Recorría un camino estrecho y
sinuoso que se adentraba en el espesor de lo desconocido. Anduve, cientos de
lunas alumbrando mis pasos. Anduve hasta topar con la señal de Camino a la
Perdición. Era reinventarse, era caer y renacer, y tomé el desvío. Vi un pozo,
ancho y de suaves bordes, y abajo solo se atisbaba negrura, densa y pura, y una
voz que dijo “lánzate, baja”, y bajé. Volé en picado y hacia abajo, apresurado,
rehuyendo al mundo, tratando de escapar de él, o de mis propios fantasmas,
aquellos que me acechaban en la sombra. Y había atractivo en el nuevo camino,
en la nueva personificación de lo idóneo. Era convulsión, miles de luces
parpadeantes, rojo y negro intermitentes. Era emoción y tentativa, era fuego y
autodestrucción. Quería huir y lo hice, quería perderme y me perdí; anduve tan
lejos que al mirar atrás solo vi el difuso reflejo de mi propia imagen abatida.
Rehusé ayuda y manos sanadoras. Tenía mis propios elixires, y la luz era
cegadora y la música estaba muy alta; ensordecedora. Dancé y bailé con demonios
que quizá eran yo mismo hasta que el ardiente sudor congelaba mi piel, hasta
quedar exhausto, hasta que inmaculados ángeles de alas desgarradas me
engañaron; y me ahogué. Pero era hermoso, había belleza en la mutilación de las
palabras, en la metamorfosis del lenguaje, en los pinchazos de las canciones
que sonaban oxidadas en mi cabeza, y al ser arrancadas de la tierra que las
alimentaba soltaban volutas de cristal que crujían bajo mis botas, liberando
motas de tiempo.
Era un gozo caminar sobre el
pavimento mojado por las lluvias de ácido producidas en la factoría de sueños.
Era un gozo sentir el viento helado golpeando mi rostro como un martillo que me
moldeaba como a la arcilla, en cada golpe, con cada brutal arremetida. Era
fascinante tratar de borrar los límites, difuminarlos hasta el punto de bailar
en frenesí en ambos lados simultáneamente. Levantaba con cada pisada partículas
de caos y me empapaba de ellas, maravillándome con aquello que edificaban. Me
desanclé y volé libre y voluntariamente hacia el abismo y allí encendí el fuego
que debió alertarme y que se extinguió con la primera exhalación de aliento
etílico. Quizá me castigara, me aplicara a mí mismo las penitencias que nadie
tuvo cojones de sentenciar. Quizá sufrí lo que quise que otros sufrieran y no
supe cómo hacerles llegar ese dolor, esa abrumadora soledad, y quise
experimentarlo para así reflejarlo sobre ellos, clavándome la tóxica espada que
sabía que atravesaría a los demonios que llevaba pegados a la espalda,
consiguiendo mi propósito a un precio demasiado elevado. Pero todo mi ser
bullía, cada átomo, y ardía en intensidad, y me hacía aprender de qué material
se compone la realidad. Y vi cómo actuaban las personas, de qué tejido estaban
hechas; vi cómo se tejían y se formaban. Y los problemas, los que el bendito
caos lleva siempre de la mano, eran fascinantes. Busqué problemas, y vaya si
los encontré. Eran espirales, columnas de humo danzantes, materializadas en las
personas, y surgían de las esquinas, de las alcantarillas, de todas partes.
Flotaba en el aire un penetrante y dulzón aroma a azufre, a vómito, a la
condensada esencia del subsuelo, del mundo subterráneo, cuya marea era
gorgoteada por cada poro del asfalto, incontenible e inabarcable, tan inmensa
como el cielo en la bóveda de nuestro mundo. Ese cielo que me odiaba, y yo lo
sabía, e incluso quizá me gustara que lo hiciera. Era incapaz de concebirlo de
otro modo. Era una realidad, el cielo me odiaba y yo lo sabía, era un pacto que
teníamos, de odio mutuo, sabedores de que nunca nos encontraríamos. Trataba de
joderme, a cada segundo, con cada acción que yo realizaba, y levantaba la vista
y miraba hacia las alturas con furia y resignación, pero dirigía después mi
mirada cargada de fuego hacia las calles y hacía que ardieran. Era su hijo
desarraigado, la oveja negra que nunca se redimiría, que nunca volvería, y así
continuaba caminando, brindando con cada demonio con que me cruzaba, echando
con ellos un trago aquí y otro allá, repudiando ayudas divinas, y lanzando
esporádicos y blasfemos alaridos a las nubes después de echar polvos surgidos
de la nada, con la ira de quien desea sacarse algo oscuro del interior, y éstas
se volvían negras sobre mi cabeza, amenazando con destruirme.
