9 de octubre de 2015

La Diosa del Fuego



Bajábamos corriendo la ladera, casi rodando, tan solo temiendo llegar abajo después del otro, nada más. Ningún otro pensamiento, como una posible caída, ocupaba nuestras mentes; no en aquel día. Llegaba hasta nosotros el embriagador perfume de los sueños que el viento nos regalaba en cada fresco soplo. El sol se reflejaba en cada partícula de hierba; quizá fuera algo paradisíaco aquello. Pero es que nada más importaba en días y lugares como aquel, alejados del bullicio y de cualquier perturbación que pudiese arrastrar.

Había estado muy enfermo días atrás, pero ahora me sentía fresco como una flor pura y salvaje. Había pasado de sentir las frías manos de la muerte agarrando inexorables mi fino cuello, a notar el cálido tacto de un dios bondadoso meciéndome a través del aire. Estaba feliz por ello, y ella lo notaba y se empapaba de mi sensación. Puede que en realidad fuera un sueño, o hubiera muerto de una terrible y sudorosa fiebre, pero me daba completamente igual. Cuando se alcanzaba un nivel etéreo como aquel, todo lo demás era irrelevante, y solo importaban las pequeñas cosas que me rodeaban; además no estaba solo. ¿Cómo te sientes?, le pregunté. Liviana, fue lo único que respondió, y fue suficiente, porque lo comprendía; lo sentía, podía olerlo en los colores de aquella ladera que descendía y descendía hasta el cielo. Tenía que ser verano.

Pájaros cantaban en las alturas las alabanzas de miles de siglos de historia del universo. Vi a lo lejos, abajo del todo, en lo profundo de la ladera, una voz dulce que cantaba nuestros nombres tan estridentemente que mis oídos se quejaban por exceso de placer ante su canto. Pensé que era una estrella que nos llamaba desde lo profundo de la tierra. Tenía solo quince años, y mis mundos con facilidad se materializaban ante mis ojos. Si ella me besara tal vez despertaría de esa feliz y perturbadora irrealidad que me embriagaba, porque no podía ser otra cosa que un frustrado sueño que se me aparecía en coloridas y utópicas imágenes, distorsiones de un mundo que jamás alcanzaríamos en vida. Cuando llegamos abajo resbalé y rodé por la hierba mojada, que acariciaba mi cuerpo entumecido por el trance. Ella cayó sobre mí y sonrió de tal manera que abrasó mis pestañas cuando la miré, e hizo que mi corazón palpitara muy fuertemente, emitiendo un estruendo propio de los enfurecidos cielos de tormenta. Música venía de todas partes; de las piedras y los árboles y las nubes rojas. Nos levantamos y caminamos hasta un brillante riachuelo que emitía gases casi corpóreos que parecía que nos hablaban. Nos sentamos a contemplar su curso, agazapados entre dos rocas planas en cuyas superficies parecían estar grabadas las claves para comprender los cimientos de la civilización, los secretos de los hombres que allí se posaron en otros mundos, pero estaban en la arcaica lengua de los seres incorpóreos que nos precedieron. Quise encender un fuego para cuando llegara la oscura noche, así que la dejé allí pensando en el curso de la vida y me aventuré en un bosque cercano para buscar leña. Regresé a la hora con un buen montón de troncos en mis enclenques brazos, y eran oro, pues había combatido con osos, pumas y fantasmas para hacerme con ellos, pero alumbrarían la chispa del sol que nacería a la mañana siguiente tras las montañas, y eso era algo valioso y hermoso.

Volví al río y era plateado, y ella no estaba ya, y pensé que quizá se hubiera zambullido y fundido con él y por eso las aguas eran ahora tan bellas y puras, pero aquello no dejaba de ser incoherente para mí por mucho que lo rumiara, por lo que pensé que se habría perdido al tratar de localizarme. Tenía que encender un fuego, a poder ser de decenas de metros de altura, uno que rozara los cielos, para que ella pudiera atisbarlo desde la lejanía y lograra regresar a la calidez del hogar.

Creo que lo hice con tanta rapidez que el fuego prendió con tal fuerza que llegó a asustarme. Quizá fuera el ansia de mi corazón lo que empujara las llamas con tan sorprendente bravura. Esperé paciente, viendo el crepitar de aquellas llamas gigantescas que sería visibles a cientos de kilómetros de distancia y que, sumadas a mi desesperación, tan solo querían ascender y hacer arder las alturas. Pero no podía simplemente quedarme allí, no con la noche ya presente, densa y oscura, que me rodeaba implacable. Podía estar en cualquier parte, perdida y asustada, enfrentándose a algún mal antiguo enterrado en la memoria de los hombres, o siendo acechada por los fantasmas que se esconden de la luz del sol. Tenía que ir a buscarla, sacarla de allí, de aquel lugar exterior. Era mi realidad, era mi sueño; era mi todo, y no podía perderla.

