La habitación estaba
desierta, nada respiraba en su interior, ni lo había hecho en mucho tiempo, tal
vez demasiado; pero el tiempo ya no era lo que fue en días pasados, y ahora era
difícil de medir, pues parecía estirarse, colapsarse, y después alargarse de
nuevo de forma inconmensurable.
Aquel cubículo, ¿por
cuánto tiempo habría estado cerrado? Y lógicamente, todo seguía igual, nada
había mutado a algo mejor. Ya no era capaz de recordar cuál había sido la
última vez que alguien había entrado y perturbado su calma; era como un vasto
océano congelado y encerrado entre las diminutas cavidades de una lágrima que
cayó hacía mucho; pero aún no había impactado en el fondo y las mareas seguían
inmóviles. No recordaba, al fin y al cabo, cuándo la había abandonado.
Y ahora abría la puerta
y una ola de silencio golpeaba fuertemente. No había reflejo en el espejo, a
saber qué realidad y qué tiempo devolvía desde el otro lado. Pero en
apariencia, todo permanecía en su sitio, todo igual que antes. Había pequeñas
partículas de ceniza esparcidas por el escritorio, quizá de los cigarrillos,
quizá de las almas. Faltaba en el ambiente la oxidada luz extinta de un flexo
cuya bombilla estalló en otro tiempo. Había algunas hojas con extraños
garabatos; tal vez simbolizaban el final de muchas historias, y los inicios
fallidos de tantas otras. Algunos dibujos, los mejor trazados, pertenecerían al
esbozo de los sueños inalcanzables, casi olvidados, que seguían anclados a la
mesa. Un par de ellos estaban incluso coloreados con tizas diversas, y un solo
soplido, un suspiro, un leve estornudo en las cercanías, bastaría para barrer
sus pesadas y volátiles moléculas y volverlos de blanco y negro, como lo fueron
un día, arrebatándoles el color.
Había también un
pequeño reloj detenido, no podía ser de otro modo, redondo como el mundo y de
recorrido cíclico como la vida, cuyas tres agujas apuntaban, claro está, a una
noche, un lugar y a un sueño, todos ellos olvidados.
En la estantería
montones de libros, cerrados y terminados en su totalidad, y botellas, algunas
vacías, otras llenas y bloqueadas, repletas de un brillante líquido verde,
palpitante; el más peligroso de todos. No había polvo en las superficies, ni en
la de las maderas que tapiaban la única ventana, ojo del mundo; era asombroso,
un colapso.
Todo tendría que volver
a moverse. La puerta se cerró y ya había alguien dentro, de nuevo. El reloj
debería volver a funcionar y a permitir la existencia de nuevos momentos, para
que se terminaran los garabatos de las hojas petrificadas. El cristal debía
volver a vibrar, a crujir si fuese necesario, y el polvo caería de los cielos
que fueron abrasados. Debía volver la luz a aquel oscuro cubículo, debía pasar
a través de la ventana cuyas tablas serían arrancadas por el martillo, y solo
así volverían las olas al estallar la lágrima que las aprisionaba, cuando el
ciclo fluyera otra vez.
Ahora solo se podía
andar a tientas, con ojos vendados por la inexistencia de luz y calor, y solo
podía verse mediante los recuerdos del abandono, del exilio. Tocó a ciegas la
mesa, la silla, y donde debía haber un vacío palpó algo vivo, que palpitaba. La
botella verde se iba vaciando, y al arrancar las tablas la ventana se abrió de
golpe y el viento ordenó los elementos en el tiempo y el espacio. La habitación
cerrada se abría, a las posibilidades, al futuro. La habitación cerrada volvía
a la vida.
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