1 de febrero de 2016

En un mundo que se muere (Reseña La Carretera, de Cormac McCarthy)


Que la prosa de Cormac McCarthy es magistral no es ninguna novedad. Un autor envuelto en leyenda, alabado tanto por la crítica como por un sinfín de escritores. El nivel de detalle, la poesía que desprende, el riquísimo léxico que emplea para dar forma a sus hermosas y terribles historias, sus mejores bazas. Considerado uno de los escritores norteamericanos contemporáneos más importantes e influyentes.

Con La Carretera se ganó el Pulitzer en 2006, año de su publicación, y no es para menos. Una historia corta, condensada, pero no exenta de la calidad literaria que desprende McCarthy en toda su obra. Dentro del dramatismo habitual con que dota a sus narraciones, ésta sea quizá la que más despunte. En un mundo acabado, que se muere día a día, donde el sol ya apenas acompaña a los escasos supervivientes de una catástrofe acontecida años atrás, el amor de un padre por su hijo que viajan hacia el sur es lo único que tiene sentido y que trasciende a las continuas penurias, a un frío implacable, a una hambruna atroz y a la primacía de los peores y más animales instintos de los hombres.

Tal vez en su destrucción sería posible ver cómo estaba hecho el mundo. Océanos, montañas. El fatigoso contraespectáculo de las cosas dejando de existir. La extensa tierra baldía, hidrópica y fríamente secular. El silencio.

Si hay dos cosas destacables en esta obra serían, a mi entender, la ya habitual magnifica descripción de escenarios, de acciones, el estilo personal del escritor, la manera que tiene de calarte hasta el alma, como dominándote poco a poco, página a página, con susurros líricos que te hielan la sangre y que te dejan una profunda huella. Y por otro lado, la mayor baza del libro es la relación entre los dos personajes protagonistas, las conversaciones que mantienen, donde se palpa la ambivalencia de ambos, unidos y contrarios, la sabiduría contra la inocencia, la dura experiencia adquirida y las cicatrices en el espíritu de uno, la implacable justicia y la visión objetiva de un planeta que rechaza la vida de sus escasos habitantes, contra la bondad y la inocencia en estado puro, contra la mente de un niño que pesadilla tras pesadilla aprende que los cuentos felices no tienen ya cabida en su mundo, que todos los recuerdos del padre, todo aquello cotidiano que caracterizaba la vida de millones de personas, son como fotografías carcomidas relegadas al pasado, y que nunca habrá un futuro que pueda albergar esos vívidos colores para enseñárselos a nuevas generaciones de infantes.

¿Puedo preguntarte algo?
Naturalmente.
¿Qué harías si yo muriera?
Si tú murieras yo también querría morirme.
¿Para poder estar conmigo?
Sí, para poder estar contigo.

Cada uno es el mundo del otro, tan simple como eso, y no hay vida imaginable sin ese amor paterno filial que caracteriza la novela.

Miró en derredor pero no había nada que ver. Hablaba en una negrura sin profundidad ni dimensiones.

La narración nos regala continuamente una prosa desgarradora y poética en exceso, una que deja retazos en nuestra mente, como cuchillos que se han clavado allí para obligarnos a no apartar la vista de ese mundo creado a la vez con una sencillez y una potencia que resultan abrumadoras. Muy destacable también una de las conversaciones con el viejo que encuentran en la carretera, con el que comparten comida; uno de los buenos, que como ellos y como el padre le dice al hijo continuamente, lleva el fuego.

Cuando vi al chico creí que me había muerto.
¿Pensó que era un ángel?
No sabía qué era. Pensaba que nunca volvería a ver a un niño. No sabía qué iba a pasar.
¿Y si le dijera que es un dios?
Donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor. Es preferible estar solo. O sea que espero que no sea verdad eso que ha dicho porque coincidir en la carretera con el último dios sería terrible y por eso confío en que no sea verdad.

Ningún lector, conocedor del autor o no, debería perderse esta breve maravilla. Habrá muchísimas historias, escritas o filmadas, basadas en mundos post–apocalípticos, pero no cabe duda de que esta es una pieza única, por su enfoque, por su historia y, repito, por su magnífica y elaborada sencillez, por contrarios que puedan parecer ambos términos.

El director John Hillcoat dirigió una adaptación muy fiel que queda a la altura del libro La Carretera (The Road) 2009, que plasma a la perfección las descripciones de McCarthy y la relación del hijo y el padre, interpretados por Kodi Smit-McPhee y Viggo Mortensen respectivamente. En definitiva, nadie debería perderse ninguna de las dos obras, pues es una especie de deleite que rara vez se da. 

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