Renuncié a todo; a la seguridad de la luz, al calor de las llamas, a la protección del hogar, y corrí tanto como me permitieron las piernas. La ladera había quedado atrás, no resplandecía ya en aquella noche eterna, y supe que solo ella podía hacer que la hierba fuera tan verde de nuevo y que los ríos fluyeran en la dirección correcta; porque solo ella tenía las claves, solo ella comprendía los antiguos grabados, y solo ella reinaba en mi mundo. Sin ella, todo carecería de sentido para siempre, y tal vez al perderse haría que yo me perdiera y solo diera tumbos en un imposible intento por regresar a la luz. Había multitud de peligros en aquella negrura, podía olerlos y percibirlos. Las ramas de los árboles torcidos me arañaban con cada paso que daba, mientras me internaba en un bosque pútrido y malvado. No había sombras allí ni luna que las proyectara, solo oscuro vacío, y tenía que ver con las manos, pues los ojos se negaban a observar lo que moraba más allá; era algo que, simplemente, no se atrevían a registrar en las retinas.

Entonces escuché un sonido, una suave voz que no supe si era un grito o un canto, pero logró que todo mi cuerpo se electrificara; una chispa recorrió mi espina dorsal e hizo que me girara, y vi que allá a lo lejos las llamas ardían más intensamente que nunca, quemando las tinieblas de su alrededor, que se transformaron en un denso flujo que adoptaba formas macabras, retrocediendo ante la bravura del fuego, alimentado por algún tipo de combustible superior. Regresé sobre mis pasos a toda velocidad, sin importar cuantos arañazos recibiera mi piel enferma o que pudiera tropezar y caer, pues sabía que ya no me perdería, y de algún modo inexplicable, sabía que era ella. Volví hasta el claro, junto al río plateado, donde ardía la hoguera que era ahora una torre que ascendía en espiral hacia la luna, una que solo brillaba allí, dando vida a aquella bendecida parcela.

Y allí lo vi todo, tan inexplicable como real. No había ya un río plateado, sino un vacío que dejaba al descubierto los tesoros que habían permanecido hundidos durante milenios. El agua había sido absorbida, y se habían abierto los caminos que conducían a las maravillas ocultas. Y ella estaba allí, esperándome, en el centro de las llamas, en el interior del fuego, rodeada, y era parte de aquella hoguera ahora, porque ella era el hogar. No era ya una chiquilla, sino una hermosísima mujer. El tiempo le había dado toda la belleza que algún día habría tenido que robarle, dotando a su rostro del aspecto propio de la inmortalidad, del colapso de los relojes, y había purificado cada centímetro de su piel. Sus ojos color avellana brillaban y ardían como toda ella, y su sonrisa aumentaba la bravura de las llamas que la contenían. Era algo superior, la reina de la luz y la diosa del fuego, y este era uno bueno que creaba, que no destruía, y al acercarme sentí la calidez de la protección eterna. Me introduje en la hoguera junto a ella, sin quemarme, y sintiendo cómo todo mi cuerpo se iba llenando de su bondad, por cada poro de mi ser, y supe que nunca más volvería a padecer enfermedad ni mal alguno, que nunca más me invadiría la tristeza, y que podríamos rodar ladera abajo cada día de nuestras vidas. Me faltaba la sabiduría de los años para poder identificar si aquello era un sueño, si era la felicidad o el amor que tantos han buscado, perdiéndose en el camino, pero fuera lo que fuera, yo lo había encontrado y nunca lo dejaría escapar, y teníamos toda la eternidad para averiguar qué era lo que nos elevaba y nos empujaba hacia arriba.

1 comentario:

  1. "Me faltaba la sabiduría de los años para poder identificar si aquello era un sueño, si era la felicidad o el amor que tantos han buscado, perdiéndose en el camino, pero fuera lo que fuera, yo lo había encontrado y nunca lo dejaría escapar, y teníamos toda la eternidad para averiguar qué era lo que nos elevaba y nos empujaba hacia arriba."
    Me encanta Salva! Como siempre chapó!

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