5 de octubre de 2015

Arde el Cielo


Habíamos ido a morir a aquel lugar, y allí mismo lo harían nuestros problemas y nuestras almas para poder renacer solo al día siguiente, cuando todo pecado cometido bajo la luna no fuera más que un recuerdo pesado y presente en nuestros cuerpos y nuestras mentes, y únicamente formara ya parte del inexistente pasado. Hasta entonces, durante unas horas, el futuro era aún incierto y éramos libres, capaces de volar bien alto y hacer grandes cosas. Estábamos embutidos en un espacio ajeno al mundo real en que la vida se había detenido por completo, hasta que arrancara de golpe con un nuevo despertar.

Y así era como funcionaban las cosas, en aquel lugar y aquel momento, donde todo terminaba, o quizá comenzara, sin grandes fuegos en las alturas, sin que las manecillas del reloj se detuvieran, sin ningún predicador que lo anunciara al viento. No habría ningún elemento atronador, pero sin embargo sí habría un efecto devastador; que tal vez no fuera inmediato, que quizá no brillara demasiado, pero de un modo u otro significaría un cambio tan grande que tardaría en ser asimilado. Caminos, caídas y arte, porque a eso se remontaba todo, y en aquel lugar y aquel momento nada más importaba salvo lo que se había encontrado en las miles de caídas, durante el recorrido, expresado a través del arte, a través de él y sobre él y en el caos que albergaba la búsqueda de la belleza. Ya éramos libres, y me recordé a mí mismo momentos antes de la salida, en mi habitación, cuando lo único que escuchaba era el repiqueteo de la lluvia golpeando la persiana bajada, una gota aquí y otra allá, dispersas y lejanas entre sí, cogiendo fuerza poco a poco y convirtiéndose en algo más grande, sonoro y presente en la tranquila noche. Lloraban los cielos anaranjados, envenenados por la contaminación lumínica, volviéndose opacos y resguardándonos del mortal espacio exterior, aquel que nos asfixiaría y abrasaría sin piedad si no existiera esa fina capa protectora a la que incluso asociábamos cualidades paradisíacas; esa fina capa que nos ocultaba las perlas a las que aspirábamos y que nunca alcanzaríamos.

Porque entonces, permaneciendo resguardado en esa habitación cerrada, imaginaba lo que llegaría después, el momento en que atravesaríamos la membrana y entraríamos en ese espacio nulo, de estática permanencia, en ese limbo en el que estaríamos durante horas, o durante años, o en el que viviríamos infinidad de cíclicas vidas hasta que lográramos hacer algo único, algo que solo se diera en un tiempo y un lugar, y que como un puñal atravesara todos los universos, rasgándolos, creando un camino en una dimensión inexistente que nos permitiera cruzarlos, y solo así podríamos salir por fin del círculo, hacia arriba, siempre hacía arriba –pues ya sabíamos qué moraba abajo– de forma ininterrumpida, hasta que llegáramos al cielo, y entonces nos quemáramos, o lo abrasáramos, o ardiéramos junto a él. Y en aquel lugar en que ya seríamos libres, donde habíamos ido a morir, naceríamos, y el viaje terminaría al fin.


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