Siempre reaccionaba de maneras similares cuando le decían aquello; unas veces se encogía de hombros, otras desviaba la mirada, pero todas encerraban el mismo significado: no entendía por qué se lo decían, por qué le decían que era valiente al hacerlo. Simplemente no lo consideraba así. Puede que fuera por los tiempos que corren, por cómo ha cambiado todo con el paso de los años o por cómo suelen ser las personas actualmente. Le decían que era valiente por enviarle una carta de amor a alguien.
Quizá por volcar en el papel lo más absolutamente sincero y desnudo que albergaba en su interior, o por el atrevimiento de hacérselo llegar, por la reacción al leerlo, por la posible negativa o por abrirse a alguien de un modo tan puro, sin barrera alguna, dejando bien claros sus deseos, anhelos e intenciones. Pero no, él no lo veía valiente, sino lógico.
Era lo normal, porque uno ha de decir lo que siente y él lo hacía aunque empleara ese método casi olvidado como último recurso. Cuando no quedaban acciones por realizar, cuando creía haber expulsado todas las palabras que su mente había tratado de ordenar correctamente en el momento más crucial de todos, entonces tomaba aire y se sentaba a escribir. A escribirle a ella.
Si todo estaba ya perdido o tenía escasas posibilidades, ¿qué más daba? Él pensaba que cuando uno quiere algo realmente, cuando de verdad lo desea, va a por ello, no hay más. Lo mismo con la persona amada o deseada. No había nada que cavilar, simplemente tenía que hacerse; y no porque lo pidiera la mente, no, porque ella ya había jugado y perdido, y de hecho si intercediera probablemente trataría de disuadirlo, pero no. Lo hacía porque se lo pedían el corazón, el alma y las entrañas. No había dudas, miedos o tartamudeos; solo decisión y la mano presionando firmemente la pluma sobre el papel.
No entendía qué ocurría en la actualidad con aquello de hacerse de rogar, de hacerse el difícil o el interesante, o sencillamente de acobardarse ante las mejores oportunidades que ofrece la vida. Creía firmemente que ciertas cosas tenían que hacerse o decirse, no hay más. Destriparse sobre el papel para mandar una carta de amor a la persona amada o deseada, para intentar conquistarla, retenerla o animarla a emprender un nuevo camino cuando la ocasión merecía realmente la pena. Sin lugar para las inseguridades. Porque el espacio puede acortarse y el tiempo moldearse; las personas hacemos milagros cuando queremos.
Él ya había sufrido por tener en el cuerpo unas cuantas espinas clavadas, unos cuantos “Y si…” que nunca obtuvieron respuesta, y no pensaba coleccionar ni uno más. Una vez escribió en una de sus historias: “Porque el no intentarlo es el fracaso anticipado”, y así lo creía, y jamás volvería a fracasar en nada por no intentarlo ni se quedaría con las malditas dudas. No había problema en hablarle a alguien cuando fuera, en decirle “Me gustas” o “Te quiero” o “Estás preciosa”, y robarle un beso en el momento adecuado. No, porque justamente eso era lo correcto.
Le decían que era valiente por, escribiendo por amor como último recurso, llegaba siempre hasta el final, intentaba todas las vías posibles antes de rendirse. Lo que nadie sabía es que estaba cansado de llegar a tantos finales sin hallar nada en ellos. Porque sí, la literatura también fallaba. Pero aun tras tantos golpes, desilusiones, la pérdida de la esperanza y el desasosiego, cuando regresaba el momento, aun sin ilusiones, lo volvía a intentar, volvía a escribirle a esa persona especial. ¿Por qué? Por la misma razón que lo hacía siempre: porque no intervenía la mente, y más que una decisión era una imperiosa necesidad vital.
Necesidad de hablarle de verdad, quizá por última vez, y no con el lenguaje de los hombres, sino con el del alma: la escritura. Porque las palabras son olvidadas, llevadas por el viento, pero lo que está escrito permanece.
Pero a pesar de todo, como decía, no solía funcionarle, ya fuera para enamorar o para retener a la mujer amada o deseada. Pero, claro está, no solo escribía por amor en esas circunstancias, porque a la mujer que le correspondía también le escribía. No tenía que convencerla, enamorarla o conquistarla porque ya lo estaba; lo hacía porque la quería, y para recordarle quiénes eran, quién era él y sobre todo quién era ella, y por qué la había elegido de entre todas las demás. Nunca consideró valiente escribirles por amor, solo sincero, vital y necesario.
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