22 de septiembre de 2015

El microcosmos de la burbuja


A veces me daba por pensar en un posible futuro, uno no demasiado complejo, que se erigía en mi mente como en el interior de una burbuja, pomposa, atractiva e inmutable. En ella hay una casa, no precisamente grande, pero sí espaciosa y abierta, con grandes ventanales a través de los cuales corre la brisa marina. Altas palmeras y arena en el exterior, una hamaca, la luna reflejada en las aguas y el océano bombeando sus latidos desde las profundidades; la brisa arrastra ese sonido, ese pulso que es música, notas celestiales llegando hasta el hogar. Todo queda atrás, todo queda lejos, nada penetra ni destruye; reina la paz absoluta. El aliento que exhalan las estrellas se esparce por la parcela cercada. Hay un hermoso escritorio en el interior de la casa que sostiene la máquina de escribir, tan pesada y poderosa, pero la mayoría de veces prefiero salir a escribir al porche, o al jardín, o en una pequeña mesa sobre la arena misma, da igual cómo se perfile el paraíso, pues paraíso es. Qué corta es la vida, pasémosla borrachos, ebrios de líquidos y ensoñaciones. Teclearía fuerte, sacándome toda la mierda del interior, purificando mi alma con cada letra impresa en el papel latiente. Ella se baña desnuda bajo la luz de la luna, y está preciosa. No es necesario nada más. 

Sí sería posible un futuro así, aunque lo afirmo encerrando la pregunta que evidentemente me formulo, porque no puedo saberlo. Lejos queda la ciudad, lejana la jungla. Me llaman los gritos de los dementes, los rugidos de las bestias, de los animales salvajes como yo; sé que allí está mi lugar, mi verdadero hogar, pero he preferido escapar antes de que mi corazón explotara. No sé qué loco se sentiría atraído y posteriormente atrapado por semejante cúmulo de toxinas y flujos de vicio y esquizofrénica locura; quizá solo uno cuyo organismo se componga de esas mismas sustancias. Todo radica en hallarse a uno mismo, y dicho fantasma tanto puede encontrarse en una gota del remoto océano que aparece en las febriles ensoñaciones, como en la barra del bar más profundo y oscuro que la ciudad subterránea esconde ante la mirada juzgadora de los ángeles caídos. 

Pero mientras pueda seguir tecleando, mientras una sola estrella brille en la noche, mientras una tímida ola consiga llegar a la orilla, mientras no se extinga la tinta con que escribimos los nuevos días, mientras se siga escuchando un solo latido en la distancia, débil como un recién nacido que llena sus pulmones de un nuevo mundo, quedará esperanza, quedará tiempo para albergar la espera. Quedará la esperanza de que alguna noche salga de las aguas y me abrace, juntando nuestras pieles cansadas, ardientes y empapadas. Esperaré que me acerque a su pecho y me arrope. Siempre ronda, siempre permanece, pero a veces despierto y abro los ojos y veo que no está junto a mí sino que sigue en las aguas, aunque mantengo la esperanza de que algún día se dé la vuelta y mire hacia la orilla, se crucen nuestras miradas y pueda escuchar mis palabras; entonces le diría: solo te pido que vengas pronto, que no te demores demasiado. Solo te pido que llegues antes de que apure el último cigarrillo, antes de que el último chupito rasgue mi garganta, antes de que escriba el punto y final de nuestra saga. Hasta entonces seguiré respirando, no pereceré, lo prometo. Seguiré vagando por este extraño y laberíntico lugar que llamamos mundo. Sé que podrás encontrarme cuando sea necesario. Solo te pido que llegues y me lleves contigo, antes de que sea demasiado tarde, antes de que me pierda para siempre, antes de que me queme con el último cigarrillo y me ahogue con el último trago; antes de que el abismo me absorba para llevarme al infierno. 

Después estalla la burbuja y escucho de nuevo el tráfico, las alcantarillas, la música de los pubs, los tacones de las prostitutas en los polígonos industriales, con las humeantes chimeneas de fondo, la industria de nuestro mundo. Vuelvo a escuchar los rugidos, palpitan las heridas, sangran las almas. Estoy en casa, pero no pierdo de vista el microcosmos que encierra la burbuja sobre mi cabeza, pues algún día encontraré una escalera y la alcanzaré, y podré dedicarme a esperar y a seguir viviendo mientras tanto.




