Habíamos ido a morir a
aquel lugar, y allí mismo lo harían nuestros problemas y nuestras almas para
poder renacer solo al día siguiente, cuando todo pecado cometido bajo la luna
no fuera más que un recuerdo pesado y presente en nuestros cuerpos y nuestras
mentes, y únicamente formara ya parte del inexistente pasado. Hasta entonces,
durante unas horas, el futuro era aún incierto y éramos libres, capaces de
volar bien alto y hacer grandes cosas. Estábamos embutidos en un espacio ajeno
al mundo real en que la vida se había detenido por completo, hasta que
arrancara de golpe con un nuevo despertar.
Y así era como
funcionaban las cosas, en aquel lugar y aquel momento, donde todo terminaba, o
quizá comenzara, sin grandes fuegos en las alturas, sin que las manecillas del
reloj se detuvieran, sin ningún predicador que lo anunciara al viento. No
habría ningún elemento atronador, pero sin embargo sí habría un efecto
devastador; que tal vez no fuera inmediato, que quizá no brillara demasiado,
pero de un modo u otro significaría un cambio tan grande que tardaría en ser
asimilado. Caminos, caídas y arte, porque a eso se remontaba todo, y en aquel
lugar y aquel momento nada más importaba salvo lo que se había encontrado en
las miles de caídas, durante el recorrido, expresado a través del arte, a
través de él y sobre él y en el caos que albergaba la búsqueda de la belleza. Ya
éramos libres, y me recordé a mí mismo momentos antes de la salida, en mi
habitación, cuando lo único que escuchaba era el repiqueteo de la lluvia
golpeando la persiana bajada, una gota aquí y otra allá, dispersas y lejanas
entre sí, cogiendo fuerza poco a poco y convirtiéndose en algo más grande,
sonoro y presente en la tranquila noche. Lloraban los cielos anaranjados,
envenenados por la contaminación lumínica, volviéndose opacos y
resguardándonos del mortal espacio exterior, aquel que nos asfixiaría y
abrasaría sin piedad si no existiera esa fina capa protectora a la que incluso
asociábamos cualidades paradisíacas; esa fina capa que nos ocultaba las perlas a
las que aspirábamos y que nunca alcanzaríamos.
Porque entonces,
permaneciendo resguardado en esa habitación cerrada, imaginaba lo que llegaría
después, el momento en que atravesaríamos la membrana y entraríamos en ese
espacio nulo, de estática permanencia, en ese limbo en el que estaríamos
durante horas, o durante años, o en el que viviríamos infinidad de cíclicas
vidas hasta que lográramos hacer algo único, algo que solo se diera en un
tiempo y un lugar, y que como un puñal atravesara todos los universos,
rasgándolos, creando un camino en una dimensión inexistente que nos permitiera
cruzarlos, y solo así podríamos salir por fin del círculo, hacia arriba,
siempre hacía arriba –pues ya sabíamos qué moraba abajo– de forma
ininterrumpida, hasta que llegáramos al cielo, y entonces nos quemáramos, o lo
abrasáramos, o ardiéramos junto a él. Y en aquel lugar en que ya seríamos
libres, donde habíamos ido a morir, naceríamos, y el viaje terminaría al fin.
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