23 de enero de 2016

Cuando se detiene el tiempo


No me sirven ya las excusas, no quiero escuchar más promesas de mundos mejores, de opciones viables y posibles, porque no quiero seguir buscando, no en el estricto sentido de la palabra. Siempre buscamos, creo; siempre andamos tras aquello que anhelamos, lo que creemos que podrá sanarnos, u otorgarnos una felicidad tan debatida, tan bellamente escondida, que ha escapado de la mano de demasiados. Estoy ya cansado de perseguir y acechar, de mirar tan de cerca cada minúsculo detalle que se me enrojecen los ojos, entrando en ellos cada una de las partículas de la mundanidad que nos rodea, a cada paso que damos, a cada exhalación que dejamos libre al viento.

Creo que también es bueno, de vez en cuando, encontrar sin siquiera buscar, solo levantando el pie justo después de apoyar el talón, antes de aplastar a la flor que luchaba por resurgir entre el cemento agrietado. Dicen que somos lo que hacemos, pero más bien somos una acumulación de lo vivido, de lo que nos ha paralizado y elevado durante un momento o una vida, que bien pueden ser lo mismo. Una vida condensada, en un breve tiempo, que se expande y expande hasta perderse en el infinito y volver para morderse la cola.

Que si me voy, pues me habré ido, pero temo que nunca podré desparecer, marchar del todo, olvidar cada risa y cada palabra que se dijo cuando el silencio reinaba, cuando no era necesario decir nada, y aun así esas letras surgían para quebrar el frío que nos aprisionaba; letras innecesarias pero hermosas, como todas las palabras que podían llegar a formar en sus divagadas combinaciones. No espero, no me sirve la espera, solo la marcha, siempre la marcha, porque el tiempo no se detiene y no solemos dejar que nada pase de largo; tan solo aguardamos mientras corremos a que la mano adecuada nos robe del camino, de improvisto, nos arranque suavemente del maratón que ya nos deja exhaustos, y nos deje grácilmente en nuestro lugar, sea cual sea.

Fotografías que cobran vida, que arrancan sonrisas, que nos nutren y nos despiertan arcaicas alegorías escondidas en las entrañas. Recuerdos pasados, soñados, vividos y vueltos a soñar, que dan vueltas y vueltas y mutan una y otra vez, pero que nunca cambian en su esencia, que siempre representan lo mismo, por ser incapaces de variar su origen. Creo que todos hemos sentido lo imposible, y si no pensadlo un solo momento.

Todos hemos sentido cuando se detiene el tiempo, o al menos cuando se ralentiza enormemente, cuando apenas parece fluir y nos quedamos bien quietos, con el cerebro todavía funcionando a mil por hora, examinando cada minúscula sensación que nos recorre el cuerpo cual relámpago en una tormenta. Porque sí, es una tormenta, ese momento en que una burbuja se arranca del tiempo y flota ante nuestras narices, elevándose para finalmente desaparecer, pero observamos ese efímero y longevo viaje, que no pertenece a ningún plano porque apenas está existiendo. Nos sentimos a nosotros mismos como nunca antes, hechizados, y tal vez sintamos a todos nuestros yo paralelos, o nos metamos en el universo de uno de ellos, viviendo lo que allí es posible pero aquí improbable, o directamente imposible. Y sonreímos, al darnos cuenta de que por un segundo al menos un sueño grande y poderoso ha cobrado vida, percatándonos de que, por un ínfimo momento, todo es simple y hermoso y perfecto.

Lo curioso es que cuando esa burbuja estalla y el tiempo corre de nuevo a velocidad normal, o así lo sentimos otra vez, la agradable sensación de victoria frente destino sigue presente y se va diluyendo paulatinamente, y mantenemos esa sonrisa que nunca antes había sido tan sincera.

Tal vez vivamos cien años, y cuando volvemos a la realidad solo deseamos que ojalá cuando todo llegue al final vuelva a empezar de nuevo, para que pasen otros cien años con tal de vivir otra vez ese único segundo de perfección.

Puede que seamos la acumulación de todas las veces que hemos sentido que el tiempo se detenía, y ojalá lo hiciera más a menudo, para que no corriera tanto y se nos escapara, u ojalá pudiéramos escaparnos de la realidad para siempre, aprovechando esa brecha, morando al otro lado, donde todo fue posible, donde todo sería idílico, donde no habría complicaciones y cada vez que habláramos fuera para regalarnos algo nuevo, no para apuñalarnos por la espalda. Donde la vida no fuera ligada a la muerte, donde el amor trascendiera al dolor y donde camináramos juntos para siempre. 

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