16 de septiembre de 2015

Eres olvido


Son un mismo peso, esa multitud de fantasmas que te persiguen. Únelos, fúndelos, háblales de tú a tú, como uno solo, porque al final es lo que son: una sola sombra, débil y decrépita, que tú mismo arrastras al olvido. Háblale de tú a tú, es un conocido, un antiguo amigo; un antiguo amante. Háblale tal que así:

“Eres el crepitar de nuestra última carta ardiendo en la hoguera.
Eres las cenizas que quedaron bajo la chimenea.
Eres la lágrima que cae sobre el parqué, 
y que ruge como un relámpago en el vacío.
Eres la última calada que di, 
antes de aplastar el cáncer contra el suelo baldío.
Eres el último y ardiente trago de whisky que bebí,
 antes de arrojar la botella sin mensaje a un mar impío.
Eres la máscara quebrada que revela a la princesa,
una enferma, que es musa y medusa.
Eres la sirena que mentía, 
que engañaba desde el paraíso perdido entre sus piernas.
Eres el último baile, 
la pícara sonrisa, 
la mirada hechizante, 
el tacto de los dedos entrelazados,
 y el fugaz y ansiado beso de despedida.
Eres la ambrosía de las almas errantes y hambrientas; 
de la mía, cuando de comerte vivía.
Eres el monstruo al final del camino en mis sueños,
 y las alas que me llevaron lejos de él; a tus brazos.
Eres el fuego en mi más fría noche, 
la lumbre del hogar que me rechazó.
Eres la suciedad que quedó en mí,
el polvo en la cama cuando marchó tu recuerdo.
Eres el libro que leí mil veces, 
hasta perderme entre sus líneas;
 hasta que perdió el significado.
Eres la nota de recordatorio, 
la que se escurrió,
 y desapareció en la alcantarilla.
Eres la reminiscencia de una llama ya extinta.
Eres otra esencia más, pero ya no como la mía, sino distinta".

Pero ya no eres más; ya fuiste. Fuiste todo lo último, y a pesar de la importancia de los finales, son los principios los que me enganchan, los besos de bienvenida, la magia que flota en el aire tras los primeros revolcones, tras las primeras miradas y las primeras palabras, cargadas de miedo y veracidad, de riesgo y aventura, de electricidad humana. Y todo ha pasado ya, porque ahora eres olvido, y tantas cosas golpean mi mente, diariamente, a cada segundo, que barren los recuerdos rotos a la nada, y allí flotan y vagan sin poder atarme de nuevo.”

Llama a ese fantasma olvido, anulando su esencia, y ya nunca más volverá. 

10 de septiembre de 2015

La estrella del marinero

Las olas rompían en la orilla, una a una y a miles, cientos de miles. Destellaban los rayos de un sol que moría lentamente en el horizonte, allá en lo eterno, y esas aguas absorbían cada última partícula de su ser inmortal. Todo se tornaba más sombrío por momentos; cada segundo que transcurría intensificaba la oscuridad que se iba adueñando de todo, amasando los fieros pensamientos que eran dueños de mi razón, hasta que con el próximo amanecer regresaran al igual que nacería un nuevo día; emergerían como los pétalos de una tóxica flor germinan para producir un veneno capaz de entumecer al más bravo corazón. Siempre volvían, se reintegraban en mi cerebro, imperecederas, imbatibles fuera cual fuera el intento por abatirlas. Pero sí, había comprobado que la oscura calma de una playa vacía e interminable conseguía llevarlas a lo profundo durante unas horas en que todo mi ser podía descansar, en que volvía a capitanear mi propia vida; después, cuando de nuevo llamaban a la puerta, me perdía en la inmensidad de las posibilidades, y me sentía como un marinero a merced de un mortal oleaje en alta mar, dejando mi destino en manos del azar o de algún dios cruel. 

Ya apenas dormía, para poder gozar del blanco y negro de la luna y de la noche, para no pensar que alguien me odiaba y se reía de mí en las alturas con amarga impunidad.