Pero aun así, a pesar de todo, de
absolutamente todo, a pesar del desarraigo, de la angustia producida por la
pérdida y la perdición, a pesar de los temblores musculares producidos por las
toxinas y las enfermedades del cuerpo y el espíritu, a pesar del dolor y el
pesar, de las heridas producidas por las espadas que los fantasmas blandieron
un lejano día, a pesar de las luces extinguidas a media noche, dando luz al
desamparo, a pesar de la oscuridad que veía en forma de tentáculos de tinieblas
rodeando mi cuello, surgidos de las miradas más brillantes y arropadoras, esas
que me resguardaban de las lluvias de ceniza, a pesar de la densa y pringosa
negrura que se pegaba a mis pies con cada paso que daba en la dirección
correcta y ascendía lentamente, quemándome, corroyéndome hasta gangrenar cada
centímetro de mi piel y mi carne, cada partícula de mi alma y cada molécula de
mi ser, hasta detener cada uno de mis músculos y órganos, inmovilizándome,
matándome, hasta que surgía una quimera disfrazada de princesa y me pinchaba
con su cola serpentina, inyectándome el veneno que me permitiría seguir
viviendo, condenado. A pesar de todos los engaños, las mentiras, las
desilusiones, las heridas y las cicatrices que marcaron mi cuerpo de arriba
abajo hasta convertirlo en una obra única e irrepetible. A pesar de los golpes,
las hostias, la sangre y el sudor derramados en cada gesta, en cada intento por
moldear el caos para hallar la belleza, a pesar de todas las botellas vaciadas,
de todos los vasos de cristal arrojados al suelo y hechos añicos sobre el sucio
asfalto, a pesar de todas las estrellas que cayeron mientras intentábamos
alcanzar lo inalcanzable, a ellas. A pesar de todas las noches en que anduvimos
a la deriva, tratando de obtener solo una pizca de amor, solo un difuso atisbo
de cariño, y nos acuchillaron en un callejón sin salida, al saber que no
descubriríamos la gran verdad del mundo, que no hallaríamos la piedra filosofal
que da cuerda al universo, el combustible que hace funcionar los engranajes del
tiempo.
A pesar de todo descubrimos
muchas, muchísimas cosas, y entendimos gran parte de los secretos,
percatándonos de que cuanto más sabíamos, más desconocíamos, descubriendo la
paradoja de la infinitud del conocimiento. Nos alzamos a pesar de haber caído,
después de vagar bajo la luz de las estrellas negras, preparándonos para el
brillo del mundo exterior, donde moran el resto de personas, las que tenían el
amor y el cariño que buscamos donde no lo hallaríamos, donde solo había
máscaras y dagas. Nos entrenamos en lo peor para encontrar lo mejor, y tras una
larguísima escalera de peldaños hechos de clavos llegamos a la tapa; la abrimos
y sin darnos cuenta, regresamos. Volvimos a sentir el tacto de texturas
benignas, el calor humano, dejando atrás los castigos que merecimos y
abriéndonos a las recompensas que trataremos de merecer, listos y acorazados,
para que nos den la bienvenida del renacer, del alumbramiento a la auténtica
vida.
Aquello es el sol que brilla, de
hermoso fuego, allá en la lejanía, y muy pronto estaremos allí tras haber cruzado
el abismo. Ahora todo será diferente, todo será mejor, pero nunca olvidaremos
que un día habitamos un lugar sobre el que reinaba un sol negro, y que todavía
sigue latiendo y siempre lo hará. Lo vemos al cerrar los ojos, lo vemos al
final de cada camino, pero ahora existen frenos y bifurcaciones, y tan solo es
cuestión de esquivarlo cuando nos lancé su lazo, sabiendo que si volvemos a
sumergirnos jamás emergeremos. Pero no lo haremos; hay mundo más allá de la
tierra, y existen cosas maravillosas como la dilatación del tiempo y la
eternidad de los instantes, únicos y brillantes. Existen los cronómetros de las
personas, existe la futilidad de los actos y la trascendencia de las acciones y
los pensamientos; la mutación de las ideas y el contagio de emociones. Existen
los enormes misterios de las personas, los entresijos de sus mentes, la bravura
de sus corazones, de esas gentes que somos nosotros. Y solo queda seguir
explorando, porque arrebatando solo un grano de arena a lo desconocido,
asimilándolo y comprendiéndolo, todo, absolutamente todo, habrá merecido la
pena. Hubo un día que nos perdimos, pero por suerte, hallamos el camino de
vuelta.