Al atardecer salgo a la pequeña terraza del tercer piso, impregnada del aroma de los jazmines que pueblan sus esquinas y muros, y contemplo la caída del sol. Solo me acompañan un cigarrillo y la omnipresente fuerza del silencio.
Parece que pueda vislumbrarse desde esta diminuta atalaya todo un mundo de vida y color, que pronto se transformarán en una escala de grises solo pintada por el naranja decrépito de las farolas.
Los extasiados gritos de unos niños que juegan en lontananza me llegan como débiles susurros que, como el humo del cigarrillo, van perdiendo cuerpo a medida que avanzan en la noche. Unas pocas nubes oscuras amenazan con ennegrecer tempranamente el panorama. A los niños parece no importarles, pues ellos juegan y juegan despreocupadas venga lluvia o no, y el reclamo de sus padres a la mesa será lo único que consiga arrancarles de la calle. Supongo que todo es más sencillo a esas edades, pienso al soltar una bocanada de humo.
Pronto los diminutos surcos entre los adoquines de los callejones que dan a la plaza comienzan a inundarse; ríos microscópicos que convergerán en los océanos donde prima la luz frente a la penumbra.
Sopla un viento cada vez más animado y comienza a refrescar. Llega la noche y sus maravillas. Los camareros de los distintos bares de la plaza van recogiendo las terrazas, apilando sillas y mesas para llevarlas adentro después. Retiran los toldos que antes protegían a los clientes del sol y que ahora solo pueden estropearse soportando el peso del agua, que va manando del cielo quebrado cada vez con mayor intensidad.
Una sirena en la lejanía, aunque esto no es una gran ciudad. Allí el ruido es constante, las desgracias comunes y la calma impensable. Aquí el sonido es aislado, es fácil localizarlo y ver los destellos azules o naranjas después, rebotando en los edificios de alrededor. En las capitales se entremezclan las emergencias de bomberos, ambulancias y policías en una cacofonía constante, interminable.
Quizá sea por eso por lo que regreso a este lugar constantemente y, en las noches de cada una de mis visitas, paso un buen rato al raso en la vieja terraza. Todo es viejo aquí, en realidad: la terraza, los muebles, los sucios cristales de las ventanas, los gruesos pilares de madera resquebrajados, el suelo, alguna que otra pared mohosa… Solo sobreviven, y brillan más todavía que en su juventud, los jazmines que ahora me rodean, recordándome la magia de algunas cosas viejas.
Sí, me gusta asomarme y ver tanto a los críos jugando como a los viejos con sus bastones o andadores yendo o viniendo del bar de siempre, en el que juegan a las cartas y fuman puros. Parejas de nonagenarios, de espaldas encorvadas y rostros llenos de historia, paseando cogidos de la mano, entrelazando los años que les quedan y sonriendo afablemente por ello.
Claro que me gusta subir y contemplar el pueblo, porque lo que se ve desde aquí arriba es el tiempo. Llueve sobre los gastados adoquines mientras el sol arroja sus últimos centelleos en el horizonte. Un ciclo tras otro, un mismo círculo infinito sobre el que todos damos vueltas y vueltas. Es hermoso aquello que acaba y empieza por la simple razón de que posee un final.
Lo único que es bello y eterno son la noche y estos jazmines; el resto son las partículas de vida que flotan y se entremezclan con el humo del cigarrillo hasta que perecen y nacen de nuevo, y desde aquí arriba puedo apreciarlas a todas, brillando como luciérnagas en la noche.
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