Caminaba con los pies desnudos sobre la fría y húmeda arena en dirección a ninguna parte, tratando de hallar una salida, una respuesta a la desesperación. Temía a las primeras luces del alba, sabiendo que sus colores podrían abrasarme y que pintarían el cielo y las aguas de ese intenso azul que me era dolorosamente insoportable al recordarme a sus ojos y a su hipnotizante mirada. Pensé en escribirle, pero al pronto llegué a la conclusión de que si redactara una carta veraz derramando sobre ella todas las lágrimas que contenían toda mi angustia, mi impaciencia y mis imperantes necesidades de volver a verla, de acariciar su lisa piel, de volver a besar sus suaves labios… si la escribiera, la insertara en una botella y la arrojara al mar con toda la furia de mi espíritu, antes daría la vuelta al mundo y regresaría a mí para destrozarme con el hallazgo de la amarga verdad, que llegaría a sus manos para hacerla sabedora de mis más recónditos y abismales pesares.

Tarde o temprano volvería el amanecer para arrastrarme como hacía siempre, hasta el día en que ese sentimiento se extinguiera en mí, con la posibilidad de llevarse mi vitalidad por delante. Era todo su ser y toda su energía, pero esa mirada… conseguía que me ardieran las entrañas tan solo con mirarla a los ojos y percibir en ellos a aquella frágil y hermosa criatura. Esos ojos de un azul intenso, con tintes verdes en el centro, eran los más bonitos que había visto jamás, simplemente espectaculares e hipnóticos; pero no solo era el radiante color, sino la mirada en conjunto la que poseía la auténtica magia; la forma de sus ojos, sus pestañas, la forma que tenía de mirar… era un todo coronado por esos soles del color del mar y el océano cuando se funden, rematado por el verde brillo de un místico paraíso perdido en el horizonte. Esa mirada me capturaba al instante, me ataba a ella, y yo sentía que podría pasar horas observándola, sumergido en ella, y que podría perderme en su infinidad y jamás emerger con tan asombrosa facilidad que me asustaba. Era terroríficamente hermosa y embaucadora, todo pura inocencia y ternura, cariño en ella, bondad desmedida. Si algunos dejaban entrever su alma, todo un mundo en sus ojos, entonces ella encerraba allí el universo entero, y podía paralizarte el simple hecho de asomarte. Enormes ventanas a un ignoto cosmos, invitaciones que me decían “ven y asómate a mi alma y aventúrate a desentrañar los dulces misterios que encierra”. Brillaba como oro fundido; y me quemaba con su ausencia. Tal sentimiento, o la carencia de él, el poder recordar con dolorosa claridad la sensación de que esas estrellas se posen sobre mí con todo el peso y sentido que representan, es lo que muy fácilmente puede acabar con la vida de un hombre.

Es la pérdida lo que más duele, con la sensación de que cientos de caminos posibles han sido arrancados de cuajo de la tierra que débilmente y con cariño los sostenía y los mantenía con vida. Y era duro pensar que los días se reiniciaban y habría miles de amaneceres más hasta el apagón final, pero guardaba la esperanza de que algún día algo surgiera de las aguas, algo que podría cambiarlo todo, y esa débil llama era suficiente para hacerme seguir adelante, en pos del sol y las estrellas, hasta averiguar a dónde me llevarían mis pasos, los que dejarían un rastro en la arena mostrando todo lo andado y vivido; un pasado que habría dejado huella mientras buscaba un futuro que me era incierto. Quizá algún día el amanecer sería de otro color; quizá solo el mar tuviera la respuesta. O quizá, solo quizá, estuviera dentro de mí, en mi cabeza, impresa en mis entrañas. Me convertiría en un marinero errante, en busca de respuesta, en busca de tierra firme; uno sin embarcación que esperaba la caída de una estrella fugaz que trajera consigo la respuesta. Pero algún día volvería, algún día la vería brillar en el firmamento; estaba seguro.   

