La aurora venía
acompañada por un frío que cortaba el alma, arrastrando consigo una multitud de
colores iridiscentes que hacían retroceder al tiempo; después el techo se
volvía amarillo, enfermo. Rasgaba un sobrecito de azúcar y vertía el contenido
en la taza, y mientras removía, leía lo que llevaba impreso, esas frases de
todos, de nadie; mi dosis diaria de sabiduría callejera. Escuchaba el canto de
los pájaros escondidos en las débiles y raquíticas ramas de los árboles,
cansados de sostenerse, de aguantarse y soportarse a sí mismos.
Había llovido y había
multitud de hojas caídas, arrancadas, esparcidas por todas partes; por la
acera, sobre el asfalto y las mesas metálicas de las terrazas, y eran también
amarillas, pero no por estar enfermas. Veía vidas enteras pasando ante mis
narices, y solo quería alargar la mano y tocar una de ellas, pero enseguida
volaban fugaces, huían y se desvanecían, protegiéndose; para evitar quedar
ciegas.
Lluvias ácidas,
ombligos centrifugando, botellas que contenían la fragancia olvidada de la paz
y la calma; cualquier cosa se buscaba y se encontraba, y se atesoraba. ¿Cómo
almacenar una caricia para volverla inmarcesible? ¿Cómo recuperar de un futuro
quebrado y dividido un beso que irradia autenticidad? Los imposibles, las
manchas resecas de la luz lunar en una chaqueta que ha respirado demasiadas
noches, el barro en unas botas raídas que han desandado demasiados caminos,
tras un par de giros y volteretas; equivocaciones, cientos de baches. ¿Cómo
exterminar a un árbol cuando sus raíces llegan hasta lo más profundo de la
Tierra, al núcleo y a la esencia, habiendo sorteado lo desconocido, y han
arraigado en océanos de veneno incurable? Simplemente, no se puede. Camina
abrazando esa emoción, ese sentimiento, hasta que mueras, o hasta que muera en
ti, si eres capaz de aguantar el tirón.
El café me acelera y la
taquicardia me invade, me oxigena. Libero mis células, las dejo ir,
permitiéndoles que se lleven consigo los latidos de unas bombas que no
estallarán en mí, sino a mi alrededor, en el espacio. Así prefiero esquivar las
palabras, que son cuchillos, las preguntas que eran para el genio, derrochando
los tres deseos vitales, esas que indagan en la mentira, que queman la energía,
que saturan el depósito y acaban con los caminos, que abrasan el futuro.
Recorro las calles, me
cobijo en los portales, me observan; me miran desde el suelo, calándome hasta
los huesos. Combato el frío y el viento, que me lleva hasta donde no quiero ir,
para no ser arrastrado. No queda un solo ojo de justicia, la balanza está
oxidada, destrozada por el peso de las
nimiedades, y lo auténtico se esconde ahora de los buscadores. Se engañan,
todos ellos, y no queda un solo par de oídos inocentes, no queda una sola boca
que aun pueda besar con veracidad y tocarnos con el canto que nos susurraba
hace tanto, de forma dulce y cálida; aquel que nos narraba los cuentos y los
hacía verdaderos.
No hay desenlaces, no
esta vez, ni nunca más; la lumbre ha sido vaciada, las cenizas de la
resurrección han caído en las oscuras profundidades oceánicas. Pero queda
aquello que nos mueve, que nos impulsa, que nos hace cosquillas y nos saca de
las pesadillas. Hay decenas de páginas desparramadas por la mesa, por la cama,
por todas partes. Blancas todas ellas, vírgenes; las sucias fueron juntadas y
ocultadas, pero aun así vive todo aquello todavía; la furia, el miedo, el amor,
los pecados, toda la amalgama de esencias que eclosionaron y se fusionaron en
una sola, la nueva estrella que brilla oculta, tras la cegadora luz de la
lámpara, la que no deja ver más allá del enfermo amarillo.
Pero un día descubres
que no estás enfermo, que es la esperanza descolorida, que ha perdido su tinte,
pero que todavía vive. Permanece la perla, la única, la primera, que sobrevivió
a la tempestad; solo esa y ninguna más. El resto es caos, el resto es nada…
¡Que brille, que viva! Pues alberga el mensaje oculto, cifrado y enterrado en
el bosque, donde arde la última hoguera, y tal vez algún día el mismo fuego nos
caliente, nos dé calor y nos pinte de rojo. Desde luego vagaremos para
encontrarnos, y si no lo hacemos, seguro que hallaremos las cenizas hundidas en
otros mundos. Sin duda hallaremos el futuro en nuestra búsqueda, pues es el que
siempre vendrá a nuestro encuentro, y aguardaremos al tenue halo que rodee al
alma perdida, porque todo lo que hicimos, todas las sonrisas que producimos,
volverán con la perla y nos harán emerger; solo están perdidas, esas sonrisas,
escondidas tras la primera pared, cercanas, al torcer la esquina, y tarde o temprano,
aquí o en otro lugar, nos miraremos por primera vez.
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