interminable. 

Quizá sea por eso por lo que regreso a este lugar constantemente y, en las noches de cada una de mis visitas, paso un buen rato al raso en la vieja terraza. Todo es viejo aquí, en realidad: la terraza, los muebles, los sucios cristales de las ventanas, los gruesos pilares de madera resquebrajados, el suelo, alguna que otra pared mohosa… Solo sobreviven, y brillan más todavía que en su juventud, los jazmines que ahora me rodean, recordándome la magia de algunas cosas viejas. 

Sí, me gusta asomarme y ver tanto a los críos jugando como a los viejos con sus bastones o andadores yendo o viniendo del bar de siempre, en el que juegan a las cartas y fuman puros. Parejas de nonagenarios, de espaldas encorvadas y rostros llenos de historia, paseando cogidos de la mano, entrelazando los años que les quedan y sonriendo afablemente por ello. 

Claro que me gusta subir y contemplar el pueblo, porque lo que se ve desde aquí arriba es el tiempo. Llueve sobre los gastados adoquines mientras el sol arroja sus últimos centelleos en el horizonte. Un ciclo tras otro, un mismo círculo infinito sobre el que todos damos vueltas y vueltas. Es hermoso aquello que acaba y empieza por la simple razón de que posee un final. 

Lo único que es bello y eterno son la noche y estos jazmines; el resto son las partículas de vida que flotan y se entremezclan con el humo del cigarrillo hasta que perecen y nacen de nuevo, y desde aquí arriba puedo apreciarlas a todas, brillando como luciérnagas en la noche.