3 de septiembre de 2015

El camino a la perdición


Recorría un camino estrecho y sinuoso que se adentraba en el espesor de lo desconocido. Anduve, cientos de lunas alumbrando mis pasos. Anduve hasta topar con la señal de Camino a la Perdición. Era reinventarse, era caer y renacer, y tomé el desvío. Vi un pozo, ancho y de suaves bordes, y abajo solo se atisbaba negrura, densa y pura, y una voz que dijo “lánzate, baja”, y bajé. Volé en picado y hacia abajo, apresurado, rehuyendo al mundo, tratando de escapar de él, o de mis propios fantasmas, aquellos que me acechaban en la sombra. Y había atractivo en el nuevo camino, en la nueva personificación de lo idóneo. Era convulsión, miles de luces parpadeantes, rojo y negro intermitentes. Era emoción y tentativa, era fuego y autodestrucción. Quería huir y lo hice, quería perderme y me perdí; anduve tan lejos que al mirar atrás solo vi el difuso reflejo de mi propia imagen abatida. Rehusé ayuda y manos sanadoras. Tenía mis propios elixires, y la luz era cegadora y la música estaba muy alta; ensordecedora. Dancé y bailé con demonios que quizá eran yo mismo hasta que el ardiente sudor congelaba mi piel, hasta quedar exhausto, hasta que inmaculados ángeles de alas desgarradas me engañaron; y me ahogué. Pero era hermoso, había belleza en la mutilación de las palabras, en la metamorfosis del lenguaje, en los pinchazos de las canciones que sonaban oxidadas en mi cabeza, y al ser arrancadas de la tierra que las alimentaba soltaban volutas de cristal que crujían bajo mis botas, liberando motas de tiempo.

Era un gozo caminar sobre el pavimento mojado por las lluvias de ácido producidas en la factoría de sueños. Era un gozo sentir el viento helado golpeando mi rostro como un martillo que me moldeaba como a la arcilla, en cada golpe, con cada brutal arremetida. Era fascinante tratar de borrar los límites, difuminarlos hasta el punto de bailar en frenesí en ambos lados simultáneamente. Levantaba con cada pisada partículas de caos y me empapaba de ellas, maravillándome con aquello que edificaban. Me desanclé y volé libre y voluntariamente hacia el abismo y allí encendí el fuego que debió alertarme y que se extinguió con la primera exhalación de aliento etílico. Quizá me castigara, me aplicara a mí mismo las penitencias que nadie tuvo cojones de sentenciar. Quizá sufrí lo que quise que otros sufrieran y no supe cómo hacerles llegar ese dolor, esa abrumadora soledad, y quise experimentarlo para así reflejarlo sobre ellos, clavándome la tóxica espada que sabía que atravesaría a los demonios que llevaba pegados a la espalda, consiguiendo mi propósito a un precio demasiado elevado. Pero todo mi ser bullía, cada átomo, y ardía en intensidad, y me hacía aprender de qué material se compone la realidad. Y vi cómo actuaban las personas, de qué tejido estaban hechas; vi cómo se tejían y se formaban. Y los problemas, los que el bendito caos lleva siempre de la mano, eran fascinantes. Busqué problemas, y vaya si los encontré. Eran espirales, columnas de humo danzantes, materializadas en las personas, y surgían de las esquinas, de las alcantarillas, de todas partes. Flotaba en el aire un penetrante y dulzón aroma a azufre, a vómito, a la condensada esencia del subsuelo, del mundo subterráneo, cuya marea era gorgoteada por cada poro del asfalto, incontenible e inabarcable, tan inmensa como el cielo en la bóveda de nuestro mundo. Ese cielo que me odiaba, y yo lo sabía, e incluso quizá me gustara que lo hiciera. Era incapaz de concebirlo de otro modo. Era una realidad, el cielo me odiaba y yo lo sabía, era un pacto que teníamos, de odio mutuo, sabedores de que nunca nos encontraríamos. Trataba de joderme, a cada segundo, con cada acción que yo realizaba, y levantaba la vista y miraba hacia las alturas con furia y resignación, pero dirigía después mi mirada cargada de fuego hacia las calles y hacía que ardieran. Era su hijo desarraigado, la oveja negra que nunca se redimiría, que nunca volvería, y así continuaba caminando, brindando con cada demonio con que me cruzaba, echando con ellos un trago aquí y otro allá, repudiando ayudas divinas, y lanzando esporádicos y blasfemos alaridos a las nubes después de echar polvos surgidos de la nada, con la ira de quien desea sacarse algo oscuro del interior, y éstas se volvían negras sobre mi cabeza, amenazando con destruirme.

