No me sirven ya las
excusas, no quiero escuchar más promesas de mundos mejores, de opciones viables
y posibles, porque no quiero seguir buscando, no en el estricto sentido de la palabra.
Siempre buscamos, creo; siempre andamos tras aquello que anhelamos, lo que
creemos que podrá sanarnos, u otorgarnos una felicidad tan debatida, tan
bellamente escondida, que ha escapado de la mano de demasiados. Estoy ya
cansado de perseguir y acechar, de mirar tan de cerca cada minúsculo detalle que
se me enrojecen los ojos, entrando en ellos cada una de las partículas de la
mundanidad que nos rodea, a cada paso que damos, a cada exhalación que dejamos
libre al viento.
Creo que también es
bueno, de vez en cuando, encontrar sin siquiera buscar, solo levantando el pie
justo después de apoyar el talón, antes de aplastar a la flor que luchaba por
resurgir entre el cemento agrietado. Dicen que somos lo que hacemos, pero más
bien somos una acumulación de lo vivido, de lo que nos ha paralizado y elevado
durante un momento o una vida, que bien pueden ser lo mismo. Una vida
condensada, en un breve tiempo, que se expande y expande hasta perderse en el
infinito y volver para morderse la cola.
Que si me voy, pues me
habré ido, pero temo que nunca podré desparecer, marchar del todo, olvidar cada
risa y cada palabra que se dijo cuando el silencio reinaba, cuando no era
necesario decir nada, y aun así esas letras surgían para quebrar el frío que
nos aprisionaba; letras innecesarias pero hermosas, como todas las palabras que
podían llegar a formar en sus divagadas combinaciones. No espero, no me sirve
la espera, solo la marcha, siempre la marcha, porque el tiempo no se detiene y
no solemos dejar que nada pase de largo; tan solo aguardamos mientras corremos
a que la mano adecuada nos robe del camino, de improvisto, nos arranque
suavemente del maratón que ya nos deja exhaustos, y nos deje grácilmente en
nuestro lugar, sea cual sea.
Fotografías que cobran
vida, que arrancan sonrisas, que nos nutren y nos despiertan arcaicas alegorías
escondidas en las entrañas. Recuerdos pasados, soñados, vividos y vueltos a
soñar, que dan vueltas y vueltas y mutan una y otra vez, pero que nunca cambian
en su esencia, que siempre representan lo mismo, por ser incapaces de variar su
origen. Creo que todos hemos sentido lo imposible, y si no pensadlo un solo
momento.
Todos hemos sentido
cuando se detiene el tiempo, o al menos cuando se ralentiza enormemente, cuando
apenas parece fluir y nos quedamos bien quietos, con el cerebro todavía
funcionando a mil por hora, examinando cada minúscula sensación que nos recorre
el cuerpo cual relámpago en una tormenta. Porque sí, es una tormenta, ese
momento en que una burbuja se arranca del tiempo y flota ante nuestras narices,
elevándose para finalmente desaparecer, pero observamos ese efímero y longevo
viaje, que no pertenece a ningún plano porque apenas está existiendo. Nos
sentimos a nosotros mismos como nunca antes, hechizados, y tal vez sintamos a
todos nuestros yo paralelos, o nos
metamos en el universo de uno de ellos, viviendo lo que allí es posible pero
aquí improbable, o directamente imposible. Y sonreímos, al darnos cuenta de que
por un segundo al menos un sueño grande y poderoso ha cobrado vida,
percatándonos de que, por un ínfimo momento, todo es simple y hermoso y
perfecto.
Lo curioso es que
cuando esa burbuja estalla y el tiempo corre de nuevo a velocidad normal, o así
lo sentimos otra vez, la agradable sensación de victoria frente destino sigue
presente y se va diluyendo paulatinamente, y mantenemos esa sonrisa que nunca
antes había sido tan sincera.
Tal vez vivamos cien
años, y cuando volvemos a la realidad solo deseamos que ojalá cuando todo
llegue al final vuelva a empezar de nuevo, para que pasen otros cien años con
tal de vivir otra vez ese único segundo de perfección.
Puede que seamos la
acumulación de todas las veces que hemos sentido que el tiempo se detenía, y
ojalá lo hiciera más a menudo, para que no corriera tanto y se nos escapara, u
ojalá pudiéramos escaparnos de la realidad para siempre, aprovechando esa
brecha, morando al otro lado, donde todo fue posible, donde todo sería idílico,
donde no habría complicaciones y cada vez que habláramos fuera para regalarnos
algo nuevo, no para apuñalarnos por la espalda. Donde la vida no fuera ligada a
la muerte, donde el amor trascendiera al dolor y donde camináramos juntos para
siempre.