Que la prosa de Cormac
McCarthy es magistral no es ninguna novedad. Un autor envuelto en leyenda,
alabado tanto por la crítica como por un sinfín de escritores. El nivel de
detalle, la poesía que desprende, el riquísimo léxico que emplea para dar forma
a sus hermosas y terribles historias, sus mejores bazas. Considerado uno de los
escritores norteamericanos contemporáneos más importantes e influyentes.
Con La Carretera se ganó el Pulitzer en 2006,
año de su publicación, y no es para menos. Una historia corta, condensada, pero
no exenta de la calidad literaria que desprende McCarthy en toda su obra.
Dentro del dramatismo habitual con que dota a sus narraciones, ésta sea quizá
la que más despunte. En un mundo acabado, que se muere día a día, donde el sol
ya apenas acompaña a los escasos supervivientes de una catástrofe acontecida
años atrás, el amor de un padre por su hijo que viajan hacia el sur es lo único
que tiene sentido y que trasciende a las continuas penurias, a un frío
implacable, a una hambruna atroz y a la primacía de los peores y más animales
instintos de los hombres.
Tal
vez en su destrucción sería posible ver cómo estaba hecho el mundo. Océanos, montañas.
El fatigoso contraespectáculo de las cosas dejando de existir. La extensa
tierra baldía, hidrópica y fríamente secular. El silencio.
Si hay dos cosas
destacables en esta obra serían, a mi entender, la ya habitual magnifica
descripción de escenarios, de acciones, el estilo personal del escritor, la
manera que tiene de calarte hasta el alma, como dominándote poco a poco, página
a página, con susurros líricos que te hielan la sangre y que te dejan una
profunda huella. Y por otro lado, la mayor baza del libro es la relación entre
los dos personajes protagonistas, las conversaciones que mantienen, donde se
palpa la ambivalencia de ambos, unidos y contrarios, la sabiduría contra la
inocencia, la dura experiencia adquirida y las cicatrices en el espíritu de
uno, la implacable justicia y la visión objetiva de un planeta que rechaza la
vida de sus escasos habitantes, contra la bondad y la inocencia en estado puro,
contra la mente de un niño que pesadilla tras pesadilla aprende que los cuentos
felices no tienen ya cabida en su mundo, que todos los recuerdos del padre,
todo aquello cotidiano que caracterizaba la vida de millones de personas, son
como fotografías carcomidas relegadas al pasado, y que nunca habrá un futuro
que pueda albergar esos vívidos colores para enseñárselos a nuevas generaciones
de infantes.
¿Puedo
preguntarte algo?
Naturalmente.
¿Qué
harías si yo muriera?
Si
tú murieras yo también querría morirme.
¿Para
poder estar conmigo?
Sí,
para poder estar contigo.
Cada uno es el mundo
del otro, tan simple como eso, y no hay vida imaginable sin ese amor paterno
filial que caracteriza la novela.
Miró
en derredor pero no había nada que ver. Hablaba en una negrura sin profundidad
ni dimensiones.
La narración nos regala
continuamente una prosa desgarradora y poética en exceso, una que deja retazos
en nuestra mente, como cuchillos que se han clavado allí para obligarnos a no
apartar la vista de ese mundo creado a la vez con una sencillez y una potencia
que resultan abrumadoras. Muy destacable también una de las conversaciones con
el viejo que encuentran en la carretera, con el que comparten comida; uno de
los buenos, que como ellos y como el padre le dice al hijo continuamente, lleva
el fuego.
Cuando
vi al chico creí que me había muerto.
¿Pensó
que era un ángel?
No
sabía qué era. Pensaba que nunca volvería a ver a un niño. No sabía qué iba a
pasar.
¿Y
si le dijera que es un dios?
Donde
los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor. Es preferible estar
solo. O sea que espero que no sea verdad eso que ha dicho porque coincidir en
la carretera con el último dios sería terrible y por eso confío en que no sea
verdad.
Ningún lector,
conocedor del autor o no, debería perderse esta breve maravilla. Habrá muchísimas
historias, escritas o filmadas, basadas en mundos post–apocalípticos, pero no
cabe duda de que esta es una pieza única, por su enfoque, por su historia y,
repito, por su magnífica y elaborada sencillez, por contrarios que puedan
parecer ambos términos.
El director John
Hillcoat dirigió una adaptación muy fiel que queda a la altura del libro La Carretera (The Road)
2009, que plasma a la perfección las descripciones de McCarthy y la
relación del hijo y el padre, interpretados por Kodi
Smit-McPhee y Viggo
Mortensen respectivamente. En definitiva, nadie debería perderse ninguna de
las dos obras, pues es una especie de deleite que rara vez se da.
No hay comentarios:
Publicar un comentario