Pero aun así, a pesar de todo, de absolutamente todo, a pesar del desarraigo, de la angustia producida por la pérdida y la perdición, a pesar de los temblores musculares producidos por las toxinas y las enfermedades del cuerpo y el espíritu, a pesar del dolor y el pesar, de las heridas producidas por las espadas que los fantasmas blandieron un lejano día, a pesar de las luces extinguidas a media noche, dando luz al desamparo, a pesar de la oscuridad que veía en forma de tentáculos de tinieblas rodeando mi cuello, surgidos de las miradas más brillantes y arropadoras, esas que me resguardaban de las lluvias de ceniza, a pesar de la densa y pringosa negrura que se pegaba a mis pies con cada paso que daba en la dirección correcta y ascendía lentamente, quemándome, corroyéndome hasta gangrenar cada centímetro de mi piel y mi carne, cada partícula de mi alma y cada molécula de mi ser, hasta detener cada uno de mis músculos y órganos, inmovilizándome, matándome, hasta que surgía una quimera disfrazada de princesa y me pinchaba con su cola serpentina, inyectándome el veneno que me permitiría seguir viviendo, condenado. A pesar de todos los engaños, las mentiras, las desilusiones, las heridas y las cicatrices que marcaron mi cuerpo de arriba abajo hasta convertirlo en una obra única e irrepetible. A pesar de los golpes, las hostias, la sangre y el sudor derramados en cada gesta, en cada intento por moldear el caos para hallar la belleza, a pesar de todas las botellas vaciadas, de todos los vasos de cristal arrojados al suelo y hechos añicos sobre el sucio asfalto, a pesar de todas las estrellas que cayeron mientras intentábamos alcanzar lo inalcanzable, a ellas. A pesar de todas las noches en que anduvimos a la deriva, tratando de obtener solo una pizca de amor, solo un difuso atisbo de cariño, y nos acuchillaron en un callejón sin salida, al saber que no descubriríamos la gran verdad del mundo, que no hallaríamos la piedra filosofal que da cuerda al universo, el combustible que hace funcionar los engranajes del tiempo.

A pesar de todo descubrimos muchas, muchísimas cosas, y entendimos gran parte de los secretos, percatándonos de que cuanto más sabíamos, más desconocíamos, descubriendo la paradoja de la infinitud del conocimiento. Nos alzamos a pesar de haber caído, después de vagar bajo la luz de las estrellas negras, preparándonos para el brillo del mundo exterior, donde moran el resto de personas, las que tenían el amor y el cariño que buscamos donde no lo hallaríamos, donde solo había máscaras y dagas. Nos entrenamos en lo peor para encontrar lo mejor, y tras una larguísima escalera de peldaños hechos de clavos llegamos a la tapa; la abrimos y sin darnos cuenta, regresamos. Volvimos a sentir el tacto de texturas benignas, el calor humano, dejando atrás los castigos que merecimos y abriéndonos a las recompensas que trataremos de merecer, listos y acorazados, para que nos den la bienvenida del renacer, del alumbramiento a la auténtica vida.


Aquello es el sol que brilla, de hermoso fuego, allá en la lejanía, y muy pronto estaremos allí tras haber cruzado el abismo. Ahora todo será diferente, todo será mejor, pero nunca olvidaremos que un día habitamos un lugar sobre el que reinaba un sol negro, y que todavía sigue latiendo y siempre lo hará. Lo vemos al cerrar los ojos, lo vemos al final de cada camino, pero ahora existen frenos y bifurcaciones, y tan solo es cuestión de esquivarlo cuando nos lancé su lazo, sabiendo que si volvemos a sumergirnos jamás emergeremos. Pero no lo haremos; hay mundo más allá de la tierra, y existen cosas maravillosas como la dilatación del tiempo y la eternidad de los instantes, únicos y brillantes. Existen los cronómetros de las personas, existe la futilidad de los actos y la trascendencia de las acciones y los pensamientos; la mutación de las ideas y el contagio de emociones. Existen los enormes misterios de las personas, los entresijos de sus mentes, la bravura de sus corazones, de esas gentes que somos nosotros. Y solo queda seguir explorando, porque arrebatando solo un grano de arena a lo desconocido, asimilándolo y comprendiéndolo, todo, absolutamente todo, habrá merecido la pena. Hubo un día que nos perdimos, pero por suerte, hallamos el camino de vuelta.