Bajábamos
corriendo la ladera, casi rodando, tan solo temiendo llegar abajo después del
otro, nada más. Ningún otro pensamiento, como una posible caída, ocupaba
nuestras mentes; no en aquel día. Llegaba hasta nosotros el embriagador perfume
de los sueños que el viento nos regalaba en cada fresco soplo. El sol se
reflejaba en cada partícula de hierba; quizá fuera algo paradisíaco aquello.
Pero es que nada más importaba en días y lugares como aquel, alejados del
bullicio y de cualquier perturbación que pudiese arrastrar.
Había
estado muy enfermo días atrás, pero ahora me sentía fresco como una flor pura y
salvaje. Había pasado de sentir las frías manos de la muerte agarrando
inexorables mi fino cuello, a notar el cálido tacto de un dios bondadoso
meciéndome a través del aire. Estaba feliz por ello, y ella lo notaba y se
empapaba de mi sensación. Puede que en realidad fuera un sueño, o hubiera
muerto de una terrible y sudorosa fiebre, pero me daba completamente igual.
Cuando se alcanzaba un nivel etéreo como aquel, todo lo demás era irrelevante,
y solo importaban las pequeñas cosas que me rodeaban; además no estaba solo.
¿Cómo te sientes?, le pregunté. Liviana, fue lo único que respondió, y fue
suficiente, porque lo comprendía; lo sentía, podía olerlo en los colores de
aquella ladera que descendía y descendía hasta el cielo. Tenía que ser verano.
Pájaros
cantaban en las alturas las alabanzas de miles de siglos de historia del
universo. Vi a lo lejos, abajo del todo, en lo profundo de la ladera, una voz
dulce que cantaba nuestros nombres tan estridentemente que mis oídos se
quejaban por exceso de placer ante su canto. Pensé que era una estrella que nos
llamaba desde lo profundo de la tierra. Tenía solo quince años, y mis mundos
con facilidad se materializaban ante mis ojos. Si ella me besara tal vez despertaría
de esa feliz y perturbadora irrealidad que me embriagaba, porque no podía ser
otra cosa que un frustrado sueño que se me aparecía en coloridas y utópicas
imágenes, distorsiones de un mundo que jamás alcanzaríamos en vida. Cuando
llegamos abajo resbalé y rodé por la hierba mojada, que acariciaba mi cuerpo
entumecido por el trance. Ella cayó sobre mí y sonrió de tal manera que abrasó
mis pestañas cuando la miré, e hizo que mi corazón palpitara muy fuertemente,
emitiendo un estruendo propio de los enfurecidos cielos de tormenta. Música
venía de todas partes; de las piedras y los árboles y las nubes rojas. Nos
levantamos y caminamos hasta un brillante riachuelo que emitía gases casi
corpóreos que parecía que nos hablaban. Nos sentamos a contemplar su curso,
agazapados entre dos rocas planas en cuyas superficies parecían estar grabadas
las claves para comprender los cimientos de la civilización, los secretos de
los hombres que allí se posaron en otros mundos, pero estaban en la arcaica
lengua de los seres incorpóreos que nos precedieron. Quise encender un fuego
para cuando llegara la oscura noche, así que la dejé allí pensando en el curso
de la vida y me aventuré en un bosque cercano para buscar leña. Regresé a la
hora con un buen montón de troncos en mis enclenques brazos, y eran oro, pues
había combatido con osos, pumas y fantasmas para hacerme con ellos, pero
alumbrarían la chispa del sol que nacería a la mañana siguiente tras las
montañas, y eso era algo valioso y hermoso.
Volví
al río y era plateado, y ella no estaba ya, y pensé que quizá se hubiera
zambullido y fundido con él y por eso las aguas eran ahora tan bellas y puras,
pero aquello no dejaba de ser incoherente para mí por mucho que lo rumiara, por
lo que pensé que se habría perdido al tratar de localizarme. Tenía que encender
un fuego, a poder ser de decenas de metros de altura, uno que rozara los
cielos, para que ella pudiera atisbarlo desde la lejanía y lograra regresar a
la calidez del hogar.
Creo
que lo hice con tanta rapidez que el fuego prendió con tal fuerza que llegó a
asustarme. Quizá fuera el ansia de mi corazón lo que empujara las llamas con
tan sorprendente bravura. Esperé paciente, viendo el crepitar de aquellas
llamas gigantescas que sería visibles a cientos de kilómetros de distancia y
que, sumadas a mi desesperación, tan solo querían ascender y hacer arder las
alturas. Pero no podía simplemente quedarme allí, no con la noche ya presente,
densa y oscura, que me rodeaba implacable. Podía estar en cualquier parte,
perdida y asustada, enfrentándose a algún mal antiguo enterrado en la memoria
de los hombres, o siendo acechada por los fantasmas que se esconden de la luz
del sol. Tenía que ir a buscarla, sacarla de allí, de aquel lugar exterior. Era
mi realidad, era mi sueño; era mi todo, y no podía perderla.
