9 de diciembre de 2015

La habitación cerrada


La habitación estaba desierta, nada respiraba en su interior, ni lo había hecho en mucho tiempo, tal vez demasiado; pero el tiempo ya no era lo que fue en días pasados, y ahora era difícil de medir, pues parecía estirarse, colapsarse, y después alargarse de nuevo de forma inconmensurable.

Aquel cubículo, ¿por cuánto tiempo habría estado cerrado? Y lógicamente, todo seguía igual, nada había mutado a algo mejor. Ya no era capaz de recordar cuál había sido la última vez que alguien había entrado y perturbado su calma; era como un vasto océano congelado y encerrado entre las diminutas cavidades de una lágrima que cayó hacía mucho; pero aún no había impactado en el fondo y las mareas seguían inmóviles. No recordaba, al fin y al cabo, cuándo la había abandonado.

Y ahora abría la puerta y una ola de silencio golpeaba fuertemente. No había reflejo en el espejo, a saber qué realidad y qué tiempo devolvía desde el otro lado. Pero en apariencia, todo permanecía en su sitio, todo igual que antes. Había pequeñas partículas de ceniza esparcidas por el escritorio, quizá de los cigarrillos, quizá de las almas. Faltaba en el ambiente la oxidada luz extinta de un flexo cuya bombilla estalló en otro tiempo. Había algunas hojas con extraños garabatos; tal vez simbolizaban el final de muchas historias, y los inicios fallidos de tantas otras. Algunos dibujos, los mejor trazados, pertenecerían al esbozo de los sueños inalcanzables, casi olvidados, que seguían anclados a la mesa. Un par de ellos estaban incluso coloreados con tizas diversas, y un solo soplido, un suspiro, un leve estornudo en las cercanías, bastaría para barrer sus pesadas y volátiles moléculas y volverlos de blanco y negro, como lo fueron un día, arrebatándoles el color.

Había también un pequeño reloj detenido, no podía ser de otro modo, redondo como el mundo y de recorrido cíclico como la vida, cuyas tres agujas apuntaban, claro está, a una noche, un lugar y a un sueño, todos ellos olvidados.

En la estantería montones de libros, cerrados y terminados en su totalidad, y botellas, algunas vacías, otras llenas y bloqueadas, repletas de un brillante líquido verde, palpitante; el más peligroso de todos. No había polvo en las superficies, ni en la de las maderas que tapiaban la única ventana, ojo del mundo; era asombroso, un colapso.

Todo tendría que volver a moverse. La puerta se cerró y ya había alguien dentro, de nuevo. El reloj debería volver a funcionar y a permitir la existencia de nuevos momentos, para que se terminaran los garabatos de las hojas petrificadas. El cristal debía volver a vibrar, a crujir si fuese necesario, y el polvo caería de los cielos que fueron abrasados. Debía volver la luz a aquel oscuro cubículo, debía pasar a través de la ventana cuyas tablas serían arrancadas por el martillo, y solo así volverían las olas al estallar la lágrima que las aprisionaba, cuando el ciclo fluyera otra vez.

Ahora solo se podía andar a tientas, con ojos vendados por la inexistencia de luz y calor, y solo podía verse mediante los recuerdos del abandono, del exilio. Tocó a ciegas la mesa, la silla, y donde debía haber un vacío palpó algo vivo, que palpitaba. La botella verde se iba vaciando, y al arrancar las tablas la ventana se abrió de golpe y el viento ordenó los elementos en el tiempo y el espacio. La habitación cerrada se abría, a las posibilidades, al futuro. La habitación cerrada volvía a la vida. 

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