Renuncié
a todo; a la seguridad de la luz, al calor de las llamas, a la protección del
hogar, y corrí tanto como me permitieron las piernas. La ladera había quedado
atrás, no resplandecía ya en aquella noche eterna, y supe que solo ella podía
hacer que la hierba fuera tan verde de nuevo y que los ríos fluyeran en la
dirección correcta; porque solo ella tenía las claves, solo ella comprendía los
antiguos grabados, y solo ella reinaba en mi mundo. Sin ella, todo carecería de
sentido para siempre, y tal vez al perderse haría que yo me perdiera y solo
diera tumbos en un imposible intento por regresar a la luz. Había multitud de
peligros en aquella negrura, podía olerlos y percibirlos. Las ramas de los
árboles torcidos me arañaban con cada paso que daba, mientras me internaba en
un bosque pútrido y malvado. No había sombras allí ni luna que las proyectara,
solo oscuro vacío, y tenía que ver con las manos, pues los ojos se negaban a observar
lo que moraba más allá; era algo que, simplemente, no se atrevían a registrar
en las retinas.
Entonces
escuché un sonido, una suave voz que no supe si era un grito o un canto, pero
logró que todo mi cuerpo se electrificara; una chispa recorrió mi espina dorsal
e hizo que me girara, y vi que allá a lo lejos las llamas ardían más
intensamente que nunca, quemando las tinieblas de su alrededor, que se
transformaron en un denso flujo que adoptaba formas macabras, retrocediendo
ante la bravura del fuego, alimentado por algún tipo de combustible superior. Regresé
sobre mis pasos a toda velocidad, sin importar cuantos arañazos recibiera mi
piel enferma o que pudiera tropezar y caer, pues sabía que ya no me perdería, y
de algún modo inexplicable, sabía que era ella. Volví hasta el claro, junto al
río plateado, donde ardía la hoguera que era ahora una torre que ascendía en
espiral hacia la luna, una que solo brillaba allí, dando vida a aquella
bendecida parcela.
Y
allí lo vi todo, tan inexplicable como real. No había ya un río plateado, sino
un vacío que dejaba al descubierto los tesoros que habían permanecido hundidos
durante milenios. El agua había sido absorbida, y se habían abierto los caminos
que conducían a las maravillas ocultas. Y ella estaba allí, esperándome, en el
centro de las llamas, en el interior del fuego, rodeada, y era parte de aquella
hoguera ahora, porque ella era el hogar. No era ya una chiquilla, sino una
hermosísima mujer. El tiempo le había dado toda la belleza que algún día habría
tenido que robarle, dotando a su rostro del aspecto propio de la inmortalidad,
del colapso de los relojes, y había purificado cada centímetro de su piel. Sus
ojos color avellana brillaban y ardían como toda ella, y su sonrisa aumentaba
la bravura de las llamas que la contenían. Era algo superior, la reina de la
luz y la diosa del fuego, y este era uno bueno que creaba, que no destruía, y
al acercarme sentí la calidez de la protección eterna. Me introduje en la
hoguera junto a ella, sin quemarme, y sintiendo cómo todo mi cuerpo se iba
llenando de su bondad, por cada poro de mi ser, y supe que nunca más volvería a
padecer enfermedad ni mal alguno, que nunca más me invadiría la tristeza, y que
podríamos rodar ladera abajo cada día de nuestras vidas. Me faltaba la
sabiduría de los años para poder identificar si aquello era un sueño, si era la
felicidad o el amor que tantos han buscado, perdiéndose en el camino, pero
fuera lo que fuera, yo lo había encontrado y nunca lo dejaría escapar, y teníamos
toda la eternidad para averiguar qué era lo que nos elevaba y nos empujaba
hacia arriba.
"Me faltaba la sabiduría de los años para poder identificar si aquello era un sueño, si era la felicidad o el amor que tantos han buscado, perdiéndose en el camino, pero fuera lo que fuera, yo lo había encontrado y nunca lo dejaría escapar, y teníamos toda la eternidad para averiguar qué era lo que nos elevaba y nos empujaba hacia arriba."
ResponderEliminarMe encanta Salva! Como siempre chapó!